Según cuenta la historia, hace unos dos mil años en Galilea y Judea, colonias del Asia Menor, vivió un predicador que puso en marcha una tremenda conmoción. Se trataba –según relata la crónica, siempre incompleta y fragmentaria– de un carpintero judío que por un largo período estuvo preparándose en las sombras y que a la edad de 30 años comenzó su prédica. Prédica que consistía, básicamente, en el llamado al amor por el prójimo. Este judío, siempre según las historias que nos han llegado hasta el día de hoy, fue construyendo un movimiento cultural-espiritual con su llamado al amor, a la fraternidad y a la solidaridad que terminó transformándose en una seria afrenta al poder imperial de Roma. Tan grande fue la subversión que despertaron sus discursos en sus seguidores posteriores que ese movimiento –llamado cristianismo– se convirtió en un peligro de lo que hoy podríamos llamar "seguridad nacional" para la Roma de aquel entonces. Así las cosas, el César en persona, Constantino el Grande para el caso, tomó cartas en el asunto tratando de neutralizar esa fuerza político-cultural contestataria que venía surgiendo en el seno del imperio. Hablar de igualdad en el medio de una sociedad esclavista altamente segmentada, con clases sociales inamovibles, era un agravio intolerable. Por eso los primeros seguidores de ese "predicador loco", este judío harapiento que recorría los desiertos llamando a "poner la otra mejilla", fueron brutalmente reprimidos, perseguidos, transformándose en alimento para los leones en el circo. Pero no hubo mejor solución para neutralizarlos que comprar a su dirigencia. Y eso fue lo que se hizo en el Concilio de Nicea, en el año 325.