Dar visibilidad a una prenda implica invisibilizar a quien la lleva
La polémica sobre el velo islámico vuelve al debate al hilo de la prohibición delburkini en algunas playas francesas.
Nuevamente una prenda es capaz de desestabilizar la identidad de una nación, pues al igual que sucedió con el velo, el burkini aparece ante la opinión pública como objeto extremista que encarna al islam en sí mismo. Su mero uso se considera un gesto político consciente de reivindicación y desafío. La libertad de llevarlo queda restringida no por lo que esta prenda significa para las mujeres (nadie les ha preguntado), sino por lo que las autoridades han interpretado como un medio de provocación.
El resultado, como siempre ocurre con estos debates, es que dar visibilidad a una prenda implica invisibilizar a quien la lleva, su propia voz. Aunque aquello que se representa como “la amenaza” es un burkini, lo que en realidad se acaba por excluir del espacio público es a la mujer que lo lleva. No importa que de las doce prácticas culturales que más frecuentemente provocan conflictos interculturales en nuestras sociedades (matrimonio, uso de prendas, etcétera), siete de ellas conciernan específicamente a mujeres. El debate no gira en torno a ellas, sino al binomio islam/secularismo, nosotros/ellos, Oriente/Occidente, que ayuda a reforzar nuestros clichés; por ejemplo, que un cuerpo cubierto por un velo es un cuerpo oprimido. Cuando pensamos en ellas lo hacemos bajo la ecuación de que una mujer tapada, velada, es una mujer dócil, sumisa, que necesita ser salvada.
En realidad estas mujeres no son sujetos de debate, sino objetos que sirven para devolver a Occidente la imagen de su propia identidad o una idea de igualdad como lo mismo: si hombres y mujeres son iguales, entonces las mujeres no deberían llevar velo. La paradoja es que al hacer esto vulneramos la base de nuestras concepciones éticas. Como aquella según la cual ninguna persona puede ser instrumentalizada para ningún fin. Pero ¿a alguien le importa qué es lo que ellas piensan? Sus voces se pierden en un debate en el que desde una posición paternalista, tanto autoridades religiosas como sacerdotes laicos indican lo que es mejor para ellas. Quizás si cuidáramos su autonomía, ya se cuidarían ellas de decidir por sí mismas