Hay noticias que no sorprenden. Están más que previstas. "Ya lo decía yo", presumen los listos. Se han confirmado los augurios de los que estaban sorprendidos de que se retrasara tanto lo que tenía que ocurrir: que alguna autoridad del islamismo tremendista planteara la prohibición de las fiestas de moros y cristianos.
Tan previsible era la propuesta musulmana, que algunas poblaciones habían depurado el festejo de irreverencias y expresiones de mal gusto. No había ninguna en el bando cristiano y todas estaban en el lado de los combatientes de la fe en Alá. Eran como las adherencias impuras que aparecen en los muebles cuando en una casa no impera la limpieza. Una sesión de fregado hará que resalten los valores del objeto que parecía destinado al trapero. Así, las representaciones del festejo de moros y cristianos pueden ser una joya si se las limpia de suciedades. Los contenidos han de estar a la altura de la riqueza y el colorido de los trajes. Un dato que ha de halagar a los ulemas. Las mujeres más guapas prefieren ir de moras antes que de cristianas.
En primer lugar, no puede ser que ganen siempre los cristianos. Así ocurre en muchas localidades. Son festejos claramente sectarios, problema que Lleida dejó resuelto en 1996, cuando lo recuperó y quedó establecido en los estatutos que un año ganarían las fuerzas de la cruz y al siguiente las de la media luna. Es un trato equitativo, merecedor de ser reconocido por los doctores coránicos. Que se reúnan jerarcas de las dos creencias y pacíficamente pacten una fiesta correcta para todos. Que ponga distensión donde algunos han querido poner tirantez. En Lleida se demuestra que el entendimiento es posible.