El dichoso «asunto de Cataluña» nos ha demostrado una vez más que quien trata de someterse al criterio racional corre el riesgo cierto de ser acusado de no respetar la identidad y los sentimientos de la nación tal o cual. La nación, como Dios, parece otorgar a la existencia de las personas una trascendencia a la que siempre acompaña una fuerte emotividad.
Permitámonos, no obstante, disfrutando de las mieles intelectuales del librepensamiento y de que aún gozamos de libertad de expresión en este nuestro país, aplicar el análisis racional a los nacionalismos y mostremos así los fallos del discurso que los justifican; empezando por el que a mi modo de ver es el fundamental: el error categorial en lo profundo de su arquitectura conceptual que ni se atisba en la refriega política pública, tan temerosa de abandonar la superficie de las creencias y opiniones, que lucen tan bien bajo el fulgente sol igualador que es en nuestros días el dogma del respeto indiscriminado a todas ellas, y que cabalgan incontenibles a lomos del desbocado corcel de las redes sociales. En efecto caemos en el sinsentido –como ya advirtiera el recién fallecido filósofo Jesús Mosterín– cuando a una nación (¡o territorio!) atribuimos una identidad unitaria basada en una lengua o historia más o menos mítica. El pueblo se convierte en un animal metafísico, con existencia propia al margen de las personas, que fagocita la heterogeneidad y el derecho a la diferencia de todos y cada uno de los ciudadanos concretos. Así, se dice de un ente abstracto lo que sólo tiene sentido decir de individuos, y se habla con pasmosa naturalidad de los sentimientos del pueblo tal o cual, o de su derecho a decidir, cuando derechos y sentimientos son únicamente atribuibles a seres humanos de carne y hueso. Ellos son los que recuerdan, los que otorgan significados a las cosas dotando de sentido sus existencias como miembros de un colectivo. Al atribuir propiedades al sistema entero que corresponden sólo a sus componentes (los ciudadanos) incurrimos en error categorial. Es indiscutible, no obstante, que cada uno de nosotros piensa y siente a partir de una cultura; precisamente es por ello que hay que poner mucho cuidado en la dieta con la que nutrimos nuestros encéfalos, para lo que se hace indispensable el enfoque escéptico que nos permita indagar sobre los poderes de influencia del grupo y sus contenidos culturales.
Ahora bien, el hecho insoslayable es que los nacionalismos, a pesar de su tan poco sólida base teórica, constituyen fuerzas de un enorme poder movilizador según testimonia la historia. Ese poder no es de origen racional, sino que proviene de nuestra psique más primitiva. De nuevo coinciden con las religiones en esto, pues el mecanismo explicativo es el mismo y hunde sus raíces en las primeras relaciones cognitivas y afectivas del niño, que no comprende lo inanimado y lo abstracto. En origen, pues, la base evolutiva sobre la que se construye el pensamiento del adulto es de naturaleza animista y personalista; por eso –como tan certeramente advertía el filósofo ya mencionado– «la tendencia animista o personalista puede permanecer soterradamente en nosotros como una tendencia residual, espontánea y cargada de emotividad. El animismo (o personalización de lo inanimado e impersonal) se aplica tanto a las fuerzas de la naturaleza, tratadas como dioses, como a las abstracciones sociales, tratadas como personas, como los nacionalistas hacen con las naciones». En esto consiste en esencia lo que el filósofo Bertrand Russell llamaba facultad mitogenética. La nación es uno de sus productos, híbrido de frivolidad lógica y primitivismo psíquico que también cuenta con una importante dimensión cultural.
Reconociendo que el nacionalismo pudo ser útil en un momento histórico dado, cuando en el siglo XIX había que dar con una fuerza aglutinadora de voluntades capaz de llevar a los individuos a la culminación exitosa de empresas colectivas en pos de objetivos beneficiosos para todos, en el mundo actual es un anacronismo romántico que ya ha probado suficientemente su letal poder destructor en forma de dos guerras mundiales; una prótesis ideológica obsoleta que impide el camino hacia un horizonte histórico muy diferente del que alumbró su nacimiento. En el actual contexto de la ineluctable globalización hay que exigirle al Estado que todo no gire en torno a la cuestión identitaria y que no tenga una concepción excluyente y estática de la misma.
José María Agüera Lorente. Profesor de Filosofía
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