Llama poderosamente la atención que en nuestra Carta Magna hubo tres instituciones a las que se les concedieron grandes privilegios y que quedaron blindadas: Monarquía, Iglesia y Ejército.
Una fue la Monarquía –especialmente blindada frente a eventuales reformas por el artículo 168, que para su revisión o eliminación se requiere aprobación por 2/3 de ambas Cámaras y disolución de las Cortes; las nuevas Cámaras deberán ratificar y estudiar la revisión por 2/3, y posteriormente referéndum.
Y la segunda, la explícita atribución al Ejército de la tutela de la “integridad territorial” y del propio “orden constitucional” (artículo 8), con un doble objetivo. Por una parte, sancionar el olvido de los crímenes franquistas. Por otro, convertir a la jerarquía militar en guardiana de la “indisoluble unidad de la Nación española” y en factor disuasorio frente a las reivindicaciones de autonomía de las “nacionalidades y regiones”.
La tercera, la Iglesia Católica, a la que se le reconocieron sus intereses básicos en materia educativa (artículo 27) y la renuncia al reconocimiento del carácter laico –y no simplemente aconfesional– del Estado (artículo 16.3), aunque la aconfesionalidad se incumple ya que en dicho artículo “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Un Estado aconfesional no debe hacer una cita expresa a una religión concreta, ya que esto significa privilegiarla sobre las demás e incumplir el artículo 14 “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda haber discriminación alguna ni por nacimiento, raza, sexo, religión, opinión…”
Tales privilegios a estas tres instituciones, quizá sea, por el peso de la historia, de la que hablaré luego. Han tenido un protagonismo clave. Las tres son instituciones conservadoras, mejor reaccionarias, jerárquicas, verticales, cuyo poder va de arriba hacia abajo, del centro a la periferia. Y lógicamente han contribuido en gran parte, no sé cuál es su alcance, a determinar y configurar nuestra visión política, social, religiosa, económica de acuerdo con determinados valores. Pero además entre ellas ha habido en general un perfecto ensamblaje, o lo que es lo mismo una Triple Alianza. Se han apoyado siempre. Los roces entre ellas han sido escasos.
Veamos ese peso de la Historia de la Monarquía, el Ejército y la Iglesia que condicionó todo el proceso constituyente. No quiero hacer un ejercicio de historia contrafactual. Mas creo que de no habérseles hecho esas concesiones la Transición no hubiera llegado a buen puerto. O hubiera sido muy distinta.
Fijémonos en la Monarquía. Tomando como fecha 1800 hasta 2020, en estos 220 años, 168 años hemos podido disfrutar, no está al alcance de todos los pueblos, de Reyes, Reinas o Regencias., todos ellos ejemplares. Aunque merece la pena recordar que Franco ya en 1947 declaró España como Reino en la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, en su artículo 1º “España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”). Sin embargo, se nos olvida con mucha frecuencia, ya se preocupan de ello los medios y buena parte de la academia, que España es el único país de Europa donde la monarquía ha sido expulsada dos veces y dos veces restaurada. En esto seguimos siendo muy originales. La expulsamos en 1868 a gorrazos y en 1931 con las urnas y al poco la recibimos con vítores (1874). En cuanto a las dos restauraciones llegaron a través de dos golpes militares.
La primera Restauración borbónica. En 1874 el general Pavía entró en el Congreso, no sería la última en nuestra historia, acabando con la I República. Luego llegó el 29 de diciembre de 1874 un pronunciamiento militar en Sagunto del general Martínez Campos, algo que molestó profundamente a Cánovas, al considerarlo innecesario, ya que según él, había un estado de ánimo generalizado a favor del retorno de los Borbones, lo que no deja de ser llamativo cuando 6 años antes la reina Isabel II fue destronada con el regocijo de la mayoría de la población española. El 14 de enero de 1875 entraba triunfalmente como Rey, Alfonso XII, hijo de Isabel II, el padre desconocido, aunque el oficial fue el desdichado Francisco de Asís. Una anécdota muy expresiva del sentir voluble de los españoles, cuando descendía en un brioso corcel blanco, ante los estridentes vítores que no dejaba de lanzarle un paisano que corría a su lado, le hicieron inclinarse a Alfonso XII para decirle: “Pero, hombre, ¡que se va a quedar usted ronco!”, a lo que el entusiasta replicó. “¡Que va! ¡Si me hubiera oído cuando echamos a su madre…!”. Se iniciaba la primera Restauración borbónica.
