En el siglo XIX la cuestión educativa y la universalización de ésta generaron una intensa polémica entre la Iglesia y los Estados católicos. El Papa Pío IX para frenar el laicismo firmó concordatos con diversos estados católicos por los que éstos reconocían el derecho exclusivo de la Iglesia a dirigir las escuelas seglares y parroquiales: los más importantes fueron los concluidos con España en 1851 y con Austria en 185595. En España apenas hubo divergencias, aunque los liberales se resistieron a tan extrema atribución de la autoridad papal. Pese a los concordatos el anticlericalismo era creciente en muchos países de Europa. Esta situación se intensificó cuando el mismo pontífice promulgó en 1864 la polémica Syllabus, documento por el cual el Papa Pío IX condenaba el liberalismo y racionalismo y proclamaba la infalibilidad papal. Esto suponía la autoridad coercitiva moral del Vaticano y en muchos países se extendió la resolución de los estados de refrenar la autoridad de la Iglesia. La reacción fue lenta, pero continuada y así Francia, en 1882, universaliza la educación primaria convirtiéndola en obligatoria para niñas y niños; poco después, en 1886 lleva a cabo la sustitución de los maestros religiosos por laicos, hasta que en 1904 se prohíbe por ley a todas las congregaciones la dirección de las escuelas.
El modelo francés sirvió de referencia para los países que, como España y Portugal, eran de credo católico. Así en Portugal, en 1910 el nuevo gobierno republicano separó la Iglesia y el Estado. En el caso español, la reacción fue mucho más lenta debido al dominio absoluto de la Iglesia. Ésta se oponía a la extensión de la alfabetización pública y a la educación general de las niñas; apoyaba el analfabetismo basándose en el argumento de que las personas ignorantes no se verían expuestas a doctrinas heréticas, liberales o socialistas, y permanecerían así en «estado de gracia». A finales del siglo XIX y en la primera década del XX el esfuerzo por reformar la educación española corrió a cargo de la Institución Libre de Enseñanza. Bajo la influencia de Giner de los Ríos, intelectuales españoles asistieron a diversos congresos mundiales de educación que fueron fuente de ideas nuevas. Se comenzó a constatar que el laicismo sería imposible sin la mejora de la educación, sobre todo en el sexo que la presentaba de manera más deficiente. Así pues, mientras las mujeres siguieran tuteladas por la Iglesia los esfuerzos hacia el laicismo serían vanos. Sin embargo, la educación de las mujeres, si bien aceptada entre los sectores liberales, socialistas y librepensadores, mantenía la aceptación de una ley natural para las mujeres: su misión reproductora.
En las tres primeras décadas del siglo XX el Vaticano contemplaba con horror los vientos de secularización y propuestas educativas nuevas que iban restándole protagonismo educativo en Europa y América. En su intento por atajar el laicismo, el Papa Pío XI promulga en 1929 la encíclica Divini illius magistri en defensa de la misión histórica de enseñar de la Iglesia: «la misión de la educación corresponde, ante todo y sobre todo, en primer lugar a la Iglesia y a la Familia, y les corresponde por derecho natural y divino, y, por lo tanto, de manera inderogable, ineluctable, insubrogable». En la encíclica se denunciaba también como error la coeducación «por partir del naturalismo negador del pecado original». La iglesia vaticana censuraba la coeducación por alimentar una deplorable confusión de ideas, por permitir la convivencia promiscua de los dos sexos en una misma aula y avalar la idea de una igualdad niveladora de los dos sexos. Para la iglesia la doctrina de la coeducación era perniciosa para la educación de la juventud cristiana porque
el creador ha ordenado y dispuesto la convivencia perfecta de los dos sexos solamente en la unidad del matrimonio, y gradualmente separada en la familia y en la sociedad. Además, no hay en la naturaleza misma, que los hace diversos en el organismo, en las inclinaciones y en las aptitudes, ningún motivo para que pueda o deba haber promiscuidad y mucho menos igualdad de formación para ambos sexos.
