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Origen y marco de la revolución científica

El siglo XVII fue un siglo de progreso científico, el de Galileo y Descartes, Huygens, Leibniz y Newton, la consolidación de la universal ciencia moderna. Los estudiosos de esta época se preguntan por qué la revolución científica tuvo lugar entonces, y no antes o después, y por qué sucedió en Europa, y no en China o en el mundo árabe.

Y además se preguntan por el papel de la religión cristiana (y sobre todo la católica), imperante en Europa, en el desarrollo de esta explosión del conocimiento, plagado de conflictos que se han prolongado hasta la actualidad. Es lo que han analizado y discutido historiadores y filósofos de la ciencia en el congreso internacional Ciencia y Religión, de Descartes a la Revolución Francesa, en Santa Cruz de la Palma, convocados la semana pasada por la Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia.

Si la ciencia es la herramienta más poderosa de la civilización humana, no parece que pueda nacer por azar, pero curiosamente los expertos no se pusieron de acuerdo sobre su nacimiento entre los años 1550 y 1650. "Durante un largo periodo anterior se había dado una concentración altamente institucionalizada del conocimiento" recordó como posible razón Jürgen Renn, director del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia. "La herencia aristoteliana fue enriquecida por aportaciones que dieron lugar a una cosmovisión, [un modelo de explicación del mundo]". En China, por el contrario, existía muy poco conocimiento del mundo natural ya que la civilización se concentraba en la moral y la política. En el mundo árabe, el conocimiento científico y técnico se derivó a las aplicaciones.

"La revolución científico técnica de Galileo y Newton se asienta en una matematización de la naturaleza", aportó José Montesinos, director de la fundación, quien abogó por el papel del infinito como correa conductora entre el Dios cristiano, cuyos poderes y atributos son infinitos, y las matemáticas, que dieron lugar, entre otros desarrollos, al cálculo infinitesimal. Esta hipótesis no fue generalmente aceptada, ya que algunos de los presentes prefirieron fijarse en hechos concretos de aquella época, como el empuje militar para el desarrollo del conocimiento en la época de Galileo o incluso la explosión del conocimiento y los nuevos horizontes intelectuales derivados del descubrimiento de América. El hecho es que la desconfianza de un Dios omnisapiente deriva en una confianza en el dominio de la naturaleza a través del progreso que se va afianzando en los siglos siguientes, hasta tomar incluso tintes religiosos.

No es extraño que resulte fascinante para los historiadores una época en la que surgen los atomismos, la filosofía natural y la filosofía mecánica, entre otros movimientos, mientras la Iglesia católica intenta mantener el control de la ciencia a través del Índice de libros prohibidos, los tribunales de la Inquisición, el control de cátedras en la universidad y la declaración de herejías. Una época en la que los matemáticos son también teólogos (como Boyle y Newton), los científicos son religiosos que sermonean a los papas (como Bianchini) o filósofos (como Leibniz). En un tortuoso proceso, los que ahora llamamos científicos trataron de reconciliar, como creyentes que se declaraban en en su inmensa mayoría, sus experimentos y sus conclusiones con el papel preponderante de Dios en la naturaleza, como motor y origen de todo, en un ambiente efervescente de discusiones.

Un gran problema de aquella época era la reconciliación del saber con los accidentes eucarísticos (la presencia de Cristo en el pan consagrado), sobre los cuales el Concilio de Trento había fijado como doctrina la transustanciación. Sin embargo, la autoridad, en este caso la Iglesia católica, no siempre rechazaba por sistema todo lo nuevo, ni sus decisiones tenían un ámbito generalizado. Y, además, existían mecanismos para evitar los conflictos, aún a costa de frenar el desarrollo de la ciencia. El más importante era la autocensura: "Una de las formas más influyentes por las que se ejerce la autoridad", en palabras del estadounidense John Heilbron, prestigioso experto de historia de la ciencia.

