Algunos hechos recientes relacionados con la tramitación de leyes en el Parlamento español o con conflictos aparecidos en algunas localidades de Cataluña han puesto de manifiesto la intervención de personas que podríamos denominar autoridades religiosas, obispos en unos casos e imanes en otros. Esta situación ha generado polémica y confusión. Me gustaría aportar una reflexión al respecto.
La Constitución vigente deja muy claro que el Estado español es un Estado laico, que no rechaza la religión, pero que separa claramente la esfera religiosa de la esfera civil. Hay países en que esto no es así, países con regímenes teocráticos o Estados confesionales, en los que la máxima autoridad es una autoridad religiosa y cuyas leyes y normas derivan en último término de la doctrina contenida en un libro religioso. El modelo de laicidad español es el que, desde hace más de un siglo, comparten la mayoría de los países europeos, sin que ello signifique que no se respete el papel de la religión en la vida de las personas ni se mantengan por ello símbolos civiles, normas sociales y manifestaciones culturales de origen religioso. Pero, en cualquier caso, las normas de convivencia y sobre todo las leyes tienen un carácter civil y un origen democrático.
Esta realidad hay que aplicarla con serenidad a los dos fenómenos que he citado al principio. Empiezo por los obispos. No es rechazable que la jerarquía católica exprese juicios sobre temas de la vida civil que tienen implicaciones de fe, ya que el Evangelio es más que un libro religioso. Estas expresiones y recordatorios pueden y deben ayudar a los ciudadanos a formar sus criterios y a completar sus opiniones sobre su propia interpretación del mensaje de Jesucristo. Las orientaciones que ofrece la Iglesia a sus miembros, y a toda persona que las escuche, son elementos a tener en cuenta a la hora de configurar con plena libertad la conciencia de cada uno. Pueden ser una ayuda útil para conformar los criterios personales. Pero lo que los obispos no pueden hacer es, de forma tajante y dogmática, imponer un criterio y obligar a una conducta determinada, y menos aún amenazando con represalias. Estos comportamientos son contrarios a la libertad que el propio Evangelio atribuye a las personas y suponen una grave confusión entre acompañamiento pastoral y disciplina jerárquica. Dicho de otro modo, es querer convertir la Iglesia, que es una comunión de fieles, en una estructura de poder.
Cuando esta coacción se ejerce interfiriendo en los procesos democráticos, y muy concretamente en la elaboración de leyes, se convierte en un procedimiento indirecto para volver al Estado confesional. No es lo mismo que tener a un ayatolá como líder supremo, pero es querer conseguir que unos puntos de vista, en algunos casos acertados pero no mayoritarios, se impongan a toda la sociedad.
Algo muy similar, en algunos casos más grave, ocurre con algunos imanes cuando coaccionan a sus seguidores con conductas que infringen las leyes civiles del país que los acoge para mantener reglas y costumbres derivadas de sus creencias. Creo que hemos de ser enormemente exigentes en el respeto a la pluralidad, no solamente admitiendo, sino también valorando la riqueza que supone la convivencia en una sociedad compleja como la que va siendo Cataluña, complejidad y pluralidad que por cierto ya vienen de lejos y que se están acelerando tanto en cantidad como en diversidad. Por ello hay que tener claro que la integración no se puede orientar en términos de uniformizar. La única uniformización que es necesaria es la que corresponde a la condición de ciudadano, es decir, tener todos los mismos derechos civiles y las mismas obligaciones. Sea cual fuere el origen, la cultura o la religión, todo ciudadano catalán debe poder exigir los mismos derechos (ni más ni menos) y tiene que aceptar que se le exijan las mismas obligaciones. Dicho de otra forma, el derecho a la diversidad tiene un límite, el cumplimiento de las leyes civiles del país de acogida, y en especial de aquellas que tienen que ver con la dignidad de todos los hombres y mujeres.
Es comprensible que estos principios sean más difíciles de aceptar para personas procedentes de países con un modelo de Estado todavía confesional, pero es uno de los esfuerzos que hay que pedir a los nuevos ciudadanos y todavía más a sus dirigentes religiosos.
Joan Majó es ingeniero y ex ministro.