El miedo a la coeducación será en definitiva el miedo a la emancipación de las mujeres, tal y como afirmaría el mismo Papa Pío XI en la encíclica Casti Connubi. La emancipación de la mujer «es corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar doméstico del custodio que lo vigila aiempre». Por ejemplo, en España la coeducación sería abolida en 1936 con clarificadores mensajes como éste:
con la supresión de esta inmundicia moral y pedagógica que se llamaba «coeducación» hemos dado el primer paso hacia una verdadera formación de la mujer… En primer lugar, se impone una vuelta a la sana tradición que veía en la mujer, la hija, la esposa y la madre, y no la «intelectualada» pedantesca que intenta en vano igualarla al varón en los dominios de la ciencia; «cada cosa en su sitio» y el de la mujer no es el foro ni el taller… sino el hogar, cuidando de la casa y de los hijos…, poniendo en los ocios del marido una suave lumbre de espiritualidad y de amor.
Resuenan bastante fuertes los argumentos del Papa Pío XI, eso sí, con nuestra peculiar forma castiza de convertir los argumentos en exabruptos. La universalización de la educación y que ésta contemplara a las mujeres en pie de igualdad con los varones era, en definitiva, una amenaza a la familia. La igualdad separaría a la mujer de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y a la producción. Peligraría, con ello, la misma estructura familiar, y su ley fundamental de procreación y educación de la prole, establecida y confirmada por Dios. La lógica católica discurría a través de supuestos puramente misóginos: si «la mujer» es una criatura impulsiva y poco racional eduquemos sus sentimientos, su corazón, para que llegue con un conocimiento suficiente a su fin natural, que es el matrimonio, y para alejarla de vindicaciones igualitarias pues éstas cuartean la estabilidad y honor de la institución familiar al orientar a las mujeres a un quehacer extradoméstico. El objetivo será construir una feminidad que se acerque a Dios por necesidad de su conciencia y que no use a Dios como pretexto para conseguir posiciones más o menos bastardas o cuando menos terrenales. La única necesidad de las mujeres es cubrir las necesidades materiales y morales de la familia. El destino de la mujer es ser esposa y compañera del varón, formar con él una familia, educar y cuidar bien a sus hijos. La familia, para la Iglesia, tiene prioridad sobre los derechos civiles de las mujeres. De nuevo a Pío XI debemos una imagen de la familia en la que “florezca lo que San Agustín llamaba la «jerarquía del amor»; la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos como la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con estas palabras: «Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; porque el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia”.
Hoy la Iglesia apenas ha cambiado la concepción diferenciada que tiene de los varones y las mujeres. Ha moderado su lenguaje, pero no la esencia del discurso. Cuando se promovió la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pekín, la Iglesia estaba muy interesada en «clarificar la plena verdad sobre la mujer». A este efecto, el Papa Juan Pablo II dirigió una Carta a las mujeres en la que «aclaraba» la identidad y posición social de las mujeres. Juan Pablo II considera que la mujer y el «hombre» no reflejan una igualdad estática y uniforme, sino de complementariedad entendida como «unidualidad» relacional. Para explicar en qué consiste la compleja expresión «»unidualidad» relacional» nos remite Juan Pablo II al versículo del Génesis «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2,18). De esta manera la identidad de la mujer queda confirmada por el proceso mismo de su creación: «En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda». Así pues, la mujer está llamada a ofrecer ayuda al «hombre». De acuerdo con esto, el horizonte de «servicio» de un varón y una mujer no es el mismo ya que entre ellos hay «una cierta diversidad de papeles»: “En este horizonte de «servicio» -que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera «realeza» del ser humano- es posible acoger también, sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino”. El horizonte social de la mujer -marcado por el principio de ayuda, por el darse a otros- se materializa en una forma de maternidad afectiva, cultural y espiritual que en el mundo laboral alcanza su realización más plena en el campo de la educación, de la salud y en las instituciones asistenciales. Cualquier otra actividad interrumpiría la «originalidad» femenina y conduciría a la «masculinización» de las mujeres.
