Una sucesión de filtraciones revela el caos que está corroyendo el corazón del imperio papal.
Benedicto XVI despierta todos los días entre las 6:30 y 6:45 de la mañana en el tercer piso del Palacio Apostólico del Vaticano, en el apartamento papal que domina la vista de la Plaza de San Pedro. Luego de bañarse y afeitarse, se dirige a la capilla privada donde oficia la primera misa del día, a las 7:30 a. m. Después de orar un rato a solas, a las 8:30 va a desayunar con monseñor Georg Gänswein (su secretario personal) y un reducido círculo de colaboradores cercanos; prefiere el café descafeinado, pan con manteca y mermelada, y de vez en cuando, una rebanada de torta.
Conocemos todos los detalles porque la Santa Sede tiene una fuga. Considerada durante siglos una de las organizaciones más herméticas del orbe, con un código de honor que rivaliza con el de la mafia siciliana, en los últimos seis meses el Vaticano ha sido expuesto al mundo exterior a través de una miríada de cartas del pontífice y sus allegados —altamente confidenciales y a menudo cifradas— que los medios italianos han desgranado y hasta figuran en un bestseller rutilante (Sua Santità, de Gianluigi Nuzzi).
No obstante, las filtraciones son apenas otro de los escándalos que han sacudido al Vaticano en lo que va del año —el más reciente ocurrió a principios de junio e implicó la destitución fulminante del director del banco Vaticano, quien se había apropiado de documentos que, supuestamente, demostraban que la Iglesia evadía los reglamentos europeos sobre lavado de dinero—. Con el objeto de combatir la andanada de mala publicidad, el Vaticano ha llegado al extremo de contratar a un antiguo reportero de Fox News quien, por casualidad, es miembro numerario del Opus Dei: lo nombró como uno de sus principales voceros de relaciones públicas. No obstante, hay graves dudas de que el establishment Vaticano pueda recuperar su credibilidad.
El blanco de las perniciosas divulgaciones es el personaje más importante y poderoso después del papa: el secretario de Estado Tarcisio Bertone (77 años). Las filtraciones fueron duramente condenadas por el Estado papal y el responsable de las mismas (el mayordomo del papa) podría terminar purgando varios años en prisión; pero es casi inevitable que la conspiración alcance el objetivo de precipitar el despido del cardenal salesiano Bertone, cuyo nombre aparece en una colección de misivas secretas vinculadas a un complot para desbancar rivales tan diversos como el editor del periódico de los obispos y el hombre designado para sanear las finanzas vaticanas. Aunque se dice que Benedicto rechazó la renuncia que el cardenal le presentó a fines de junio y días atrás volvió a avalarlo en una carta ("He notado con pesar las injustas críticas hacia su persona y quiero renovarle mi personal confianza", le escribió el Sumo Pontífice), la mayoría de los analistas cree que los días de Bertone están contados; de modo que, aunque permanezca en su cargo hasta 2013, las fugas de información habrán cumplido su corrosiva misión.
Cuando fue electo papa, en 2005, Benedicto no imaginaba un cambio tan dramático de circunstancias. Joseph Ratzinger, el diminuto y tímido cardenal alemán, vivió casi 30 años a pocos pasos de San Pedro, en un apartamento de erudita austeridad que compartía con dos gatos y un piano de cola en el que se relajaba interpretando sonatas de Mozart. Ratzinger era el confiable "implementador de línea dura" que aseguraba la observancia de las decisiones teológicas de Juan Pablo II, y al morir el papa polaco, el entonces cardenal acarició la idea de pasar el resto de sus días en apacible retiro. Sin embargo, al ser nombrado papa en abril de 2005, fue proyectado instantáneamente a la fama mundial. De ahí en más, cada paso que diera y palabra que pronunciara sería noticia. A modo de compensación, Benedicto esperaba absoluta discreción y total sigilo en el Palacio Apostólico que se convirtió en su nuevo hogar. No sabía que un miembro de su personal doméstico tenía otras intenciones.
"A la muerte de Karol Wojtyla [Juan Pablo II] comencé a guardar copias de documentos que llegaron a mis manos durante mi actividad profesional", escribió el autor anónimo de las divulgaciones, quien no reveló su nombre y se identifica con la clave de "María". Él o ella —junto con otros más— se había rebelado contra el código de silencio impuesto hacía siglos.
"En los primeros años, lo hice de manera esporádica", prosigue María. "Pero cuando vi que la verdad publicada en los diarios y proclamada en el discurso oficial no correspondía con la verdad de los documentos, hice todo de lado para profundizar más y entender mejor".
