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Del rechazo a la teoría de la evolución al negacionismo climático: la amenaza de ignorar la evidencia científica
La reciente defensa del creacionismo por parte del exministro Mayor Oreja en el Senado español no es solo una anécdota ultraconservadora, sino un paso atrás en la evolución intelectual de nuestra sociedad. Mientras la ciencia acumula pruebas irrefutables sobre la diversidad de la vida y el cambio climático, el ‘diseño inteligente’ revela el peligro de ignorar el conocimiento científico en favor de dogmas religiosos.
La reciente defensa del creacionismo por parte del exministro ultraconservador del Partido Popular, Jaime Mayor Oreja, en un recinto tan simbólico como el Senado español, resulta un retroceso significativo en el panorama intelectual y científico de nuestro país.
Este episodio, que evoca el negacionismo estadounidense del que ya ha hablado Noam Chomsky, no sólo contrasta con el consenso científico internacional, sino que diluye los logros del pensamiento ilustrado y la razón crítica sobre los que se ha edificado gran parte del mundo moderno.
Desde el célebre «Origen de las especies» de Charles Darwin (1859) hasta las más recientes investigaciones genéticas, la teoría de la evolución se ha confirmado como el pilar central de la biología moderna. La evidencia acumulada procede de múltiples disciplinas: paleontología, genética de poblaciones, biología molecular, embriología comparada, biogeografía e incluso la observación directa de microevolución en especies con ciclos de reproducción rápidos.
Así, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, la Royal Society del Reino Unido (2006) y un sinfín de instituciones científicas de prestigio internacional han refrendado la validez de la evolución. Según la UNESCO (2009), la enseñanza de la evolución es indispensable para comprender la biodiversidad y la historia de la vida en la Tierra. Ignorar este corpus de evidencias equivale a darle la espalda a la piedra angular del conocimiento biológico.
La defensa abierta del creacionismo, o de su sucedáneo retórico, el llamado “diseño inteligente”, resulta particularmente alarmante en el seno de la política nacional. Mientras que Estados Unidos ha librado una contienda interna entre ciencia y creacionismo durante décadas, ejemplificada por el caso Dover (Pensilvania, 2005), donde se debatió la inclusión del “diseño inteligente” en las aulas, Europa, y España en particular, habían mantenido una postura más racional y menos permeable a este tipo de postulados.
El retorno de argumentos que pretenden equiparar el rigor científico con interpretaciones literales de textos religiosos no sólo deshace avances educativos fundamentales, sino que transmite un mensaje peligroso a la sociedad: el de que la evidencia empírica es prescindible y de que el conocimiento científico puede ser reemplazado por dogmas o creencias no verificables.
La insistencia en el creacionismo, además, no es un fenómeno aislado. Como ha ya señalado Chomsky, el rechazo a las evidencias científicas se extiende a otros ámbitos, en especial a la crisis climática. Negar la evolución biológica puede parecer un asunto meramente ideológico o aparentemente inocuo si se lo compara con la negación del cambio climático. Sin embargo, ambos fenómenos comparten un sustrato común: el desprecio por la evidencia y por el método científico. Si se tiende a desestimar la teoría de la evolución, ¿por qué no reducir también la credibilidad de los datos proporcionados por la comunidad científica sobre el calentamiento global?
La realidad es que el cambio climático antropogénico ha sido confirmado por una abrumadora cantidad de estudios y análisis. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático ha presentado en sus informes datos contundentes sobre el aumento de las temperaturas, el derretimiento de casquetes polares, la acidificación de los océanos y la mayor frecuencia de eventos climáticos extremos. Organizaciones como la NASA, la NOAA (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE.UU.) y la Agencia Europea del Medio Ambiente han aportado mediciones satelitales, registros paleoclimáticos y proyecciones matemáticas que respaldan sin ambigüedades el fenómeno.
Ignorar estos hechos puede implicar la inacción ante una crisis que amenaza la habitabilidad del planeta. Tal y como recuerda Chomsky, esta hostilidad hacia la ciencia arriesga no sólo el debate académico, sino el futuro mismo de las próximas generaciones.
Señalar el creacionismo como explicación de la vida en la Tierra en un recinto legislativo, sin el más leve asomo de rigor científico, transmite un peligroso mensaje: que las teorías más sólidas pueden ser puestas en tela de juicio por simple capricho ideológico.
Este es el germen del oscurantismo intelectual, un estado en el que las certezas basadas en evidencia se relativizan a la par con mitos y supersticiones. En contraposición, la Ilustración europea y las influencias de pensadores como Voltaire, Diderot, Kant y los padres fundadores de Estados Unidos apuntaban precisamente hacia la liberación del pensamiento humano de los grilletes de la superstición, reivindicando la razón, la libertad de investigación y la capacidad humana de comprender el mundo mediante la observación y el razonamiento empírico.
La ciencia no es una ideología, ni un credo. Es un método que se apoya en la evidencia, el escrutinio abierto, la revisión por pares y la continua contrastación de hipótesis.
El creacionismo, en cambio, se sustenta en creencias religiosas, que pueden ser respetables en el ámbito personal, pero que no tienen cabida como alternativa científica en el aula o en la formulación de políticas públicas. Cuando se equipara la enseñanza de la evolución con el “diseño inteligente”, se comete un error epistemológico: se colocan al mismo nivel la evidencia acumulada durante más de un siglo y medio con una postura sin sustento empírico. La introducción de este tipo de ideas no es “otra perspectiva científica”, sino la negación de lo que no se quiere aceptar, un “no lo sé” disfrazado de teoría, que ha de ser desenmascarado como lo que es: una forma velada del creacionismo tradicional.
En última instancia, el gesto de Mayor Oreja no es una simple opinión, sino un guiño a las corrientes más retrógradas que rechazan el conocimiento científico en pos de mantener un cierto orden moral preconcebido. Esta posición exige una reacción clara y contundente por parte de la comunidad científica, el mundo académico, el sistema educativo y la ciudadanía informada.
Si no se defiende la ciencia ante estos ataques, el resultado será una sociedad menos preparada para enfrentarse a los desafíos del siglo XXI, desde pandemias globales hasta la crisis climática, pasando por la gestión responsable de los recursos naturales y la tecnología.
La historia ha demostrado que el progreso depende de la capacidad de entender el entorno, de corregir nuestras interpretaciones y de avanzar en función de la evidencia disponible.
Permitir que el creacionismo se presente como alternativa científica en un foro público es un paso atrás, no sólo en la comprensión del origen de la vida, sino en la lucha por un futuro sostenible y racional para todos.