Y la segunda Restauración gracias el régimen resultante del golpe de Estado de julio de 1936 contra la II República, que declaró España como reino en 1947, y luego nombró a Juan Carlos I como futuro sucesor de Franco en 1969. Por ende, Juan Carlos I debe su trono al Dictador, al que dedicó en su primer discurso oficial como Rey de España las siguientes palabras, de las que todavía –que yo sepa– no se ha arrepentido: “Una figura excepcional entra en la Historia, con respeto y gratitud quiero recordar su figura. Es de pueblos grandes y nobles saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda su vida a su servicio”. La Monarquía en tanto en cuanto era un mandato de la dictadura, había que protegerla y blindarla constitucionalmente. No había otra opción. También participaron de este blindaje los medios y la academia.
Hablemos ahora del Ejército. En nuestra historia ha habido un intervencionismo constante del ejército en la política. Hemos sufrido un ejército pretoriano. Hecho que se produce cuando los militares en lugar de ser «profesionales», se convierten en «pretorianos», nombre tomado de la Guardia Pretoriana Imperial que, en la antigua Roma, hacía campaña con el emperador y servía de policía política.
Según Josep M. Colomer en su libro España: la historia de una frustración, lo único que el ejército español nunca ha hecho, es lo único que se espera de un ejército: defender el país de los ataques extranjeros. Derrotado en el exterior y también en el interior con los franceses en 1808 y 1823, además de controlar y perseguir a los propios españoles se dedicó a la actividad política. También es cierto que en gran parte como señala Stanley Payne, debido a la debilidad institucional del Estado, no necesariamente porque los militares fueran especialmente ambiciosos, sino porque la sociedad política se había derrumbado. Por ello, muchos militares se sintieron obligados a intervenir en política para sustituir a un gobierno inadecuado, según sus criterios naturalmente. Fue la insuficiencia institucional del Estado español la que estuvo en la raíz del problema militar. Y como consecuencia de ese papel fundamental de los militares en la política, eso obstaculizó el desarrollo de las instituciones civiles y confirmó la debilidad del Estado. Un círculo vicioso de difícil salida.
Las diferentes formas de intervencionismo militar en la política fueron en los dos últimos siglos: pronunciamientos, golpes militares y guerras civiles. Desde el primer gobierno postabsolutista en 1834 hasta la muerte de Franco en 1975, de los 141 años en 70, el jefe de Gobierno fue un general. Espartero, Narváez, O´Donnell, Prim, Miguel Primo de Rivera, Berenguer, Aznar, Franco, Carrero Blanco… Durante el régimen de Franco 40 de los 114 ministros fueron militares. Entre 4 y 8 militares como promedio hubo en sus gobiernos. Cerca de 1.000 de los 4.000 procuradores en Cortes durante 25 años fueron militares. Para acabar, llegamos a 1981 con Armada, Tejero, Milans del Bosch…
Y esto deja huella en nuestra historia. El estilo militar de tratar los asuntos públicos es el de «ordeno y mando», muy distante del de una democracia auténtica. Por ello, una de las tareas más complicadas tras la llegada de la democracia fue la de adaptar el ejército al nuevo sistema político, para que, sus miembros, como el resto de los funcionarios, se habituasen a cumplir las órdenes del gobierno de turno. Con ese objetivo hubo algunas reformas del general Manuel Gutiérrez Mellado con el gobierno de Suárez para poner a las Fuerzas Armadas bajo el control civil en 1976. En 1981 Leopoldo Calvo Sotelo en su gobierno nombró al civil Albert Oliart, como ministro de Defensa, en el primer gabinete en muchas décadas (probablemente el primero), en el que no hubo ningún militar. Igualmente las reformas de Narcís Serra con Felipe González, como los pases voluntarios a la Reserva, castigos por opiniones políticas, disminución de la edad de jubilación, etc. O la entrada en la OTAN, lo que supuso a los militares españoles el tener que convivir con los de otros países de una larga historia democrática. O la abolición del servicio militar obligatorio en 2002.
