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Orígenes del Estado laico

Thomas Hobbes de Malmesbury

Es muy habitual decir que el laicismo tuvo su origen en la Revolución Francesa. Al mismo tiempo, dado el revisionismo actual sobre dicho acontecimiento, el término viene acompañado por una serie de descalificaciones, muchas de ellas tan injustas como falsas y descontextualizadas. Desde hace mucho tiempo, también hoy, el término se asocia con anticlericalismo y a sus partidarios se los califica como ateos, irreligiosos y antirreligiosos. En definitiva, se sostendrá que el huevo del laicismo lo incubó la Ilustración y fueron las revoluciones liberales, es decir, burguesas y nacionalistas, quienes rompieron su cascarón. Básicamente, esta es la cama procustiana interpretativa donde se acuestan las tesis sobre dicho término, alargándolas o acortándolas a gusto del consumidor. Decir que el laicismo es fruta podrida del XIX, gracias al elitismo del nacionalista burgués, suele ser habitual en los predios confesionales.

La finalidad de este planteamiento sigue siendo la misma: desprestigiar el concepto ab ovo y establecer que nada de lo que de él se deriva es bueno para la convivencia. Ejemplo depurado de esta perspectiva se refleja muy vienen el espejo de las encíclicas papales de Pío X, Pascendi Dominici gregis (8.9.1907), y la de Pío XI, Quas primas (11.12.1925), respectivamente.

En la de Pío XI se dice que “el laicismo es una peste”: “Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos”. No obstante, lo mejor del texto papal es que ofrece una síntesis histórica muy acertada de esta peste. Merece la pena retener sus palabras:

“Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios”.

Lo que no decía Pío XI es que el virus de esta peste se originó en el cerebro de filósofos y pensadores tan buenos cristianos y creyentes como su sacratísima eminencia, aunque sin el poder inestimable de gozar de la infalibilidad y de enviar mensajes telepáticos a la Providencia.

Marsilio de Padua (1274-1349) y T. Hobbes (1588-1679) fueron dos filósofos que ni fueron anticlericales, ni antirreligiosos, ni ateos. No oyeron hablar de la palabra laicismo, ni la nombraron en sus escritos. A pesar de ello, la mayoría de las cualidades apestosas que Pío XI atribuyó al concepto estaban en la obra Defensor de la Paz, de Marsilio, y en el Leviatán, de Hobbes. Seguro que, si ambos intelectuales hubieran tenido la desgracia de vivir en la época de la Inquisición, no lo habrían contado. Y con Pío XI hubieran sido excomulgados.

Para ambos filósofos, la clave de todo es que la legítima institución política, sea monarquía o república, no se basa en la revelación divina. Deriva del poder de la comunidad, excluyendo todo poder distinto del justificado racionalmente. Más a más, rechazan que la religión sirva como fundamento para apoyar el poder del sacerdocio. Este no es ningún poder, ni civil, ni religioso, ni político. Es un colectivo que solo sirve para enseñar su fe y esto con el permiso del Estado.

Nos han acostumbrado a hablar del poder temporal y del poder religioso como si siempre hubiera sido así. Dada la beligerancia eclesial mostrada en el terreno temporal, algunos filósofos como Ockham (1285-1347), el de la navaja, optaron por defender un dualismo potestativo, basado en unas relaciones amistosas entre el poder de la cruz y el poder de la espada. De hecho, fue lo que Iglesia y Estado han hecho a lo largo de sus andaduras paralelas, manejando la vida de los ciudadanos a su antojo.

Sin embargo, Marsilio y Hobbes se manifestaron, no solo en contra de estas relaciones amistosas, sino que negaron radicalmente que la iglesia tuviera o debiera tener poder político, ni arte ni parte en el gobierno de las ciudades. Veían una usurpación en el poder que se ejercía en nombre de la religión. El de Padua sostendrá que el poder del Papa y los obispos es “solapada usurpación de jurisdicción”, “invasión de competencias” e “insidiosa prevaricación”, En su obra, aludirá una y otra vez a la “usurpación del poder por el clero romano”. Hobbes pondrá la guinda de esta negación diciendo que “todo poder que los eclesiásticos asuman como derecho propio, aunque lo llamen derecho divino, no será sino usurpación”.

Es decir, no estaban a favor de armonizar ambos poderes. Al contrario, defendían rotundamente que el brazo eclesiástico estaba subordinado al poder civil, porque no era ningún poder. Para Marsilio, solo había un poder, el poder civil y “los conflictos nacen de creer que hay dos poderes”. En esto resulta taxativo: “No puede haber más que una autoridad, la civil, y su fundamento no es religioso, sino político”.

Hobbes añadiría que, por creer que existe un poder religioso por encima del poder temporal, “el titular de ese poder religioso se cree legitimado para suspender o revocar según su deseo todas las humanas ordenaciones y leyes”. Sin embargo: “No hay más gobierno en esta vida, ni Estado, ni religión, que los temporales. Si se cae en la trampa y se admiten dos fuentes de poder, habrá necesariamente facciones opuestas y de ello se seguirá la guerra civil, dentro del Estado, entre la Iglesia y el Estado, entre los espiritualistas y los temporalistas, entre la espada de la justicia y el escudo de la fe; y, lo que es más, habrá disensión, dentro de cada hombre, entre el cristiano y el hombre”.

Hobbes como Marsilio consideraba que “la distinción entre poder temporal y espiritual es mera palabrería”. Si se admite esta distinción, las consecuencias serán catastróficas, porque “si el poder civil debe sujetarse de algún modo al espiritual, quien tiene el supremo poder espiritual tiene el derecho de mandar sobre los principios temporales, y de disponer en sus medidas temporales subordinándolas a las espirituales, lo que resulta además de peligroso, ininteligible desde la identidad de la comunidad y de la autoridad civil”.

Tanto para Hobbes como Marsilio “el clero ha constituido siempre un peligro para la paz, por lo que hay que controlar el uso que hacen de la religión los sacerdotes, que son parte funcional del Estado”.

Son parte, y no un poder aparte.

A la vista de lo expuesto, no extrañará que la figura de Marsilio de Padua, probablemente el primer teórico del Estado Laico, fuese ninguneada y su pensamiento pasase a la cripta del más cruel de los silencios. En cuanto a Hobbes, se le recuerda como fundamento del absolutismo político y gran valedor de la violencia del Estado, pero poco o nada se quieren evocar sus “tesis laicistas”, que eran el cenit del pensamiento del propio Marsilio de Padua.

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