Como era de esperarse, la comisión de Justicia del Congreso –como lo iba a hacer, qué duda cabe, el Pleno después– archivó el proyecto de ley para despenalizar el aborto en casos de violación sexual.
En verdad, era impensable suponer que se iba a convencer a los representantes de la mayoría religiosa del país de que tomasen una decisión sustentada en el principio del Estado laico, de que una cosa son las libertades civiles y otra los mandamientos religiosos.
No es un tema racional el que está en juego y será inútil, por ello, denunciar las múltiples sinrazones desplegadas para rechazar este proyecto, que no son distintas a las que se aprecian cuando se habla de la unión civil o el matrimonio homosexual, o la provisión del Estado de mecanismos anticonceptivos.
El camino para lograr estas conquistas igualitarias debe ser otro. Acá no vamos a ver a congresos libertarios, como los de Chile o Irlanda. En el Perú, este tipo de reformas va a tener que provenir de una decisión del Ejecutivo, particularmente de un presidente comprometido con la causa y al que no le asuste enfrentarse a la claque conservadora que domina este país y tenga el temple para imponer su peso político sobre el Legislativo.
Hasta en eso, dicho sea de paso, Ollanta Humala es una decepción. Rendido, con rosario en la mano, ante el cardenal Cipriani, desde la campaña electoral quedó demostrado que el suyo iba a ser un régimen esclavo del incienso y la púrpura.
Quienes promueven la despenalización del aborto para los casos referidos o el matrimonio gay, son minoría, pero ya no insignificante. Lo que corresponde es que hagan sentir su voz y sobre todo su voto a la hora de elegir al nuevo presidente y a los congresistas.