Un libro de Jalics, una carta de Yorio a la Compañía de Jesús, una entrevista de Jalics con Emilio Mignone, el testimonio de una monja y una entrevista con los hermanos de Yorio describen en forma elocuente los procedimientos de Bergoglio, antes
En 1995, el jesuita Francisco Jalics publicó un libro, Ejercicios de meditación. Al narrar su secuestro dice que “mucha gente que sostenía convicciones políticas de extrema derecha veía con malos ojos nuestra presencia en las villas miseria. Interpretaban el hecho de que viviéramos allí como un apoyo a la guerrilla y se propusieron denunciarnos como terroristas. Nosotros sabíamos de dónde soplaba el viento y quién era responsable por estas calumnias. De modo que fui a hablar con la persona en cuestión y le expliqué que estaba jugando con nuestras vidas. El hombre me prometió que haría saber a los militares que no éramos terroristas. Por declaraciones posteriores de un oficial y treinta documentos a los que pude acceder más tarde pudimos comprobar sin lugar a dudas que este hombre no había cumplido su promesa sino que, por el contrario, había presentado una falsa denuncia ante los militares”. En otra parte del libro agrega que esa persona hizo “creíble la calumnia valiéndose de su autoridad” y “testificó ante los oficiales que nos secuestraron que habíamos trabajado en la escena de la acción terrorista. Poco antes yo le había manifestado a dicha persona que estaba jugando con nuestras vidas. Debió tener conciencia de que nos mandaba a una muerte segura con sus declaraciones”.
La identidad de esa persona se revela en una carta que Orlando Yorio escribió en Roma en noviembre de 1977, dirigida al asistente general de la Compañía de Jesús, padre Moura. Ese texto permite conocer el resto de la historia, por testimonio directo de una de las víctimas.
En esa recapitulación escrita 18 años antes que el libro de Jalics, Yorio cuenta lo mismo, pero en vez de “una persona” dice Jorge Mario Bergoglio. Cuenta que Jalics habló dos veces con el provincial, quien “se comprometió a frenar los rumores dentro de la Compañía y a adelantarse a hablar con gente de las Fuerzas Armadas para testimoniar nuestra inocencia”. También menciona las críticas que circulaban en la Compañía de Jesús en contra de él y de Jalics: “Hacer oraciones extrañas, convivir con mujeres, herejías, compromiso con la guerrilla”, similares a las que Bergoglio transmitió luego a la Cancillería. Yorio no conocía la existencia de ese documento, que encontré cinco años después de su muerte. En su libro, Bergoglio dice lo mismo que les transmitía a Jalics y Yorio: que él no creía en la veracidad de esas acusaciones. ¿Por qué entonces debía comunicarlas al gobierno militar, como prueba el documento que se reproduce en esta edición?
Una boca importante
Cuando Bergoglio le dijo que había recibido informes negativos sobre él, Yorio habló con los consultados por su superior. Por lo menos tres de ellos (los sacerdotes Oliva, José Ignacio Vicentini y Juan Carlos Scannone) le dijeron que no habían opinado en su contra sino a favor. En el clima de la Argentina, la acusación de pertenencia a la guerrilla en “una boca importante (como la de un jesuita) podía significar lisa y llanamente nuestra muerte. Las fuerzas de extrema derecha ya habían ametrallado en su casita a un sacerdote, y habían raptado, torturado y abandonado muerto a otro. Los dos vivían en villas miseria. Nosotros habíamos recibido avisos en el sentido de que nos cuidáramos”, escribió Yorio al padre Moura.
Agrega que Jalics habló no menos de dos veces con Bergoglio para hacerle ver el peligro en que esas versiones los colocaban. Según Yorio, “Bergoglio reconoció la gravedad del hecho y se comprometió a frenar los rumores dentro de la Compañía y a hablar con gente de las Fuerzas Armadas para testimoniar nuestra inocencia. [Pero como] el provincial no hacía nada por defendernos nosotros empezábamos a sospechar de su honestidad. Estábamos cansados de la provincia y totalmente inseguros”.