Con este protagonismo del ejército en nuestra historia podemos entender y explicar sus privilegios en nuestra Carta Magna. Según Xacobe Bastida Freixido, en el transcurso de la discusión de las enmiendas al artículo 2º de nuestra Constitución, y cuando Jordi Solé Tura presidía la Ponencia, llegó un mensajero con una nota de la Moncloa señalando cómo debía redactarse tal artículo. La nota: «La Constitución española se fundamenta en la unidad de España como patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la indisoluble unidad de la nación española». Casi exacto con el actual artículo 2º de la Constitución. Por ello, es evidente que su redacción no fue producto de la actividad parlamentaria y sí de la imposición de fuerzas ajenas a la misma (¿el Ejército?). Tal hecho lo cuenta Jordi Solé Tura ya en 1985 en su libro Nacionalidades y Nacionalismos en España, de Alianza Editorial, en las páginas 99-102. En el libro de junio de 2018, del historiador, Josep M. Colomer España: la historia de una frustración, en las páginas 184 y 185, conocemos más detalles sobre la nota. Llegó de La Moncloa, el mensajero Gabriel Cisneros, el cual dijo a los miembros de la Ponencia que el texto contenía las «necesarias licencias» y que no se podía modificar una coma, porque había un compromiso entre el presidente del Gobierno y los “interlocutores de facto”, muy interesados en el tema. Esto hizo que uno de los miembros de la Ponencia, el centrista José Pedro Pérez Llorca, se pusiera firme y levantara el brazo con la mano extendida para hacer el saludo militar. Mas, no ha interesado que este dato se conociera. Nunca un constitucionalista, ni siquiera los más prestigiosos lo han mencionado. Ni la mayoría de los políticos ni de los intelectuales españoles. El silencio es sospechoso. La presencia y vigilancia del poder militar en nuestra Transición explica que en la Constitución, las Fuerzas Armadas están incluidas en el Título Preliminar, que trata de los elementos fundamentales del Estado y la Nación. Se les asigna, entre otras funciones, la «defensa de la integridad territorial» de España. Esto contrasta con la mayoría de las constituciones democráticas, que colocan el ejército en otro título no tan prominente, que se ocupa del gobierno, de la administración y limitan sus funciones a la defensa externa del país.
Pasemos a la Iglesia. Hubo algunos roces entre la Monarquía y la Iglesia en la revolución liberal, tras las desamortizaciones eclesiásticas, que la llevó a decantarse por el carlismo. Mas, la Iglesia ha sido profundamente monárquica. Su connivencia con la dictadura franquista no excluye su sentimiento profundamente monárquico. No he escuchado ninguna crítica desde la institución eclesiástica al comportamiento poco ejemplar del Emérito. También ha sido profundamente reaccionaria salvo algunas excepciones en determinados sectores del clero en la dictadura franquista. Y su poder ha sido y sigue siendo muy grande a través de la educación, el púlpito y el confesonario, aunque cada vez menos debido a una mayor secularización de la sociedad d española.
El carácter reaccionario y su peso histórico podemos constatarlos en dos textos con una diferencia de 150 años. Pueden ser paradigmáticos. En 1788 el Santo Oficio incautó todos los ejemplares de la Encyclopédie Methodique, donde apareció el artículo Espagne, de Masson de Morvillers, en el que se dice: “El español tiene aptitud para las ciencias, existen muchos libros, y, sin embargo, quizá sea la nación más ignorante de Europa. ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar? Si es una obra inteligente, valiente, pensada, se la quema como atentatoria contra la religión, las costumbres el bien del Estado: un libro impreso en España sufre regularmente seis censuras antes de poder ver la luz, y son un miserable franciscano o un bárbaro dominicano quienes deben permitir a un hombre de letras tener genio”.
Y 150 años después la actitud reaccionaria de la Iglesia se mantenía. El 8 de octubre de 1931, en las Cortes de la II República en el debate sobre la “cuestión religiosa” y la enseñanza, Fernando de los Ríos, el entonces ministro de Justicia con un profundo dolor terminó su discurso: “Y ahora perdonadme, Señores Diputados, que me dirija a los católicos de la cámara. Llegamos a esta hora, profunda para la historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmistas, somos los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. Venimos aquí pues –no os extrañéis con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no ha respetado ni nuestras personas ni nuestro honor; nada, absolutamente nada ha respetado; incluso en la hora suprema de dolor, en el momento de la muerte, nos ha separado de nuestros padres”.
