Respuesta al artículo de Víctor Bermúdez: El lugar de la religión en la educación laica
«La escuela no es, en fin, el lugar en el que los alumnos reciben aquello que sus padres quieren que les sea enseñado, sino el lugar en que ganan un espacio de libertad y emancipación frente a ellos. Nadie puede dudar del derecho de los padres a educar a sus hijos, pero tampoco nadie debería confundir esto con el derecho a la Educación de los niños».
Atendiendo al artículo publicado por mi amigo Víctor Bermúdez Torres el pasado día 20 en este periódico, sobre el lugar de la religión en la escuela, tengo sentimientos encontrados. Por una parte, es de alabar la valentía con que un supuesto rival intelectual de la religión -digo esto por ser Víctor un filósofo, que se opondría por definición al filodoxo religioso- consigue hilvanar un discurso racional y desapasionado frente a un tema que muchas veces se deja arrastrar por corrientes ideológicas muy exacerbadas. Víctor ha mostrado claramente cuáles son los puntos problemáticos que cabe tratar para dar solución a un conflicto demasiado alargado en el tiempo y manoseado por nuestros responsables políticos.
Pero por otra parte, me siento confundido con sus argumentos y conclusiones finales, quizá más atrevidas y osadas que simplemente valientes.
En esto, como en tantas otras cosas, haríamos bien en escuchar a los profesionales, por un lado, y a los interesados, por el otro. Un primer acercamiento al tema puede hacerse desde el punto de vista de quien comparte esa doble función. Los filósofos somos los profesionales de la educación por antonomasia -desde un punto de vista histórico y académico, frente a los igualmente cualificados pero más recientemente llegados pedagogos- y además somos también interesados, en la medida en que nuestras relaciones con la religión son dialécticas tanto en lo antitético como en lo sintético. Por ello, creo que podemos contribuir a centrar el debate antes de dar paso a los verdaderos afectados: docentes, padres y alumnos, a quienes en ningún caso puede excluirse del mismo.
Víctor -decía- ha puesto sobre la mesa muchos aspectos que debieran tratarse en torno a la inclusión de la religión en la escuela, aunque en mi opinión las respuestas que ha dado son aceptables unas, y como mínimo matizables otras. Dado que nuestra herramienta es la palabra, pasaré a discutir con el autor cada una de ellas.
Lo público y lo privado
Asegura Víctor con razón que el debate en torno a la religión en la escuela es una cuestión sobre laicismo, y que aun siendo éste un concepto complejo, debiera tratarse sólo en sus aspectos más básicos para no incurrir en discusiones bizantinas. Sugiere que nos centremos en la idea de separación entre Iglesia y Estado y en el asunto sobre la injerencia política de la Iglesia en ámbitos públicos, dado que ni el más beligerante de los laicistas parece poner en cuestión el hecho de que no debemos inmiscuirnos en los asuntos religiosos del ámbito privado. Aunque estas consideraciones son prudentes y mesuradas, no me parece que todos los laicos puedan reconocerse en el retrato que de ellos hace Víctor. La mayor parte de los que yo conozco son bastante más moderados de lo que el artículo sugiere, y por lo general suelen ser mucho más racionales que emocionales, frente a una actitud que peca de un ligero desequilibrio pasional en los círculos religiosos. Claro que todo esto son percepciones personales que aquí no debieran tener cabida.
Sin embargo, vuelve a acertar Víctor en su afirmación de que la relación público-privada es una abstracción poco clara. Tanto acierta que hasta él mismo parece no matizar algunos aspectos de esta relación, excesivamente compleja y por tanto resbaladiza.
En este sentido, acepto el argumento de que lo público pueda «expresar la suma compleja de los intereses privados y de los principios acordados entre todos», y que con ello, sería pernicioso prohibir las manifestaciones públicas de religiosidad popular, máxime cuando éstas se hallan insertas de un modo patente en nuestra cultura y cuando hay una gran cantidad de gente que las asume en el ámbito privado. Es innegable, añadiría yo para darle la razón a mi compañero, que la religión ha calado y conformado de tal modo nuestra cultura, que resultaría absurdo negar ese aspecto sin renunciar algo esencial de la misma: nuestro sistema jurídico está basado entre otras, en la idea de culpa y arrepentimiento; nuestra asamblea -sea o no de fieles- tiene su origen en el término griego ekklesía, y ésta marca el comunitarismo católico alejándose del individualismo protestante. Nuestras concepciones antropológicas más mundanas responden, por lo general, al dualismo platónico-cristiano del alma/mente y cuerpo. Incluso nuestras caracterizaciones metafísicas sobre el tiempo pueden tener un correlato religioso, según uno las interprete desde el punto de vista lineal o cíclico.
