Hay que cambiar la mentalidad, después de años de adoctrinamiento. No es fácil.
Samar Fatany me espera sonriente junto al ventanal de Amara, una cafetería de moda en Yeddah. Solo que, como mujeres, no podemos sentarnos en el salón principal, ni en la terraza. En Riad, los establecimientos públicos conminan a las mujeres a la “zona de familias”, una parte cerrada en la parte trasera. En esta ciudad, más moderna, suavizan la segregación enviándonos al piso de arriba. En realidad, ninguna de las dos debiéramos estar aquí sin nuestro mehram, el tutor legal que toda mujer debe tener en Arabia Saudí.
“No entiendo por qué el rey es tan reacio a enfrentarse a los fundamentalistas [que defienden ese sistema]; necesitamos que las autoridades religiosas hablen en contra de ello, pero quienes lo apoyan son aún muy poderosos”, me confiará cuando ya hayamos apurado nuestros cafés.
Antes, tenemos que ponernos al día. Hace 25 años que conocí a Samar, cuando en mi primer viaje a Arabia, visité los estudios en Yeddah de la Radio Nacional Saudí. Sigue ocupándose de la programación en inglés, además de avanzar la causa de la igualdad con conferencias y libros. “Vengo de una familia de diplomáticos y desde siempre he tenido que explicar mi religión y mi país”, admite.
Tras vivir con sus padres en Turquía y Malasia, “dos modelos de país islámico avanzado”, estudió Ciencias de la Información en la Universidad de El Cairo, donde se impregnó de la “animada vida cultural egipcia” de la época. Al regresar, no podía quedarse de brazos cruzados en casa. Así llegó a la radio, donde se convirtió en la primera mujer oficialmente contratada por el Ministerio de Información, en un país en que, con excepción de maestras de niñas y médicos, las mujeres no podían trabajar y aún tienen prohibido conducir. También allí conocería a su marido, el periodista Khaled Al Maeena.
“A finales de los años setenta [del siglo pasado], Arabia Saudí era un país diferente”, explica. La revuelta de La Meca de 1979 fue el punto de inflexión. “El cambio se produjo poco a poco, pero fue muy deprimente. Lo peor vino en los noventa. Nos sentimos marginadas, impotentes, incapaces de marcar ninguna diferencia”, añade.
Triunfó una visión rigorista del islam y la sociedad, con raíces en el Najd, la región central de Arabia, muy alejada de la mayor diversidad religiosa y étnica del Hijaz o de la Provincia Oriental. Desde entonces, se reforzó la segregación de sexos, la intolerancia de otros credos (incluida cualquier rama del islam que no siga el wahabismo) y una educación sectaria que ha dejado a toda una generación sin preparación útil para el mundo profesional.
“El daño de los últimos 30 años no va a desaparecer de golpe. Va a llevar tiempo. Hay que cambiar la mentalidad, después de años de adoctrinamiento. No es fácil. No puedes llegar y decirle a la gente de repente que todo lo que han aprendido está mal”, reflexiona. “No va contra el islam el que las mujeres conduzcan, trabajen o muestren la cara”, defiende. “La única forma de influir es dar ejemplo; necesitamos mujeres en cargos públicos”, concluye.
Samar Fatany
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