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Vivimos en una sociedad dominada por un fanatismo religioso e ideológico, que no deja lugar al razonamiento sensato, alejado de fervores y polarizaciones, también en las Olimpiadas.
Fue un espectáculo alabado y criticado, dentro y fuera del país. Ya saben, me refiero a la ceremonia de apertura de los JJ OO de París del pasado viernes. Poco importa si me gustó más o menos, que me gustó, porque los espectáculos, como cualquier manifestación artística, pueden gustarte o no, total o parcialmente. Pero fue un espectáculo arriesgado y rompedor porque era la primera vez que salía de un estadio olímpico. Estaba concebido para verlo en televisión, ¡Claro! París se dividió en múltiples escenarios con una alfombra central, el Sena, y los y las parisinas fueron espectadores directos en algún momento de las más de cuatro horas de duración. Se salió del espacio cerrado y se apostó por un espacio abierto a la ciudadanía y a la ciudad. Léanlo también como un homenaje a los y las parisinas que han sufrido durante meses los contratiempos de las obras de acondicionamiento necesarias para recibir estas olimpiadas. Una ceremonia para el pueblo en clara alusión a los logros que supuso la revolución.
Fue también una ceremonia cargada de simbología, cuya importancia radica, entre otros, en el momento histórico y político que vive Francia. Y aquí es donde quiero centrar mi análisis. Cuál fue mi sorpresa cuando a las pocas horas de acabar la ceremonia, las redes ardían con duras críticas. De entre todas, me voy a centrar en dos: la ceremonia era acusada de ser abiertamente anticlerical -se mofaba del cristianismo- y de misógina por la excesiva presencia de colectivos LGTBI+ y dragqueens, y también por mostrar la cabeza decapitada de Marie Antoinette y no la del rey. Intentaré responder a las dos.
Dice Voltaire: «Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable» y eso es lo que pasó. Vivimos en una sociedad dominada por un fanatismo religioso e ideológico, que no deja lugar al razonamiento sensato, alejado de fervores y polarizaciones. Respecto a la acusación de mofa del cristianismo, el director Thomas Joly ha aclarado que no se inspiró en la última cena y que se trataba de una bacanal. Pero lo de menos es saber si se trataba de Jesucristo o Baco, lo preocupante es: ¿Qué nos ha pasado como sociedad para que, a las pocas horas de la retransmisión, hordas de personas furibundas e indignadas aludan a la mofa a la religión católica? ¿Qué ha pasado para que, en lugar de ver una bacanal, la religión haya entrado de lleno en nuestro imaginario a modo de escándalo y censura? No hemos aprendido nada del fanatismo de las religiones que a lo largo de la historia de la Humanidad han hecho derramar tanta sangre. Volvamos a Voltaire: ¿Qué contestar a un hombre que reconoce amar a Dios sobre los hombres y que, por consiguiente, espera merecer el cielo degollándote? Y aunque fuese una parodia de la última cena como ha ocurrido a lo largo de la Historia del Arte con innumerables ejemplos, ¿dónde queda el derecho a la parodia? La libertad de expresión en el Arte es sagrada, nunca mejor dicho, y como creyente que soy la reivindico. Si no te gusta un cuadro, no lo mires; si no te gusta una canción, no la cantes. Me remito a Rousseau: «Tienes que pensar como yo para salvarte. He aquí el horrible dogma que asola la tierra». Francia es un país que hizo su Revolución -con sus imperfecciones y limitaciones- y no se avergüenza de ello; guillotinó a sus reyes en nombre de la Liberté, Égalité, Fraternité, y es el único país de Europa en aprobar en 1905 una ley sobre la laicidad que no sólo reconocía a todas los cultos por igual, sino que separaba Estado y religión; qué mejor motivo para reivindicar la libertad de expresión en el arte. El pasado lunes, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, contestaba así a las críticas de los obispos: «Francia es un país de libertad, libertad sexual, libertad religiosa, libertad para mofarse o caricaturizar». ¿Dónde queda el espíritu de Las Luces, la laicidad, la libertad de creer o no? Todo se esfuma cuando entra en escena el fanatismo.