Pero esto no debe dejar de hacer notar que la mayor parte de esos conceptos han sido secularizados (desmagificados en palabras de Max Weber) y ya no tienen un sentido religioso. También, que como se ha visto, religión, paganismo y laicismo se entremezclan en la noche de los tiempos sin que quede muy claro quién origina qué concepción o doctrina, estableciendo una suerte de sincretismo político en el que cada cual aprovecha lo que puede del otro. Este aprovechamiento mostraría que en última instancia lo que se busca es un avance social basado en la continuidad cultural e histórica, sin que haya una preeminencia de un ámbito sobre otros.
Sin embargo, la relación entre lo público y lo privado no puede circunscribirse a la suma e interacción cultural de intereses supuestamente neutralizados por la secularización histórica. Esta relación debe tener en cuenta que gran parte de las manifestaciones humanas tienen un carácter político, y este carácter debe ser regulado y en contadas ocasiones, prohibido.
Víctor ha obviado, quizá por razones de espacio, que las manifestaciones religiosas no tienen una intencionalidad puramente exhibitoria, sino que además hacen proselitismo: son publicitarias, más que públicas, esto es, buscan adhesionespolíticas, traspasando los ámbitos de la mera exhibición formal. El mito religioso, además de su carácter cultural e histórico, tiene unas funciones cosmológicas, metafísicas, antropológicas y sociológicas, y éstas no serían desdeñables de no ser porque están diseñadas para reforzar una función moral y política muy concreta.
No hay que ir muy lejos en el tiempo para comprobar cómo el Cardenal Cañizares ha respondido públicamente a un anuncio que no es de su agrado con una manifestación religiosa de desagravio a la Virgen que va más allá de lo puramente estético. Es decir, ha movilizado a sus fieles para hacer una demostración de fuerza espiritual… y política.
Como he sugerido, nada de esto parece problemático, dado que nuestro ordenamiento jurídico garantiza el derecho de manifestación, pero creo que es un absurdo pretender que no existe el sentido político de la exhibición pública. Para mí, un acto de fe como el de la Virgen de los Desamparados o el asalto a la valla del Rocío puede ser un espectáculo folclórico llamativo y absurdo, pero para un creyente es algo más: es una demostración de adhesión y fervor. Del mismo modo, una pintura religiosa o una catedral exhibidas públicamente, tienen un sentido estético y artístico, pero también, un carácter religioso y por tanto, político.
El problema al que se enfrentan los laicos -con razón a mi entender-, es al de laregulación -que no a la prohibición- de estas manifestaciones políticas, no al hecho de que se exhiban. Creo que se coincidirá conmigo en que estos actos, amparándose en el hecho de la exhibición cultural y artística, pretenden camuflar la -legítima por otra parte- expresión política, de manera que no se someta a las reglas que cualquier otra manifestación de este tipo.
Si nuestro ordenamiento jurídico prohíbe la propaganda en jornada de reflexión o la publicidad engañosa; si a nuestra ética le repugna la manipulación periodística, la financiación irregular o ilegal de los partidos políticos o la política del miedo… ¿Por qué se permite a los religiosos hacer exhibición pública incontroladajurídicamente de manifestaciones políticas basadas en la idea de salvación o condena eternas? ¿por qué recaudar dinero sin dar cuentas a hacienda? Es más, ¿Por qué no se permite hacer profesión pública de ateísmo o agnosticismo autorizando manifestaciones de este tipo?
Yo se lo diré: no suelen autorizarse porque «ofenden» al sentimiento religioso.
¿Alguien puede negar que hay un desequilibrio político en la exhibición pública de las creencias?
Es decir, como sugiere Víctor -y con él la mayor parte de los laicos, no nos engañemos-, resulta absurdo prohibir la exhibición pública de los actos religiosos, pero si en algo tienen razón estos últimos, es que las exhibiciones públicas de carácter religioso tienen una carga política intrínseca, y ésta no está regulada.
