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Matar en nombre de Dios

“Alá el Altísimo ha dicho: ellos pensaban que en verdad sus fortalezas los defenderían contra Alá. Pero Alá vino por donde ellos menos lo esperaban e introdujo el terror en sus corazones.” (Cita del Corán, Sura 59, verso 2, con la que el Estado Islámico encabeza la proclama en la que reconoce su autoría en las masacres del 13 de noviembre de 2015 en París).

En la mirada occidental de los crímenes de la yihad islámica es sorprendente la generalizada exculpación que se otorga a su fundamento religioso, a pesar de las citas coránicas que acompañan a su reconocimiento de autoría.  El presidente Obama se apresura en establecer que las conductas de la yihad son una desviación del verdadero Islam, en tanto que el Papa condena los crímenes atendiendo a su carácter terrorista pero sin referencia alguna a su trasfondo religioso. Por último en el mundo cristiano se afirma la convicción de que el horror de los crímenes es el resultado a que conduce una religión atrozmente diferente a la suya.

En este contexto, en que las acciones de la yihad tienden a calificarse como una rareza exótica bien vale la pena hacer presente en nuestro mundo occidental que matar en nombre de Dios no es en absoluto una característica atribuible sólo al Islam, sino que ha sido una práctica que ha caracterizado también a nuestro muy cercano cristianismo, en especial a su más conspicua representante, la Iglesia Católica. El crimen inspirado en la Palabra divina expresada en un Libro ha sido el acto por el cual las religiones han dejado al desnudo su vocación de poder.

El problema no es la fe sino la religión. Las instituciones religiosas han explotado en su beneficio la creencia y esperanza en lo sobrenatural que millones de seres humanos han alimentado desde épocas inmemoriales. Es esta apropiación de las creencias por las religiones, organizaciones orientadas a utilizar la fe para la adquisición y el ejercicio  de poder en las sociedades en que se insertan, lo que constituye el factor originario de la violencia ejercida en nombre de la divinidad. Los motores religiosos fundamentales   han sido el poder como fi- nalidad, y el  relato como medio.

Nuestra atención se centra aquí en las denominadas religiones del Libro, judaísmo, islamismo y cristianismo, que  son las relevantes en nuestro entorno. La fuente de poder de estas religiones ha sido su estructuración en torno a relatos  que han sintonizado con la atávica ansia de trascendencia de grandes contingentes humanos,  logrando engendrar sólidas adhesiones fundamentalistas por medio  de un hábil manejo de relaciones de poder  de las sociedades en que se asentaron. La fe y la creencia en el más allá son transformadas por la religión en creencia en el Antiguo Testamento, en el Nuevo testamento y en el Corán.  El fundamentalismo religioso es  impermeable a la argumentación y a la ciencia. El desarrollo de la ciencia, el avance en el conocimiento del macro y el microcosmos así como  la teoría de la evolución no hacen mella en el corpus de la creencia en el Libro, a pesar de que tales progresos en el conocimiento  suelen transformar en pueriles muchos de los cuentos y leyendas de los libros  sagrados. Es, por otra parte,  evidente que la Biblia y el Corán han sido elaborados por hombres que no podían tener sino  limitados conocimientos, correspondientes a la ignorancia del tiempo en que fueron escritos, así  como que su redacción corresponde a diversas autorías, tal que como consecuencia su mensaje no es uniforme sino por lo general resulta, además de anacrónico, confuso y contradictorio. Este origen es el que explica  que en los Libros se pueda encontrar  fundamento tanto para el amor como para el odio, para la paz y la guerra, para el perdón  y el castigo, dando la posibilidad de justificar la adhesión de moralidades muy diversas.

Así gestada, la dimensión religiosa ha estado inextricablemente ligada al poder, como condición indispensable para su omnipresencia. El poder de las religiones tiene su explicación en su histórica relación simbiótica con el poder político. En efecto, para este último, las religiones le pueden aportar la clave de la adhesión y legitimidad que necesita, en tanto que para las religiones el poder político tiene la capacidad de asegurar las condiciones en que ellas puedan perdurar y crecer, lo que se traduce en poder social y económico para las organizaciones religiosas. En las teocracias, poder político y religioso están unificados. En los regímenes no teocráticos, como los occidentales, la relación es la resultante de una negociación de poderes, donde aún en los países más laicos, las religiones consiguen filtrarse en el poder del Estado. Las formas en que el poder político otorga espacios al poder religioso son del tipo concesiones territoriales, exenciones tributarias y muy críticamente la entrega a su cuidado de la enseñanza escolar, con lo cual se asegura la continuidad de la adhesión religiosa de grandes contingentes humanos cuyas conciencias son forjadas desde la más tierna infancia.

En Occidente, los movimientos republicanos laicistas han tenido como enemigos a las religiones del Libro, y no podría ser de otro modo por la vocación genética de éstas por el poder político. A estas religiones no les es útil desenvolverse en la sociedad civil si el Estado no les asegura  el espacio  necesario para mantener su poder social y económico,   lo cual se contrapone frontalmente con los principios laicistas.

Al dominio de la jerarquía cristiana en Occidente, mermado parcialmente por la laicidad, se une ahora, contra el republicanismo laico, el brazo fundamentalista religioso de la yihad islámica. No se trata del Islam, es cierto, pero es el Libro islámico el que contiene las suras, que no requieren de una interpretación torcida para encontrar en ellas el fundamento perfecto para perpetrar crímenes por mandato divino, como es el caso de las matanzas reconocidas por el Estado Islámico en los últimos meses de 2015, tal como la Biblia cristiana ha servido de fundamento a las Cruzadas contra los infieles, a las torturas de  los Tribunales de la Inquisición o las Guerras religiosas en la Europa de los siglos XVI y XVII.

No cabe duda que la gran mayoría de los fieles religiosos cristianos, musulmanes y judíos es gente de bien, que vive honestamente conforme a valores humanistas de su religión y que condena  el horror de las tragedias que están desencadenando en el mundo los denominados fanáticos religiosos. Sin embargo el caldo de cultivo de la acción terrorista está en los Libros y el detonante lo proporciona el hacer de las instituciones religiosas que, en procura de mantener su poder, atizan el fuego formando pueblos en el aprendizaje fundamentalista de los textos, generación tras generación.

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