«La plebe no debe recibir educación. Pues si sabe tanto como yo, me desobedecerá en la misma medida en la que ahora me obedece». Catalina la Grande, zarina de Rusia.
A fines de los setenta del pasado siglo mantenía una relación amistosa en París con un inmigrante magrebí a quien guié por el laberinto administrativo de la reunificación familiar con su segunda esposa y los hijos que tuvo de ella, objetivo alcanzado, si mal no recuerdo, en 1980. Sus tres vástagos de nacionalidad francesa son ahora: cuadro de una empresa multinacional (la hija mayor); otra licenciada en biología; y un joven estudiante de ingeniería industrial. Los dos hijos de la mujer de la que se divorció antes de emigrar siguen en Argelia pese a los esfuerzos de mi amigo por traerlos también a Francia. Ambos abandonaron sus estudios en la escuela pública. trataron de dar el salto a Europa pero fueron devueltos a su país y allí permanecen sin trabajo ni expectativas de cambio, como centenares de miles de hitistas (aguantaparedes) abandonados a su suerte.
Este caso resume de modo gráfico el resultado de las derivas sucesivas de un proyecto político que fue en sus orígenes laico y democrático hacia una dictadura militar y un régimen de partido único responsables del hundimiento de Argelia en la autocracia y el subdesarrollo. La eliminación cuidadosamente planeada de cuantos líderes sustentaban dicho plan en sus inicios abrió en efecto las puertas a una ideología retrógrada que desembocaría más tarde en el oscurantismo islamista y la guerra civil de los años 90.
Está a la vista de todos el despifarro ocasionado por la fallida política de industrialización a la soviética, la ruina de la rica agricultura legada por los franceses, la compra disparatada de armamento que acentúa la dependencia de Argel con respecto a las potencias que lo suministran y favorece la corrupción de la nomenklatura militar a expensas de una economía sostenible y de un programa coherente de inserción de la juventud en el proyecto de reconstrucción nacional. Pero lo más grave es sin duda el desmantelamiento del sistema educativo heredado del poder colonial -sistema laico que convenía preservar, una vez purgado de sus resabios eurocentristas- y en la manipulación ocultativa de la compleja identidad argelina (árabo-bereber-francesa) en nombre de un araboislamismo excluyente que desterró o acalló las voces críticas de los intelectuales laicos (Mohamed Harbi, Kateb Yacine, etcétera).
En su busca de una legitimidad que su golpismo le vedaba, Bumedián protagonizó, bajo un discurso progresista de fachada, una política de arabización forzada que, sin mejorar el nivel de conocimiento de la lengua clásica, arruinó la enseñanza del francés y, por obra de los profesores reclutados en Egipto y otros países de Oriente Próximo, sembró las semillas del radicalismo ideológico del Frente Islámico de Salvación y del Grupo Islámico Armado. La legitimidad que buscaba se inscribía en verdad en la vieja tradición del recurso a la religión por los gobiernos autocráticos, esto es, la cultura de la sumisión a la autoridad, la rehabilitación de creencias y costumbres patriarcales anacrónicas, el retorno a un dogmatismo que inmoviliza las energías creadoras y la capacidad reflexiva de quienes lo soportan.
Como en pasadas épocas de nuestra historia, la educación fue reemplazada por el adoctrinamiento, el pensamiento crítico por la memorización de los textos sagrados. Filosofía, ciencias, lenguas extranjeras decayeron en las escuelas públicas hasta crear un yermo propicio a todos los extravíos doctrinales. Paralelamente a tan vertiginoso salto atrás, los miembros de la clase dirigente responsables de él, enviaban a sus hijos a estudiar a Francia o Norteamérica en un ejemplar ejercicio de cinismo que revelaba el propósito de perpetuar las diferencias entre la población sumida en la ignorancia y una casta hábil en el manejo de las técnicas y conocimientos destinados a perpetuar su dominio.
Obviamente, dicha evocación del hundimiento del sistema educativo argelino no se limita ni mucho menos a éste sino que vale para el de casi todos los países árabes y musulmanes, independientemente de las particularidades y rasgos especificos que distinguen a unos de otros. En los años setenta y ochenta del pasado siglo la arabización e islamización de la enseñanza destinadas a frenar la "amenaza marxista" rebajaron dramáticamente el nivel de humanidades tanto en Marruecos como en Túnez. En otros Estados la situación es peor: el índice de escolaridad es mucho más bajo. Los ejemplos de tal regresión son contundentes: en la nómina de las 200 mejores universidades del mundo publicada en 2010 por el U.S. News & World Report no figura ninguna del ámbito árabe. El resultado es desolador y exige una severa autocrítica. Como dijo el muftí bosnio Mustafá Ceric, a quien entrevisté en Sarajevo durante el asedio: "Los musulmanes han usado y abusado del islam para ocultar sus errores".
