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Los reyes que vinieron pronto

Una iniciativa del arzobispo de Madrid -traer a los Reyes Magos el día 2 a la plaza de Colón y proclamar ante sus niños que aquellos eran los reyes de verdad- no solo dejaba en entredicho a los de la Cabalgata del día 5, sino que pudo suscitar en los pequeños sospechas fundadas de que hay reyes falsos y que estos puedan ser los de Gallardón. Pero si Rouco Varela está dispuesto a que los reyes de verdad, es decir, lo suyos, vengan a Madrid el primer domingo de enero será acaso porque en los países donde los reyes no cuentan con día festivo, más laicos o menos que este, la fiesta de la Epifanía se celebra ese domingo. Pero nuestros gobernantes no van a incurrir en la provocación de suprimir la fiesta de los reyes porque los reyes falsos del día 5, los que no van a la manifestación de los obispos, son parte de una de esas tradiciones que nos vinculan a la cristiandad con indudable gancho para nuestros pequeños y prosperidad para nuestros negocios. Y tampoco creo que la estrategia misionera de Rouco pase por distanciarse de la tradición en la que pueda coincidir con los laicos y dar por únicos a los reyes que otorgan color a la manifestación festiva con la que abre el año la iglesia de Madrid en el templo al aire libre que le cede el Ayuntamiento. Y digo manifestación porque un monarca absoluto, Benedicto XVI, llamó así a aquella libre concentración de sus súbditos del día 2, reconociendo de modo implícito la normalidad de un Estado no confesional que él llegara a considerar agresivo hace apenas unas semanas. Que el Papa llamara manifestación a lo que se pretendía acto litúrgico no ha sido otra cosa que la sustitución de un eufemismo por la definición verdadera de un acto en el que la homilía y el mitin se funden y confunden. Y no seré yo quien lo cuestione, que el hecho de que para Jesús de Nazaret su reino no fuera de este mundo no significa que para el orador Rouco, más orador profano que sagrado, no sea todo lo contrario. Y tiene su explicación: pasando la Iglesia por las dificultades que pasa, entre otras cosas por mala gestión de su cabeza, cuando no por ejemplos aberrantes de vicio, abuso y corrupción en su seno, está bien que se entregue a las manifestaciones, incluso contra sí misma, y opte por formas más mundanas y modernas, no ya de proclamación de su fe, por supuesto, sino de defensa de sus intereses.

No obstante, la novedad no está en que se queje de Gobiernos como el actual, supuestamente hostil, aunque no debería tener quejas de esa mano generosa que tan bien le da de comer, sino que se manifieste recelosa de los Gobiernos que vengan.

Bien es verdad que para quien no se apea de su verdad, y trata de imponerla a todo trance, como la Iglesia, un sistema democrático comporta siempre cierta incomodidad. Por eso es posible que no solo le parezcan pocas las concesiones de un Gobierno de izquierdas que la trata más amablemente que a su electorado, como es el caso del que preside un laico disminuido que prefiere congelar las pensiones a reducir la asignación dineraria a la Iglesia, sino que ni siquiera se fía de los partidos que han seguido a la Iglesia fielmente en sus verdades rotundas y en sus caprichos. Y es natural que así sea, hasta el punto de pensar en partido propio y bendecido o plataformas similares a los partidos, más recomendables al fin y al cabo que las sociedades secretas y ocultas, ahora que el Papa detesta el dinero negro que ha venido empleando, si lo que de verdad pretende la Iglesia es una verdadera reconquista. Lo que pasa es que las reconquistas, como las misiones requieren, un lenguaje aún radical y apocalíptico, pero lo peor de esos lenguajes agitadores es que generan respuestas reactivas. No faltan ya quienes se niegan a votar a cualquier partido que no les garantice la ruptura del Concordato del Estado español con la Iglesia.

Pero, pobre Iglesia, que tan mal lo pasa. Díganme si no es para sufrir contar entre sus filas con un prelado como el de Alcalá de Henares, que llega a decir que el matrimonio tradicional es el antídoto contra los malos tratos, o con otro, en Córdoba, que supera a su colega madrileño con el delirio de que la Unesco tiene un plan para hacer que la mitad de la población sea homosexual, quizá con el temor de que la Unesco lo incluya en esa mitad de desviados. La risa es inevitable, y el ridículo la propicia, pero con declaraciones de este tipo, tan ajenas a la teología y tan próximas a la idiotez, los obispos, en su afán misionero, van a tener que cerrar colegios y abrir manicomios.

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