Tenían sus motivos. Durante años, Bergoglio los había sometido a un hostigamiento insidioso, sin asumir en forma abierta las acusaciones en contra de ellos, que siempre atribuía a otros sacerdotes u obispos que, una vez confrontados, lo desmentían. Bergoglio les había garantizado una continuidad de tres años en su trabajo en la villa del Bajo Flores. Pero al arzobispo Juan Carlos Aramburu le informó que estaban allí sin autorización. El aviso les llegó por medio de uno de los fundadores del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y de la pastoral villera, Rodolfo Ricciardelli, a quien se lo contó el propio Aramburu. Cuando Yorio lo consultó, Bergoglio le dijo que Aramburu “era un mentiroso” y que empleaba esas “tácticas para molestar a la Compañía”.
La infamia pública
En nuestro intercambio epistolar, Yorio sostuvo que en el clima de miedo y delación instalado dentro de la Iglesia y de la sociedad, los sacerdotes que trabajaban entre los más pobres “éramos demonizados, puestos en sospecha dentro de nuestras propias instituciones y acusados de subvertir el orden social”. En ese contexto fueron sometidos por Bergoglio a “la prohibición e infamia pública de no poder ejercer el sacerdocio, dando así ocasión y justificación para que las fuerzas represivas nos hicieran desaparecer. Se nos podía avisar que había peligros, pero sin frenar las difamaciones de las que los mismos que nos hacían el servicio de avisarnos eran cómplices. Se nos podía alertar de que estábamos señalados y acusados, pero manteniendo en el misterio y la ambigüedad las causales de acusación, quitándonos así la posibilidad de defendernos”.
Una vez que salieron de la Compañía de Jesús, Bergoglio les recomendó que fueran a ver al obispo de Morón, Miguel Raspanti, en cuya diócesis podrían salvar el sacerdocio y la vida. El provincial se ofreció a enviar un informe favorable para que los aceptara. Yorio y Jalics supieron por el vicario y algunos sacerdotes de la diócesis de Morón que la carta del provincial Bergoglio a Raspanti contenía acusaciones “suficientes como para que no pudiéramos ejercer más el sacerdocio”.
–No es cierto. Mi informe fue favorable. Lo que pasa es que Raspanti es una persona de edad que a veces se confunde –se defendió Bergoglio ante Yorio. Pero en su nuevo encuentro con el obispo de Morón, ratificó las acusaciones, según el relato que Raspanti le transmitió a otro de los sacerdotes de la comunidad del Bajo Flores, Luis Dourrón. Yorio insistió entonces con Bergoglio.
–Raspanti dice que sus sacerdotes se oponen a que ustedes entren en la diócesis –arguyó esta vez el provincial.
Otra alternativa posible era que se integraran al Equipo de Pastoral Villera del Arzobispado de Buenos Aires. Su responsable, presbítero Héctor Botán, se lo planteó al arzobispo Aramburu.
–Imposible. Hay acusaciones muy graves en contra de ellos. No quiero ni verlos –le contestó.
Uno de los sacerdotes villeros se quejó ante el vicario episcopal de la zona de Flores, Mario José Serra.
–Las acusaciones vienen del provincial –le explicó Serra.
El propio Serra fue el encargado de comunicarle a Yorio que le habían quitado las licencias para ejercer su ministerio en la Arquidiócesis, debido a que el provincial había informado que “yo salía de la Compañía”.
–No tenían por qué quitarte las licencias. Esas son las cosas de Aramburu. Yo te doy licencias para que sigas celebrando misa en privado, hasta que consigas un obispo –le dijo Bergoglio.
El último intento por conseguirles un obispo que los incardinara lo hizo el sacerdote de la Arquidiócesis Eduardo González. Convocado a la Asamblea Plenaria del Episcopado que comenzó el 10 de mayo de 1976, planteó el caso al arzobispo de Santa Fe, Vicente Zazpe.
–No es posible hacerse cargo de ellos porque el provincial anda diciendo que los echa de la Compañía –sostuvo.