No comparto que fuera un espectáculo misógino. Es la primera vez que una ceremonia que se retransmite mundialmente dedica un lugar protagonista a la sororidad, un concepto relativamente moderno, acuñado por el movimiento feminista y aún desconocido para una parte de la sociedad. Se puso así de relieve a diez estatuas de mujeres -el deseo de Anne Hidalgo es que permanezcan en el Sena- que a lo largo de la Historia de Francia han sido pioneras y tanto han aportado a la emancipación de las mujeres; desde Olympe de Gouges quien en la Revolución francesa reivindicó los derechos de la mujer y de la ciudadana, e hizo pública la denuncia de las condiciones de la esclavitud en las colonias, hasta Simone Veil a la que le debemos los derechos para acceder a los tratamientos anticonceptivos y su pionera ley de interrupción voluntaria del embarazo. De las diez, al menos tres fueron declaradamente anticolonialistas -Louise Michel y Gisèle Halimi- y esto también es simbólico. ¿Dónde ven la misoginia? No comparto las críticas al exceso de transexuales y dragqueens porque mi apuesta por una sociedad inclusiva es sin excepciones. Tampoco comparto quienes ven misoginia en la reina degollada. Fue una revolución que se hizo desde el pueblo contra la aristocracia y el clero. Tal y como suena la canción: «Ça ira, ça ira, les aristocrates on les pendra!», se guillotinó al rey y a la reina como símbolos del absolutismo, independientemente de su sexo y la figura de la revolución fue Marianne, el rostro de mujer que simbolizaba la revuelta del pueblo.
No se trataba de un discurso político ni de un reflejo de la sociedad francesa -lamentablemente queda mucho por hacer- sino de una creación artística que ha conseguido, como algún artículo resalta en la prensa francesa, reconciliar dos tendencias en auge y diametralmente enfrentadas entre sí en la Francia contemporánea: por una parte el universalismo de corte revolucionario heredado de la Ilustración y por otra, el denominado ‘wokismo’, que viene del término ‘woke’ (despierto en inglés), un movimiento que nace en los ámbitos de la izquierda y que llama a tomar conciencia de las desigualdades sociales y del racismo.
Por ello y para acabar, me gustaría destacar algunos detalles que han pasado desapercibidos. Las primeras personas que aparecen en pantalla son Zinedine Zidane y el actor francés de origen marroquí Jamel Debbouze. El primero no necesita presentación; el segundo es un actor que ha encarnado en la pantalla muchas películas, algunas de ellas sobre el pasado colonial francés. Y esto tampoco era gratuito. Fue un guiño a toda una población de origen africano que es por derecho francesa, aunque no se la reconozca como tal. Porque Francia no es sólo un territorio europeo, Francia no es sólo blanca, no es sólo cristiana, es multicultural y ya lo era en la época de la revolución. Por ello, mucha población joven ha valorado que actuara el cantante Sofiane, de origen argelino y representante de Francia en Eurovisión, el rapero de origen argelino Rim’K, o la cantante de origen maliense Aya Nakamura quien, además de una auténtica diva, es una representante de los suburbios de París ya que sufrió las críticas de quienes la acusaban de no cantar en francés porque no la entendían, al reflejar en sus canciones la jerga de los suburbios. El hecho de verla actuar junto a la guardia republicana frente al Instituto francés y la prestigiosa ‘Académie Française’ es una imagen de empoderamiento que ha dejado boquiabierto a un país que vive con desazón el auge de una extrema derecha como fuerza más votada; una fuerza que está volcada en el universalismo blanco de la Francia republicana y que practica un racismo institucional sin complejos.
Hubo de todo, luz, música, colorido, diversión, parodia; se rompieron los códigos y se rindió homenaje a la cultura francesa. Cuatro horas dieron para mucho, qué menos que para un debate.