Por otro lado, es cierto que muchas manifestaciones artísticas o culturales tienen una intencionalidad política, pero éste es un carácter sobrevenido: una corrida de toros -sea esto cultura o no lo sea- hoy día tiene carga política. Un grafiti o una performance pueden tenerla también. Sin embargo, toda manifestación religiosaes política en su esencia: busca una adhesión de fieles, una reafirmación en la fe o lo que es peor, una condena moral de los no afiliados.
Asumiendo como hemos asumido que lo público sea la «suma compleja de los intereses privados», habría que matizar que muchos de estos son contradictorios y excluyentes, y que los «principios acordados entre todos» están precisamente para regular esas exclusiones y contradicciones. Existe una asimetría en esta suma o en su regulación, y la parte ventajosa, de momento, cae del lado de la confesionalidad, porque la falta de regulación responde al miedo que genera el saber que muchos religiosos votan en conciencia -moral y política- según los intereses de su confesión.
Este es el problema que nos lleva a la educación, y no es un problema menor.
Religión y confesión, Política y partidismo, Educación e instrucción.
La educación es un tema muy serio, y ni siquiera nuestra Constitución duda de que los padres puedan inculcar a sus hijos sus valores si así lo desean. Incluso pueden exigir -aunque esto me parece una dejación de responsabilidad por su parte- que otros se los inculquen por ellos. Así, pueden enviar a sus hijos a catequesis para que el que sabe de doctrina los adoctrine o pueden afiliarlos al Partido Comunista o al Partido Popular por la misma razón.
Sin embargo, creo que apunta a una mala comprensión de lo que es la educación permitir o siquiera sugerir que un religioso imparta religión en la escuela pública porque es el que sabe, del mismo modo que resultaría chocante que el miembro de un partido diese clase de política. Démonos cuenta de que no es lo mismo hablar de Política y Religión (en mayúscula y en general) que de política partidista y religión confesional. Lo último es sólo un caso concreto, parcial y tendencioso de lo primero. En el caso de trasladarse al ámbito educativo, sería una instrucción o adoctrinamiento, no una educación. Para mí son cosas muy distintas y creo que para Víctor también, aunque esta distinción no quede muy clara en su artículo.
En mi opinión educar es -atendiendo a la etimología- dar la posibilidad deconducirse a uno mismo, siendo protagonista de su propio proceso vital, gracias alalimento intelectual que nos proporcionan otros. En filosofía tenemos otras palabras para esto: emancipación, y sobre todo, autonomía.
Si proporcionamos a un alumno los medios, las herramientas y las capacidades mediante -esto es inevitable- la información y la práctica, para conseguir emancipación y autonomía, entonces tendremos a una persona educada, es decir, libre.
El problema es que esa información puede estar contaminada de política -como dijimos del caso de los grafitis, las corridas de toros o las performances– y esto Víctor lo dice muy bien, aunque en mi opinión quizá haya pecado por exceso a la hora de señalar la carga política o doctrinaria de algunos saberes.
Es cierto que determinadas maneras de impartir la historia, la literatura, la filosofía o incluso la ciencia pueden ser tendenciosas. Víctor y yo hemos tenido ocasión de discutir sobre la naturaleza de los dogmas y axiomas que sostienen estas disciplinas en otro lugar. Esta es una discusión abstrusa que no cabe retomar ahora para decidir sobre la veracidad de los mismos. Baste señalar en este sentido que asumir que la diferencia entre la racionalidad de los axiomas o los dogmas sólo es una cuestión de grado en su fundamento, nos conduciría al relativismo -o al escepticismo- y la melancolía: nada tendría entonces un fundamento racional absoluto y en última instancia sería lo mismo hablar sobre la Santísima Trinidad que sobre la geometría euclidiana.
Los filósofos hace tiempo que hemos intentado eludir el problema irresoluble del fundacionalismo, y por eso no me parece justo utilizar las paradojas a las que conduce para sustentar una postura epistemológica y educativa.
