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Orgullo y prejuicio

No parece que nadie elija su conducta sexual. En realidad no parece que nadie elija nada importante de su conducta, pero no quiero ponerte la cabeza loca. Nadie debería sentirse orgulloso de ser gay o de no serlo. Claro que comprendo el sentido estratégico de la palabra orgullo. Levantad la barbilla después de siglos cabizbajos. Pero buena parte de la comunidad gay hace de la diferencia la excelencia, asimilándose a catalanes y demás seres selectos: no hará falta que te recuerde hasta qué extremos comerciales ha llegado el famoso ripio de la incomparable sensibilidad homosexual. La práctica homosexual sigue siendo una conducta de riesgo. En las teocracias el riesgo es la propia vida y la profundidad de ese riesgo se percibe con la analogía principal: no se puede dejar de ser homosexual, como no se puede dejar de ser judío. Obviamente no solo los homosexuales corren riesgo en las teocracias; también, por ejemplo, los cristianos. En el mundo libre el riesgo homo no suele ser de muerte, por más que en Orlando un presunto homosexual disparara, no se sabe si contra los suyos o contra los que no quería reconocer como suyos, contra los hispanos, contra los infieles o contra todo lo que se movía. En el mundo libre la homosexualidad puede ser causa de discriminación, a veces insidiosa. Tampoco en este punto los homosexuales son singulares. Hay criminales capaces de darle un puñetazo a un gay por serlo; aunque también en lagay friendly ciudad de Barcelona a uno le pueden golpear y escarnecer en la calle por apoyar a la selección española de fútbol. Es meditable que en estas sociedades atrasadas se haya llamado salir del armario al hecho de declararse antinacionalista.

Los últimos en salir del armario puramente gay en España y en todo el mundo han sido y son los hombres y mujeres de derechas. Quizá se deba a la influencia del catolicismo y a la extensión derivada de que la derecha es más propensa al convencionalismo social, sea dicho esto último sin elogio ni crítica. La salida de la gente de derechas tiene un plus de valor que recuerda al de los cristianos comunistas o al del cineasta español de derechas, que hay uno, aunque grande. Elestablishment gay español, sin embargo, ha mirado siempre con displicencia a sus criaturas derechistas, tal vez porque su misma existencia prueba el carácter inexorable, al margen de cultura, ideología o voluntad, de la conducta sexual. El pelaje mayoritario de ese establishment considera que ser gay es ser más y que por tanto no se puede ser menos, es decir, de derechas. Este fondo -de armario- es el que actúa sobre el veto al PP que disponen los organizadores de la juerga gay de Madrid. Juerga y veto que la presidenta Cifuentes, por cierto, ha encarado según costumbre: dejándose querer por la acera de enfrente lo justo para recordar que ella es del PP, pero más. Es interesante este uso de la palabra veto, animalito que en la España política, desde el pacto del Tinell hasta el orgullo gay, pasando por Albert Rivera, está reservado al PP. Vetar es una palabra del ámbito jurídico que lleva incluido el derecho a hacerlo. Para que este derecho se extienda fuera de lo jurídico es precisa una superioridad distinta de la ley, que es la superioridad moral. El veto al PP desplaza lo gay de la condición humana a la ideología. Un movimiento realmente orgulloso de sí mismo tendría que incluir en su seno a esos mal informados que descartan que el sexo sea una construcción social. O incluso a los deshauciados gays que quisieran curarse y volver el año próximo al Orgullo pero de público. Eso es, por ejemplo, lo que hace la democracia con los populistas que quieren destruirla. Por el contrario, los orgullosos imitan al buen papa podémico que vetó a un homosexual para embajador de Francia en el Vaticano. La fe ejecutándose fuera de sus ámbitos. Es decir, teocracia.

Esta actividad excluyente de los orgullosos resulta aún más llamativa a la luz y al ruido de la juerga que organizan desde hace años por las calles de Madrid. En este punto no funciona la analogía católica. Y debería: no se comprende por qué el orgullo gay se expansiona en pleno centro de Madrid en vez de utilizar el poético aeródromo de Cuatro Vientos, como hace el Papa cuando se reúne con la sana juventud. Claro que hay algo seductoramente perturbador en la toma de la calle. La caravana gay toma Madrid con el mismo reflejo, ya sé que con otras consecuencias, de aquel Fraga-la-calle-es-mía. Pero la calle no es de nadie, sutileza democrática que permite que sea de todos. No se acaba de ver por qué los vecinos del centro de Madrid deben soportar desde el jueves atascos espesos, cambios en 60 líneas de transporte y machacantes pruebas de sonido en razón de la juerga privada de un colectivo. El centro de las viejas ciudades es un escenario maravilloso para montarte tus películas, pero es mejor para todos que sucedan en el territorio de la imaginación. En la realidad hay demasiados intereses contrapuestos, uno por ciudadano, apróx. Tomar el centro de las ciudades para cualquier fiesta del tipo sexual, deportivo, taurino, pirotécnico o religioso supone siempre un acto de fuerza. En el caso gay esta fuerza incluye la exclusión. A diferencia de Las Fallas o San Fermín, dos ejemplos españoles del altercado entre masa y ciudadanía, el Orgullo es una fiesta ideológica, con sus vetos y vetas. Parece evidente que antes del desfile nuclear las fuerzas Lgtb habrán tenido que desalojar de sus casas a todo personal ciudadano vinculado con el PP, lo que incrementa hasta un punto exponencial las molestias.

Pero, en fin, ve y disfruta. Este año, además, no habrá límite para tus aullidos porque la alcaldesa Carmena, sus labores, ha aumentado el nivel de los decibelios tolerados segura, por la magufería normativa de la izquierda, de que basta la ley para que no se rompan los tímpanos. Su entregada complicidad me obliga a exigirla urgente separación entre Iglesia y Estado.

Pero tú, sigue ciega tu camino

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