El Equipo de Pastoral Villera envió una carta de protesta a Bergoglio, con copias al nuncio Pio Laghi, Aramburu y Raspanti, que no respondieron. El tiempo se había agotado y pocos días después Yorio y Jalics fueron secuestrados, conducidos a la ESMA y luego a una casa operativa, en la que fueron torturados. Un interrogador con ostensibles conocimientos teológicos le dijo a Yorio que sabían que no era guerrillero pero que con su trabajo en la villa unía a los pobres y eso era subversivo. Su libertad fue negociada por el gobierno a cambio de que el Episcopado recibiera al jefe de Estado Mayor del Ejército, Roberto Viola, y al ministro de Economía José Martínez de Hoz. Un día antes de esa visita al Episcopado, Yorio y Jalics fueron drogados y depositados por un helicóptero en un bañado de Cañuelas.
Luego de recuperar la libertad Yorio se refugió en una iglesia y luego en casa de su madre. La protección de un obispo era más urgente que nunca. El único que lo aceptó fue Jorge Novak. Cuando comenzaron las razzias en la zona y supo que preguntaban por Yorio, Novak insistió para que saliera del país. “Bergoglio no me quería mandar a Roma, pero por presión de mi familia y de Novak salí. Estaba escondido, porque hubo una orden de Videla de buscarme”, me escribió Yorio en 1999. Cuando reaparecieron en Cañuelas, la entonces monja Norma Gorriarán, de la Compañía de María, visitó a Yorio en casa de su madre. En una entrevista para mi “Historia política de la Iglesia Católica argentina” realizada el 27 de julio de 2006 recordó que estaban pelando arvejas cuando llegó la hermana de Yorio con la información de que lo estaban buscando. “Lo llevé a una casa de monjas en Villa Urquiza donde tuve a Orlando un mes, en una piecita, en la terraza”. Bergoglio le exigió que le dijera dónde estaba Yorio, “aparentemente para protegerlo. Pero no me resultaba creíble”. La religiosa se negó. Bergoglio “temblaba, furioso de que una monja insignificante lo enfrentara. Me señalaba y me decía ‘vos sos responsable de los riesgos que corra Orlando, donde sea que esté’. Quería saber dónde estaba”.
Por último, Laghi le consiguió los documentos y Bergoglio le pagó el pasaje a Roma. “Pero explicaciones sobre lo ocurrido antes no pudo darme ninguna. Se adelantó a pedirme por favor que no se las pidiera, porque se sentía muy confundido y no sabría dármelas. Yo tampoco le dije nada. ¿Qué podía decirle?” Yorio recordó que recién en Roma, el secretario del general de los jesuitas “me sacó la venda de los ojos”. Ese jesuita colombiano, el padre Cándido Gaviña, “me informó que yo había sido expulsado de la Compañía. También me contó que el embajador argentino en el Vaticano le informó que el gobierno decía que habíamos sido capturados por las Fuerzas Armadas porque nuestros superiores eclesiásticos habían informado al gobierno que al menos uno de nosotros era guerrillero. Gavigna le pidio que lo confirmara por escrito, y el embajador lo hizo”.
En cambio Jalics viajó a Estados Unidos y luego a Alemania. Escribió que tenía más resentimiento hacia quien los había entregado que contra sus captores y pese a la distancia “no cesaban las mentiras, calumnias y acciones injustas”. Pero, cuenta en su libro, en 1980 quemó los documentos probatorios de lo que llama “el delito” de sus perseguidores. Hasta entonces los había conservado con la secreta intención de utilizarlos. “Desde entonces me siento verdaderamente libre y puedo decir que he perdonado de todo corazón”. En 1990, durante una de sus visitas al país, Jalics se reunió en el instituto Fe y Oración, de la calle Oro 2760, con Emilio y Chela Mignone. Según la minuta de ese encuentro escrita por Mignone, Jalics les dijo que “Bergoglio se opuso a que una vez puesto en libertad permaneciera en la Argentina y habló con todos los obispos para que no lo aceptaran en sus diócesis en caso que se retirara de la Compañía de Jesús”. Bergoglio dice ahora que cuando Jalics viene al país lo visita. La familia de Yorio tiene una información distinta: es Bergoglio quien lo busca, como parte de su operación de blanqueo.
El funcionario de la Cancillería revela que fue Bergoglio quien le comunicó las acusaciones contra Yorio y Jalics.
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