Heilbron, de la Universidad de Oxford, repasó en Santa Cruz el ejemplo de varias figuras eminentes de la ciencia de su tiempo, entre 1650 y 1750, hoy poco conocidas. Es el caso de Francesco Bianchini, un experto en autocensura y disimulo que ocupó altos cargos en el Vaticano durante muchos años. Aunque llegó a publicar sus observaciones astronómicas sobre la superficie de Venus, en la portada hizo aparecer una esfera armilar del sistema venusiano con el centro vacío. De esta forma, al no poner ni el Sol ni la Tierra en el centro, evitó revelar el sistema planetario que prefería, pero también, según Heilbron, no hizo apenas contribuciones duraderas a la ciencia. Sin embargo, su maestro, Geminiano Montanari, que hizo aportaciones tan importantes como la descripción del movimiento de los cometas y una primera medida del tamaño de los átomos de plata, defendió abiertamente la filosofía mecánica y contribuyó a romper "las cadenas de Aristóteles" (en palabras del jesuita Giuseppe Ferroni)que todavía rodeaban los pies de los estudiosos.

A pesar de que Newton es una figura totémica de esta época y de toda la historia de la ciencia, objeto de miles de estudios, todavía da sorpresas, explicó Rob Iliffe, del Imperial College de Londres. El estudio de sus abundantísimos textos teológicos es muy reciente, porque se separaron de sus textos científicos y no se les dio importancia. De ellos se infiere que también era dado al disimulo, en este caso en el marco del protestantismo. Mientras en público era religioso, en privado era un herético radical, aunque no un ateo. Iliffe argumentó que Newton mantuvo sus trabajos en ciencia, en alquimia y en teología absolutamente compartimentados en los marcos de las diferentes tradiciones de la época y que distinguió entre unos y otros cuando, siguiendo los usos de la época, hacía uso de la retórica forense para probar sus argumentos. Al no encontrar en el ambiente de la filosofía natural -"una dama impertinente y litigiosa"-, la "asamblea juiciosa e imparcial" que pedía para juzgar sus trabajos científicos, se dedicó a la alquimia y la teología en la Universidad de Cambridge, hasta que su negativa a tomar las órdenes religiosas hizo que terminara en la ceca de Londres.

Una de las grandes polémicas de Newton fue con Leibniz, sobre la autoría del cálculo. La otra fue con el polifacético Robert Hooke. Leibniz era un filósofo que, como recordó Juan Arana, de la Universidad de Sevilla, se soñó papa de una iglesia ideal, que se hubiera parecido a las academias que llegó a fundar. Comenzó muy pronto en su ingente empeño por reconciliar la teología cristiana con una visión mecanicista de la naturaleza (la filosofía mecánica), que le apasionaba, explicó Daniel Garber, de la Universidad de Princeton. Su trabajo sobre las leyes de la reflexión y refracción de la luz le servían, por ejemplo, para demostrar la intervención de la sabiduría divina (la causa final) en la física.

El salto de aquellos conflictos y disimulos del siglo XVII a los conflictos actuales entre ciencia y religión no es demasiado aventurado. "En el reino de un papa actual estarían prohibidos los experimentos con células madre embrionarias", comentó Heilbron, quien se mostró partidario de que la religión organizada no tenga mucho que decir en el desarrollo social y cultural de la sociedad moderna, aunque matizó: "A la ciencia yo no le daría mi total y ciego apoyo".

Renn aseguró que el conflicto entre ciencia y religión es permanente, inevitable y necesario y argumentó que a la ciencia se le debe de exigir que sea una propuesta de vida a la altura de las que las religiones han aportado a la humanidad. La religión, señalaron otros expertos, está ahora en retroceso en los países desarrollados porque no admite nuevos conocimientos en lo que considera su núcleo. "La religión en la actualidad está ocupando los intersticios de la modernidad", comentó Francisco Díez de Velasco, de la Universidad de La Laguna. Se refería a la insatisfacción respecto a temas como la volatilidad de la ciencia, la muerte o las potencialidades humanas (el espejismo del superhombre), frente a la que se resalta nuevamente, como en el siglo XVII, las posibilidades de la ciencia para transformar el mundo.

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