Si de los maleficios del petróleo del Magreb pasamos a los de Oriente Próximo, comprobaremos que si bien Argelia dispone hoy de 155.000 millones de dólares de reservas de divisas y de 48.000 millones de euros del Fondo regulador de ingresos -datos conocidos por los jóvenes que expresaban su cólera contra el desempleo y la falta de viviendas-, dichos maleficios son con todo muy inferiores a los que acumulan en sus arcas las teocracias del Golfo. Sus delirantes presupuestos militares -Estados Unidos vendió a Arabia Saudí, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos aviones, misiles balísticos y escudos de defensa antiaérea por valor de 90.000 millones de euros a lo largo de 2010- muestran a las claras sus prioridades políticas: "cortar la cabeza a la serpiente" antes de que Irán se haga con el arma nuclear. El contraste entre los gastos armamentísticos y suntuarios de los monarcas y jeques del área y el mediocre nivel educativo de los jóvenes es más que chocante. Los estudiantes de segundo grado obtienen resultados muy bajos en ciencias y matemáticas sin contar con su ignorancia de unas humanidades proscritas de las escuelas y campus universitarios. Pese al elevadísimo producto nacional bruto procedente del petróleo y sus derivados energéticos, los Estados de la Península Arábiga no disponen de un número suficiente de jóvenes cualificados y deben recurrir a millares de inmigrantes de India, Malasia y Singapur.
Una incentiva comparación histórica entre los actuales descendientes de los beduinos adeptos del wahabismo y nuestros cristianos viejos, entre la España del siglo XVI y las petromonarquías de hoy no está fuera de lugar. Como observó sir Richard Burton en la magnífica evocación de su peregrinaje a La Meca y Medina los menestrales y comerciantes de las ciudades santas del islam eran forasteros y ningún hijo de aquellas, escribía, aceptaría por nada del mundo oficios tan despreciables y bajos. Sus palabras se ajustan como vitola al habano a los prejuicios de nuestros hidalgos respecto al comercio y los trabajos manuales propios de los judeoconversos y de los moriscos. El orgullo castizo del linaje y la sangre limpia de toda mezcla o mancha se corresponde también con el prejuicio ancestral que veda al beduino contraer matrimonio con la hija de un artesano. "Como los castellanos -prosigue Burton, que desde luego no había leído a Américo Castro-, los beduinos consideran que el trabajo humilla a cualquiera fuera de los esclavos".
Si saltamos del siglo XIX a comienzos del XXI, la comparación -aproximativa como todas las comparaciones- contiene numerosos puntos de contacto que inducen a la reflexión. Sustituyamos el oro de Indias por el petróleo y al hidalgo por el beduino enriquecido de hoy y veremos que si el metal amarillo transitaba por la Península para acabar en gran parte en Génova y los Países Bajos, los maleficios del oro negro se acumulan en los bancos americanos, suizos o británicos: cuando Sadam Husein invadió Kuwait para adueñarse de sus depósitos de "monedas fuertes" sólo el 13% de los mismos se hallaba en el emirato. Si el oro servía en España a la construcción de iglesias y palacios, las ganancias procuradas por los hidrocarburos se destinan a la financiación de madrazas y mezquitas, no sólo en el mundo islámico sino también en Europa, y a la edificación de residencias suntuosas para los jeques y emires petroleros en Londres, París, Marbella o Casablanca. Ni en un caso ni en otro, el maná surgido del suelo se utilizó ni se utiliza en responder a las apremiantes necesidades de los pueblos en materia de educación. El 47% de los árabes son analfabetos y la mezcla explosiva de ignorancia, frustración y conciencia de la injusticia de la que son víctimas es el caldo de cultivo del actual terrorismo yihadista.
Lo ocurrido en la pasada década desde el monstruoso atentado del 11-S abre un periodo de turbulencias inéditas en la historia reciente de los pueblos de Oriente Próximo. Si la respuesta a la política israelí en los Territorios Ocupados de Palestina, al genocidio de los musulmanes bosnios y al aplastamiento del pueblo checheno por las botas del Kremlin venía cantada, cuanto sucede hoy introduce un elemento nuevo y más nocivo en la barbarie que se extiende por la región. La multiplicación de atentados suicidas contra las comunidades chiíes de Irak y Pakistán y el acoso a los cristianos de Irak y Egipto establecidos allí antes de la llegada del islam revelan hasta qué punto el sectarismo doctrinal y la regresión de los valores cívicos y educativos en la mayoría de Estados arabomusulmanes se vuelve contra los principios religiosos que predican de puertas afuera y constituyen un poderoso obstáculo a la aceptación en su ámbito de la validez universal de la democracia y de los derechos humanos, incluidos en primer lugar los de la mujer.
El temor y pusilanimidad del núcleo identitario araboislámico y su anclaje en la evocación de un pasado glorioso le inducen a negar el valor de la diversidad, del interculturalismo y la ósmosis. La labor esclarecedora de los marroquíes Abdellah Laroui y Mohamed Ábed Yabrí, del egipcio Naser Abú Zaíd, del argelino Mohamed Arkoun o el tunecino Hichem Djait choca por desgracia con el muro de una tradición teológica -en realidad de un discurso ideologizado- que ignora o rechaza los avances del pensamiento y las ciencias: "no creas en lo que ven tus ojos, cree en lo que te contamos". Los desastres acumulados a partir del inhumano régimen de apartheid israelí en Gaza y Cisjordanía y de la criminal destrucción de Irak sirven de coartada a un inmovilismo que perpetúa el estancamiento educativo y el desarrollo humano tanto en Oriente Próximo como en el Magreb.
La revuelta cívica tunecina que culminó en el derrocamiento de Ben Ali se ha convertido en el faro esperanzador que ilumina todo el espacio que se extiende del Atlántico al Golfo. Los pueblos han comprendido que pueden ser dueños de su destino gracias al modesto vendedor de frutas cuya inmolación galvaniza hoy las energías de millones de árabes que a través de Internet, teléfonos móviles y canales de televisión por satélite rompen su anterior aislamiento y expresan su cólera contra unas gerontocracias que les niegan la dignidad y el trabajo.
Juan Goytisolo es escritor.