"La situación empeoró en los últimos años y reina la hipocresía. Los escándalos se multiplican… Hay determinados momentos de la vida en que uno es hombre o no lo es. ¿En qué estriba la diferencia? En el valor para decir o hacer lo que consideramos justo. Tuve el valor de dar a conocer los momentos más angustiosos al interior de la Iglesia; de hacer públicos ciertos secretos, grandes y pequeñas historias que jamás traspondrán esas verjas de bronce".
De esas historias, una de las más sobresalientes relata el esfuerzo de un valeroso obispo para poner orden en las finanzas vaticanas. Durante dos años, Carlo Maria Viganò se dio por completo al trabajo y fue así como descubrió terribles escándalos y derroches. Pero en 2011, el cardenal Bertone lo despidió y Viganò dirigió al Papa una carta top secret que representaba más un grito de dolor y rabia.
Según las misivas divulgadas, Viganò le informó a Benedicto que apenas podía creer lo que había visto cuando se puso a repasar las cuentas del Vaticano, hallazgos que le llevaron a recortar presupuestos obscenamente inflados —por ejemplo, redujo de US$ 700.000 a 400.000 el costo de la escena de Natividad, en tamaño natural, que el Vaticano montaba en el centro de la Plaza de San Pedro; también ahorró más de un millón de dólares en el mantenimiento de los jardines, fondos que canalizó a la renovación del sistema de calefacción central del papa. En resumen, Viganò afirmó haber convertido un déficit de cerca de US$ 10 millones en un excedente de 43.5 millones; sin embargo, su logro le granjeó poderosos enemigos y el 22 de marzo de 2011 Bertone anunció sin ambages que estaba despedido.
En su carta, Viganò le suplicaba al pontífice que anulara esa decisión. "Mi transferencia… sería una profunda pérdida y causa de desaliento para quienes creyeron en la posibilidad de limpiar muchas instancias de corrupción y prevaricación", escribió. En su opinión, el Vaticano era "un reino dividido en señoríos feudales… [una] situación caótica, inimaginable".
Pero Benedicto no pudo salvarlo, ya que no tenía la fuerza necesaria para contrariar la voluntad de Bertone. Así que el indignado Viganò fue enviado como nuncio a dirigir el despacho de la Santa Sede en Washington, D. C.: la capital de un país cuya iglesia intenta recuperarse de una crisis sin precedentes por el escándalo de abusos sexuales.
¿A qué se debía la debilidad del papa? Cuando Ratzinger fue elegido para ocupar la Silla del Pescador, se creó la impresión de que el puesto había recaído en el candidato de mayor influencia; después de todo, había pasado 24 años en Roma junto a Juan Pablo II y acababa de presidir el funeral del papa polaco, uno de esos grandiosos espectáculos en los que el Vaticano no tiene rival. Llegado el jubiloso día de la entronización, la gigantesca plaza elíptica se llenó con decenas de miles de peregrinos que habían ido a admirar la magnificencia de la Iglesia católica desplegada bajo el intenso azul del cielo romano: coros celestiales, filas y filas de sacerdotes y monjas del mundo entero, cardenales con su distintivo púrpura. Y en el centro de todo, la diminuta figura del propio Benedicto, vestido de blanco y con el futuro de la cristiandad en sus manos.
Con todo, antes de convertirse en papa, Benedicto había sido un introvertido amante de los libros que observaba una rutina invariable, mantenía un estrecho círculo de allegados y vivía encerrado entre los muros de su despacho como director de la Congregación para la Doctrina de la Fe —la antigua Inquisición—. Y luego de su elección, cuando le llegó la hora de nombrar a su colaborador más importante —el segundo al mando del Vaticano—, eligió a Bertone, uno de los que le habían servido fielmente con anterioridad.
Es difícil imaginar a un hombre más distinto de Benedicto. De gran estatura, diminutos ojos oscuros y una sonrisa que enciende y apaga a conveniencia, Bertone es fanático del fútbol (instituyó la Copa Clericus, campeonato para seminarios católicos que posiblemente sea su principal aportación a la Iglesia) y monolingüe impenitente (cuando intentó predicar en castellano ante una congregación neoyorquina, un ciudadano español de la concurrencia tuvo que convencerlo de que estaba hablando en italiano). Bertone ha sido testigo de incontables metidas de pata pontificias y de estas, quizás la peor ocurrió cuando unos sacerdotes que habían sido elevados ilegalmente al obispado por el ultraconservador obispo francés Marcel Lefebvre, fueron informados de que la Iglesia volvería a acogerlos con los brazos abiertos… Noticia que coincidió con una entrevista televisiva en la que uno de los religiosos, el obispo Richard Williamson, declaró que, en su opinión, las cámaras de gas nazis eran pura ficción.
