La gente se reunía en torno a la mesa como una celebración de la familia; hoy la celebración se ha quedado en la mesa, es decir, en la glotonería. Antes la gente se congregaba en una ceremonia de media noche para celebrar el nacimiento de la luz; hoy se congrega también, pero la luz que celebra es la de las tiendas, y la ceremonia de media noche la ofician los esperpentos de la televisión.
Recibo felicitaciones y no entiendo por qué. Seguramente quienes me las formulan repiten un antiguo gesto cuyo contenido hace tiempo que desapareció. La gente se felicitaba antes por el tiempo nuevo que propiciaba el solsticio de invierno. Era la alegría por renacer de la oscuridad. Pero ahora la oscuridad no existe. O quieren hacernos creer que no existe. Y la felicidad que nos desean es postiza, como la del payaso que ríe aunque todo se haya hundido a su alrededor.
Ahora que hemos destruido los mitos, no deberíamos dejar que, en su nombre, se instalaran los impostores. No llamo a dejar de comprar de modo absoluto. Sería ridículo. La comida y los regalos tienen su simbología. Llamo a que las compras no sean el fin último; que la felicidad de comprar no sustituya a la felicidad de vivir.
En Un cuento de navidad, ese maravilloso relato de Dickens, el espíritu navideño vence al materialista Mr. Scrooge. En la actualidad, es Mr. Scrooge quien ha vencido al espíritu navideño. Hemos abandonado el vivir por el tener. Y el espíritu de la navidad yace enterrado como las ciudades milenarias.
Nuestros ilustrados no han aprendido aún hasta qué punto son necesarios los mitos, y por eso no han sabido alumbrar una navidad pagana que neutralice la navidad de los mercachifles.
Una navidad pagana subrayaría los impulsos de solidaridad que circulan atenuados durante el resto del año; derribaría, al menos simbólicamente y a modo de un impulso irrefrenable, las barreras de la riqueza, de los países, de las religiones, para señalar hasta qué punto somos todos iguales; propiciaría un recogimiento en nosotros mismos y un balance de nuestras vidas… Y, para ello, debería acuñar ceremonias y mitos nuevos que nos rescataran de los falsos seductores. Una noche sin televisión, por ejemplo. Despojarse para dar, en lugar de llenarse para reventar. Más actos colectivos de apoyo a los sentimientos altruistas. Menos luces artificiales y más luz interior. Más compañía y menos soledad dorada. Más palabras y menos petardos.
Todo antes que este enajenamiento en el que los mensajes sabios son sustituidos por los apelativos interesados de los anuncios, los cantos de alegría por los altavoces edulcorados de los comercios, la reunión en el hogar por los restaurantes ruidosos, la reflexión personal por los cotillones, la ilusión por los objetos, el misterio y la belleza por los anuncios de cava.
Comprendo que haya quienes odian la navidad. Al menos esta navidad. Tanta alegría sin contenido produce una inmensa tristeza. Es como una danza medieval, en la que todos bailan para olvidar la peste que está a punto de llevárselos. Triste navidad ésta. Navidad estúpida.