En Sanfermines, tanto los ciudadanos autóctonos como los visitantes habrán fijado más de una vez su mirada en las insignias y en las medallas que los concejales y alcalde de la ciudad portan durante la procesión de San Fermín. Medallas que, con su reverso a la vista, lucen en la procesión de las “Cinco llagas” que, en cuerpo de ciudad, realizan en Semana Santa.
Seguro que, también, más de uno se habrá preguntado si tales adornos son de oro o de bisutería barata. De hecho, hay gentes de Pamplona, de toda la vida, que sostienen que se trata de medallas sin valor alguno, ignorando la historia de este medallero ambulante.
Si fuera como dice esta gente, estaríamos de enhorabuena. Pues unos adornos de oro de ese calibre supondrían un despilfarro del erario en unos objetos que solo se usan en contadas ocasiones; gesto poco decoroso en una situación económica como la actual. Lo mismo cabría decir de los costosísimos trajes que viste la corporación, pero, en esta ocasión, dejaremos de lado la lencería y nos fijaremos en los metales.
Con relación a la causa e intencionalidad de portar tales colgantes, el personal anda muy dividido. Probablemente, por ignorancia histórica. El espectador se debate en sostener que se trata de un alarde inadecuado de poder. Una postal así estaría bien en tiempos de Guillermo Tell, pero no en una democracia. Los hay que aluden a la recurrente tradición, aduciendo que se trata de un resabio secular, de raigambre social y religiosa. Lo que, caso de ser verdad, sería fatal, porque, entonces, ediles y alcaldes estarían mofándose de la neutralidad confesional, como funcionarios públicos del Estado que son. Si como ellos mismos se consideran representantes del pueblo, aún se entiende menos que proclamen de forma exclusiva y excluyente la superioridad de símbolos y fetiches de una religión.
Una procesión religiosa debería estar organizada únicamente por el poder religioso de la ciudad que la solicita al poder civil, y solo debería presidirla su corte clerical: obispado, cabildo y clerecía correspondiente. El resto que voluntariamente asistiera a ella, tendría que ir a la cola sin distinciones de ningún tipo, ni que nadie se viese en la ominosa obligación de representar a nadie. Menos aún, ir junto al palio, como hizo madame Solano, consejera de Educación, en la procesión de Corpus Christi hace días en Burguete, aunque suponemos que lo hizo para protegerse del sol abrasivo.
En cuanto al uso de las medallas e insignias por parte de la camada municipal, aclaremos su enigma. Hubiera seguido siéndolo si Valentín Redín, jefe de Protocolo del Ayuntamiento, no se habría ido de la lengua contando su macabra trastienda en 1997 a un periodista de El País.
El 19 de abril de 1979, los 27 concejales del Ayuntamiento de Pamplona, elegidos el 3 de abril en las primeras elecciones locales democráticas, decidieron seguir con la tradición religiosa de la ciudad obviando que el Estado donde vivían ya no era confesional. Julián Balduz y su cuadrilla decidieron llevar puestos en las procesiones de gala, no solo el frac, sombrero de copa y bastón de mando, sino, también, la medalla de oro de la Corporación colgada al cuello. Y en la solapa del traje la insignia, igualmente de oro, y que era costumbre regalar a cada concejal en el momento de su toma de posesión.
Leyeron bien. Medallas de oro y no de cartón piedra dorado. Lo que significaba un pastón. Fue Valentín Redín y el joyero Pedro Bueno al unísono quienes propusieron al Ayuntamiento utilizar los dientes y las muelas de oro almacenados en la caja fuerte municipal, provenientes de los cadáveres del osario común. El argumento utilizado fue pragmático. ¿Qué sentido tenía guardar en una caja fuerte un kilo de oro sin darle una utilidad pública? Era una idiotez tener ese oro guardado muerto de risa, o de tristeza, quién sabe.
El socialista Julián Balduz fue quien requirió el presupuesto al joyero. Este aceptó encantado el encargo. El proceso de depuración y refinamiento de las muelas se llevaría a cabo sin dilación. Lo que eran lisa y llanamente prótesis dentales de oro, el joyero las convirtió en metal refinado. Según él, en otra cosa. Dejaron de poseer el ADN cadavérico que tenían en su esencia primera cuando estaban en la boca de los muertos.
La materia prima la puso el Ayuntamiento y el arte de la depuración, el joyero. Este cobró 15.000 pesetas por medalla y algo más de la mitad por cada insignia. Unas 23.000 pesetas de la época; hoy equivalen a 74.040 pesetas, los 440 € que cuesta la misma medalla de oro. Hecho el cálculo total del trabajo, se le pagaría en oro, es decir, en dinero negro. Probablemente, este oro lo utilizaría el joyero para fabricar anillos y pendientes que su clientela le requería, ignorante cabal de la procedencia del material con que estaban fabricados.
Durante la primera legislatura, un total de unas cuarenta o cincuenta medallas serían fabricadas mediante este sistema purgativo. Ni que decir tiene que las arcas del Ayuntamiento no se resintieron lo más mínimo.
Seguro que algún lector, llevado por su ímpetu ético y humanista actual, concite de forma equidistante lo que los alemanes hacían con los judíos en los crematorios. El joyero de Pamplona le respondería que tales actividades no guardan entre sí ninguna semejanza y que el buen fin que a él y a Redín los animaba justificaba con creces su trabajo: “El objetivo era completamente diferente. Los alemanes antes de meter a los judíos en las cámaras de gas les arrancaban las prótesis estando vivos. Incluso ocurrió en nuestra guerra civil”. Por tanto, “era mentira que el alcalde y los concejales lucieran medallas e insignias con oro de muertos”. Según él, “eran ya otra cosa. Oro del pueblo que volvería al pueblo a través de sus representantes”, terminaría por decir en 1997. “Y estaba bendecido por San Fermín”, le faltó añadir.
A pesar de la claridad conceptual de tales planteamientos maquiavélicos, los alcaldes posteriores, Jaime y Chourraut, no abrieron esa caja fuerte aurífera para fabricar más medallas e insignias. O, si lo hicieron, nunca transcendió a la opinión pública.
Decía Hermann Hesse que el artista antepone la estética a la ética. Y que por esta razón sacrifica lo que sea con tal de conseguir un buen soneto, una frase para la posteridad o una novela para obtener el Nobel o el Planeta.
¿Y los políticos? Dejemos que sea el propio lector quien deduzca las conclusiones a que pudiera dar lugar esta historia macabra, digna de un cuento de Ambrose Bierce. Eso, sí. No espere que los concejales y el alcalde decidan no lucir las dichosas medallas en la próxima procesión, aun sabiendo que proceden de la boca de un muerto. Ni, menos aún, que se inhiban de representar a la ciudad en un acto confesional, por mucho que traten de disfrazarlo de laicismo vaticano.
Firman este artículo: Víctor Moreno, José Ramón Urtasun, Clemente Bernad, Fernando MIkelarena y Txema Aranaz, del Ateneo Basilio Lacort