Por cierto, Bertone compensa su falta de diplomacia con la avasalladora eficacia con que protege su trabajo, un cargo que combina los poderes de un primer ministro y un ministro del exterior. Dados la Babel de lenguas que se escuchan en la más políglota de las instituciones mundiales y el hecho de que la Iglesia debe validar su influencia en países tan distintos y problemáticos como China, Rusia, Israel y Arabia Saudí, la posición del secretario de Estado es tremendamente demandante; de allí que ningún observador del Vaticano se explique la razón de que Bertone ocupe el cargo ni entienda por qué el Papa se niega a despedirlo. Tal vez se deba a que el despido de Bertone representaría una admisión formal de error que socavaría la autoridad papal. Hace cuatro años, cuando un importante obispo exigió el reemplazo de Bertone en una entrevista privada, Benedicto estalló: "Der Mann bleibt wo er ist, und basta!" ("¡El hombre se queda donde está y se acabó!").
Después de su entronización papal, Benedicto prometió limpiar la Iglesia. Durante la prolongada decadencia de Juan Pablo II, la venalidad y la corrupción ganaron mucho terreno, de modo que el nuevo pontífice tuvo importantes logros: en 2006 expulsó a Marcial Maciel, fundador mexicano de la muy conservadora orden de los Legionarios de Cristo quien, al cabo de muchas décadas de honores y gran estimación, quedó expuesto como un violador, pedófilo y drogadicto que tenía familia con dos mujeres distintas e incluso abusó de sus hijos. En su oportunidad, tanto el cardenal Angelo Sodano —predecesor de Bertone como secretario de Estado— como el propio Bertone cubrieron de elogios a Maciel (a quien se le ordenó que pasara el resto de sus días en oración y penitencia; murió en 2008 ).
Por supuesto, otros muchos personajes corruptos conservan posiciones de influencia y se encuentran fuera del alcance de un hombre dotado con una impresionante capacidad de análisis intelectual, pero escasa aptitud política. Un ejemplo es Bernard Law, cardenal de Boston, quien escandalizó a millones de católicos estadounidenses con su muy prolongado encubrimiento de pedofilia sacerdotal y aun así, fue autorizado a presidir Santa Maria Maggiore, una de las basílicas más importantes de Roma. Aunque Benedicto no está directamente involucrado en los escándalos de Law o Maciel, sufrió las consecuencias por el simple hecho de ocupar un alto cargo eclesiástico mientras ocurrían los incidentes y no haber hecho algo para impedirlos.
Mientras tanto, el escándalo "Vatileaks" maniató la Iglesia. Nadie sabe, a ciencia cierta, quién es el responsable de las filtraciones; por lo pronto, el único inculpado es Paolo Gabriele, mayordomo del papa, quien estuvo detenido más de seis semanas en una habitación segura de Ciudad del Vaticano acusado de robo, crimen que conlleva una pena de uno a seis años de prisión, aunque podría enfrentar otros cargos como "ofender o insultar la figura del papa".
Quienquiera que haya organizado las filtraciones tenía la evidente intención de exponer la corrupción y los embustes en torno de las finanzas vaticanas. La Iglesia subsiste de los donativos semanales de sus fieles, de modo que entre 2009 y 2010, mientras se expandía el escándalo de la pedofilia, la propia basílica de San Pedro registró una caída de ingresos (de 82.5 a 67 millones de dólares, una mengua de 20 por ciento) y en 2011, el Vaticano tuvo su mayor déficit en muchos años (una pérdida de US$ 18,5 millones). Por tanto, es muy posible que las recientes revelaciones tengan repercusiones igual de deletéreas.
También está en peligro otro aspecto que mantiene la cohesión de la Iglesia: la libre y franca comunicación al interior del Vaticano. El minúsculo Estado Vaticano (con una extensión de 43,7 hectáreas) tiene cerca de 100 embajadas y la supervivencia de esa frágil y extralimitada estructura —una catedral hecha con palillos— depende de la seguridad de los comunicados de sacerdotes, monjas y obispos de todo el mundo quienes, en adelante, se detendrán a reflexionar antes de decir lo que piensan por temor a que sus palabras aparezcan impresas en los diarios. "Benedicto está completamente bloqueado", sentencia un corresponsal alemán en Roma. "Todo lo que dice está condicionado por este asunto y la consiguiente pérdida de confidencialidad. Si usted fuera obispo y tuviera que comunicar al papa alguna información importante y confidencial, ¿se atrevería a escribirle en este momento?".
El código de silencio del Vaticano era inviolable. Ahora, su intimidad quedó expuesta.
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