Para explicar un poco cómo puede justificarse la preferencia de unas disciplinas sobre otras, creo lícito señalar que aun teniendo carga política, la historia está sometida a crítica, la ciencia está sometida a crítica y la filosofía es ella misma esencialmente crítica. Las «verdades» de la ciencia, la historia y la filosofía son revisables según una serie de criterios objetivos -en tanto que aceptados intersubjetivamente- establecidos por los historiadores, los científicos y los filósofos, que se vigilan constantemente entre sí, conscientes de la posible utilización política de estas «verdades». No creo que haya nada más racional que emplear la razón crítica como método y como procedimiento, sin entrar a hablar sobre si sus «fundamentos» son racionales. El movimiento se demuestra andando, no comprobando si el suelo es firme.
Por ello, más que el «qué» de estas tres disciplinas, es el «cómo» lo que deberían aprender los alumnos para educarse, no contentándose con asumir dogmas o axiomas que se inculquen memorística y acríticamente, como se hace en las confesiones religiosas.
Claro que aquí puede objetarse que ninguno de esos métodos críticos se enseña en puridad en las aulas -excepto claro está, en clase de filosofía- sino que por lo general se imparten una serie de saberes positivos que el alumno memoriza y de los cuales al final no extrae nada en claro. Pero esto, que en realidad es una mala praxis de docentes particulares que no han interpretado bien los objetivos de nuestras últimas leyes educativas, no puede servir para justificar que se haga igualmente en clase de religión. Lo que se hace mal debe corregirse, no tolerarse y aumentarse.
Abundando en la misma idea, el hecho de que un conjunto de «sabios» decida qué debe impartirse en el sistema educativo responde, curiosamente, a la misma idea que Víctor atribuye a la idoneidad de que sea un religioso quien imparta religión, pero aquél conjunto de sabios tiene un plus de legitimidad sobre éste porque -de nuevo atendiendo a las leyes- su interés no es instructivo, doctrinario o formativo, sino emancipador: «Consolidar una madurez personal y social que les permita actuar de forma responsable y autónoma y desarrollar su espíritu crítico», dicen la LOGSE, la LOE y hasta la LOMCE. Se trata del «cómo» y no del «qué». Se trata de que esos «sabios» decidan cómo mediante la impartición y la práctica de los saberes positivos, se adiestre en el uso de las capacidades y no sólo de los contenidos, para que el alumno pueda alcanzar con ellas la autonomía.
Creo que es absurdo negar a estos «sabios» el carácter de especialistas cualificados aludiendo a un supuesto «despotismo ilustrado», en primer lugar porque aunque puedan estar equivocados sobre el detalle de cómo y qué deba impartirse, están seguros de cómo y qué es lo que no debe impartirse : las actitudes totalitarias y acríticas, así como la ideologización y el adoctrinamiento o la pura y simple memorización de los contenidos. Y en segundo lugar porque precisamente son aquellos que abogan por la inclusión de la religión confesional en las aulas los que se comportan de manera despótica: no han consultado a nadie excepto a sí mismos y a las autoridades religiosas a la hora de tomar esta decisión.
Sin embargo el problema más importante con respecto a lo anteriormente mencionado es tan sencillo como éste: en la religión confesional no hay «verdades» revisables, sino Verdad indiscutible y dogmática, y por tanto, no se educa, sino que se adoctrina en ella para fijarla indeleblemente. Como creo haber mostrado en un artículo anterior en este mismo periódico, este es el verdadero problema de la inclusión de la religión en la escuela: el acriticismo, la reivindicación de la obediencia y la negación de la autonomía.
El propio Víctor reconoce implícitamente que la religión no debe impartirse en ciclos de primaria e infantil, y esto es así porque sabe del poder de fascinación de la religión y de la bisoñez crítica de los alumnos jóvenes, no lo suficientemente educados en el «qué» de las disciplinas científicas, históricas y filosóficas. Debo darle la razón en que disciplinas críticas ayudarían a modular el nefasto acriticismo religioso-confesional. El problema es que muy probablemente el 90% de los alumnos maduros ya no asumirían los dogmas que tan alegremente aceptaron en su infancia, y esto no gustaría a los responsables confesionales.