En el documento Familia y derechos humanos el Pontificio Consejo para la Familia denunciaría la creciente masculinización de la mujer, como quedó puesto de relieve en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín (pese a la Carta remitida por el Santo Padre en los prolegómenos de la Conferencia). Para el Pontificio Consejo en Pekín se constató que la extensión de una «igualdad indiferenciada» es producto de los errores ideológicos de inspiración malthusiana, hedonista y utilitarista y de las teorías de género; en definitiva, estas ideologías son antifamilia, anti-vida y destructoras de las naciones:
Una tendencia aparecida en la Conferencia de Pekín (1995), pretende introducir en la cultura de los pueblos la «ideología del género» -gender-. Esta ideología afirma, entre otras cosas, que la mayor forma de opresión es la opresión de la mujer por el hombre y que esta opresión se encuentra institucionalizada en la familia monogámica. […]. Somos conscientes de que ya muchas veces el Santo Padre, y siguiendo sus huellas el Pontificio Consejo para la Familia, se ha pronunciado sobre estas ideologías que no son sólo anti-vida y anti-familia, sino que son también destructoras de las naciones.
Todos los credos religiosos se parecen en su consideración hacia las mujeres. La diferencia más radical no se encuentra en los mensajes de una u otra religión, sino en que, al menos, en algunos países democráticos de Occidente se está más cerca del laicismo y de la vivencia de la religión como hecho privado, lo que impone ciertas restricciones al poder de las religiones. El problema en muchos países islámicos es que religión y Estado forman un todo indiferenciado, como fue el caso del Frente Islámico de Salvación Argelino (FIS) cuyos dirigentes afirmaban que «El lugar natural de la mujer está en el hogar… No debe abandonar el hogar a fin de poder consagrarse a la grandiosa misión de educar al hombre. La mujer es una reproductora de hombre, ella no produce otros bienes sino esta cosa esencial que es el musulmán». Nada parece impedir tampoco, como ha sido el caso de Afganistán, que los ulemas, o estudiosos religiosos, ofrezcan una personal interpretación de la posición de las mujeres amparándose en textos del Corán vejatorios para ellas:
Los hombres están por encima de las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos respecto de otros, y porque ellos gastan parte de sus riquezas a favor de las mujeres. Las mujeres piadosas son sumisas a las disposiciones de Dios; son reservadas en ausencia de sus maridos en lo que Dios mandó ser reservado. A aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, confinadlas en sus habitaciones, golpeadlas. Si os obedecen, no busquéis pretexto para maltratarlas. Dios es altísimo, grandioso.
Los ulemas y la umma o comunidad de creyentes se decantan por convertir ciertos pasajes del Corán en sharias o leyes religiosas notablemente discriminatorias contra las mujeres, antes que perfeccionar los códigos civiles según las indicaciones de la ONU. De hecho muchos países de tradición islámica que han reformado sus constituciones nohan hecho lo mismo con sus códigos de familia, que siguen fieles al derecho consuetudinario o a la ley religiosa: parecen concesiones del poder del Estado al poder religioso.
Los credos religiosos, que han sido y son en muchos países canal de la cohesión social, en parte han hecho descansar ésta en una estricta normativa sexual para las mujeres. Es esta normativa diferenciada para mujeres y varones la que nos explica la desventaja educativa mundial en la que se hallan niñas y mujeres respecto de los niños y varones: así el 66% de los 300 millones de menores que no pueden ir a la escuela y las dos terceras partes de los que abandonan los estudios primarios por exigencias familiares son niñas. De idéntica manera el 66% de los 880 millones de adultos analfabetos son mujeres. Así pues, es urgente incidir en el laicismo y favorecer políticas educativas laicas en los países en vías de desarrollo. Los estudios demuestran que al educar a las niñas y a las mujeres se elevan todos los índices de desarrollo. Denegar la educación a las mujeres es frenar el desarrollo económico y social de los países. El deber educativo de un estado laico es asegurar las condiciones óptimas para la construcción de la ciudadanía, «sin que pueda tenerse en cuenta ninguna otra condición, sea ésta la pertenencia religiosa, la racial o la étnica». La educación tiene como objetivo fomentar valores comunes, los reconocidos en la Declaración universal de los derechos humanos, y no privilegiar creencias religiosas. Es rechazable, por lo tanto, la sumisión de lo político a lo religioso ya que la interferencia constante de los credos religiosos es un serio impedimento para educar en civismo y en una educación no sexista.
En “Democracia feminista”, Ediciones Cátedra, pags. 91:97 | 2003
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