Durante la dictadura franquista la jerarquía católica se puso al servicio incondicional del régimen, por lo que fue ampliamente recompensada. La religión católica fue obligatoria en primaria, en el bachillerato y hasta en la Universidad.
Y con la llegada de la democracia además de su destacado reconocimiento en nuestra Carta Magna, ya comentado, se firmaron los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede. Acuerdos que en estos 40 años ninguno de los gobiernos se han atrevido a denunciar. Los principales partidos políticos, según William J. Callahan en su libro La Iglesia católica en España (1875-2002), eran conscientes de que la Iglesia seguía siendo una poderosa institución capaz de perturbar una transición ordenada a la democracia, si no se alcanzaba un acuerdo pronto con los intereses eclesiásticos. Consideraban la solución del contencioso histórico de las relaciones eclesiástico-civiles como una necesidad práctica precisa para la naciente y todavía frágil democracia. La cuestión religiosa, declaró el PCE, en el pasado ha dado lugar en este país a “huracanes y ciclones”. Ahora era necesario calmar “los vientos y tempestades…de una vez para siempre”. Entre los socialistas el escepticismo sobre un convenio eclesiástico compatible con los principios democráticos era mayor, pero al final lo aceptaron. Gregorio Peces Barba dijo “el PSOE tiene el deseo de cerrar definitivamente la querella religiosa en nuestro país. La UCD fue de manos de Marcelino Oreja, el mayor impulsor del acuerdo eclesiástico, con el argumento de que sociológicamente la mayoría del pueblo español es católico.
Tom Burns Marañón en su libro De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición española del 2015 nos indica que «la Transición fue la caída del árbol de la fruta madura», los cambios sociales, económicos y culturales hacían inevitable la llegada de la democracia, y hoy «la mercancía –la fruta, la manzana– está podrida». Las causas de tal situación son los hiperliderazgos políticos, la corrupción, una ley electoral injusta y una Constitución esculpida en granito, por el miedo al cambio de la clase política, que ha imposibilitado su mejora y adaptación a los nuevos tiempos. Plantear una reforma constitucional no significa ser un irresponsable ni un antisistema, como señala el pensamiento político dominante. Al contrario, puede servir para apuntalar y mejorar nuestra maltrecha democracia. En 40 años no se ha hecho ningún cambio constitucional importante orientado a mejorar la calidad de nuestra democracia. Nuestra Constitución es la que impone más barreras para la su reforma, como he expresado antes.
Además en estos 42 años trascurridos desde 1978 se han producido grandes cambios políticos, sociales, económicos, culturales y religiosos. Hoy es otra España. Solo por citar algunos: la inmigración, la entrada en la UE, la globalización, el mayor protagonismo de las mujeres, una sociedad más secularizada, mayor cultura republicana, etc. Los políticos de verdad, son aquellos que saben captar los cambios que se suceden inexorablemente en una determinada sociedad, y además saben encauzarlos políticamente y plasmarlos constitucionalmente.
Para impedir cualquier cambio constitucional se repite el mantra en todos los foros oficiales: «Todos los españoles votamos la Constitución». Sobre un censo de 26.632.180 votaron 17.873.271. Se abstuvieron 8.758.909 personas (32,89%). De los 17 millones largos que votaron, 1.400.000 votaron no, y 600.000 en blanco. 15.706.078 votaron a favor. En las elecciones generales del 10N de 2019, el censo electoral fue de 37 millones. Si ninguno de los 15,7 millones de votantes de la Constitución del 78 hubiera fallecido, estos serían el 42% con derecho a voto. Pero eso es imposible: la vida eterna no la garantiza ninguna Constitución. Como conclusión los que votaron, tienen hoy 60 años o más. Si las fuerzas políticas siguen unos cuantos años reacios a su reforma, podría darse la situación de que la gran mayoría de los que la pudieron votar, tristemente nos hayan dejado. Es un dato para reflexionar.
Cándido Marquesán Millán