A modo de conclusión diré que no se debe hacer política partidista o religión confesional en las aulas, y no porque como sugiere Víctor la ciencia, la filosofía o la historia carezcan de rasgos políticos, que los tienen, sino porque perteneciendo a la esfera práctica de la razón, la moral religiosa y la política partidista generan cambios inmediatos y no siempre reflexivos en lo sociológico. Esta inmediatez no la poseen asignaturas como la ciencia o la historia, que sólo muy tardíamente tienen un reflejo concreto en la esfera de lo social.
La importancia del hecho religioso en la educación de nuestros hijos
Sin embargo, sí estoy de acuerdo con Víctor en que debe impartirse Religión y Política en las aulas, aunque no por el hecho de que también se imparta educación física o música, un argumento verdaderamente débil: la educación física es educación del cuerpo (contribuye al conocimiento de su alcance y límites, como gustamos de decir los filósofos) y la música educa el oído y muchas otras cosas como el ritmo y la inteligencia matemática. Estas asignaturas forman parte de una educación integral y sería absurdo sacarlas del sistema. Sin embargo es dudoso que los padres consintieran en que se formara a sus hijos sólo en fútbol o sólo en reggaetón, por muy mayoritarios que fueran éstos entre las preferencias poblacionales. Este sería el mismo caso de instruir a los niños en una confesión religiosa exclusiva.
Tampoco me parece un argumento propio de un filósofo el de la apelación a la Unión Europea. Que muchos países impartan religión no quiere decir que sea bueno o correcto hacerlo. Por la misma regla de tres debiéramos excluir la filosofía del sistema educativo. Esto es una variante sutilizada de la falacia ad populum.
Si estoy de acuerdo en que se imparta Política y Religión es porque son elementos culturales vastos e importantísimos en nuestra sociedad y ayudan a comprenderla. Pero estos elementos deben conocerse desde un aspecto analítico y crítico, no simplemente dogmático. Ha de ser el profesorado de historia o de filosofía el que los imparta, puesto que su asignatura tiene una visión global y no interesada del innegable hecho religioso. También puede impartirse como contenido transversal en cualquier otra asignatura: a nadie se le escapa que San Juan de la Cruz o Teresa de Jesús son literatos importantes o que Galileo y Darwin tuvieron que hacer frente a serios conflictos religiosos que deben ser explicados para una mejor comprensión de sus teorías.
Naturalmente, todo docente debe prescindir de su opinión personal al respecto, del mismo modo que yo dejo mis preferencias por Aristóteles frente a Platón a un lado cuando doy clase. Como he sugerido antes, es responsabilidad de los padres el inculcar valores morales o religiosos. Los filósofos debemos contentarnos con hacer a nuestros alumnos reflexionar sobre ellos.
Esto contribuiría a un mejor conocimiento de la cuestión, porque paradójicamente, cuando hablo a mis alumnos sobre las características religiosas de nuestra sociedad -características que incluyen grandes avances éticos y políticos- suelen ser los de religión los más ignorantes sobre esas cuestiones.
Contribuiría esto también a eliminar ese proceso de extrañamiento según el cual cada persona adoctrinada en una confesión religiosa tiende a ver las otras manifestaciones sagradas como ajenas e incluso como rivales o enemigas, dado que las compara con la suya desde una postura partidista. Esto sin duda mejoraría nuestras relaciones sociales y ayudaría a comprender la universalidad del hecho religioso, particularizado sin embargo en cada cultura gracias a azarosos avatares puramente históricos.
La escuela no es, en fin, el lugar en el que los alumnos reciben aquello que sus padres quieren que les sea enseñado, sino el lugar en que ganan un espacio de libertad y emancipación frente a ellos. Nadie puede dudar del derecho de los padres a educar a sus hijos, pero tampoco nadie debería confundir esto con el derecho a la Educación de los niños. El Estado debe garantizar la posibilidad de la realización de lo público en determinados lugares, estimulando las capacidades humanas para lograrlo. Esta función se realiza sobre todo en la escuela pública. No puede haber una injerencia privada en la misma, del mismo modo que no puede haberla de lo público en lo privado. La enseñanza religiosa confesional debe permitirse, pero no institucionalizarse, para no violar este principio.
Espero que Víctor haya coincidido conmigo en que, como en todo, el diablo (o Cristo) está en los matices.
ÁNGEL VALLEJO. PROFESOR DE FILOSOFÍA Y DIRECTIVO DE LA RED ESPAÑOLA DE FILOSOFÍA