Los santos comunes y anónimos que han preferido vivir y morir en la sombra nunca llegarán a la gloria de Bernini en San Pedro
En los inicios del cristianismo, eran los fieles los que canonizaban a las personas que consideraban dignas de ser presentadas a la comunidad como ejemplo a seguir, y solían ser gente común. Solo mucho más tarde fueron los obispos, y después los papas, quienes se arrogaron el poder de declarar infaliblemente la santidad.
Y desde entonces los papas se canonizan unos a otros o canonizan fundamentalmente a personas que han pertenecido a alguna orden o congregación religiosa. Llegar hasta la gloria de los altares cuesta en efecto dinero y necesita de influencias. Los santos anónimos, los que lo han sido solo para los que los han conocido de cerca o que han preferido vivir y morir en la sombra, esos nunca llegarán a tener su retrato expuesto en la rica Basílica de San Pedro.
Ha hecho bien el papa Francisco al querer canonizar, junto con el conservador polaco Juan Pablo II, al otro papa, el italiano al que la gente llamaba de Papa bueno, a Juan XXIII, hijo de campesinos que escribió en su testamento a la familia: “Nos os dejo nada porque nunca tuve nada”, al Papa que tuvo el coraje de proclamar un Concilio de renovación de la Iglesia que el aún vivo Benedicto XVI acabó combatiendo -y condenando a los teólogos que lo habían hecho posible-.
Hay quien se pregunta, y con razón, sin embargo, si los papas deberían ser canonizados. A su misma esencia de pastores pertenece el dar ejemplo de vida a los fieles de todo el mundo.
Sería, digamos, una obligación inherente a su función, aunque es cierto que en la larga historia de la Iglesia ha habido papas que constituyeron, con sus vidas depravadas, un verdadero escándalo para los fieles.
Si lo más importante de proclamar a alguien santo es el ejemplo que su vida ha supuesto para los demás (dado que el 98% de la humanidad está compuesto por gentes comunes, sin títulos y distinciones) la mayoría de los canonizados debería pertenecer a la categoría de las personas que viven dentro de la normalidad pero dando un ejemplo de integridad, de altruismo, de comunión con los más necesitados, dispuestos siempre a perdonar y a acoger la miseria material y moral de los que le rodean.
De esos santos, a los que la gente común, como en los inicios del cristianismo, toma como ejemplo, les admira y respeta, muy pocos o casi ninguno llega hasta las luces de la Basílica de San Pedro.
Son los santos anónimos. Son ese ejército de madres de familia que se desviven no solo por sus hijos naturales sino que acaban siendo una especie de madre de todos los que las rodea. Pienso en muchas de esas mujeres creadoras de paz y de concordia en medio de la violencia de las favelas del mundo.
Madres que teniendo aún caliente en sus brazos al hijo inocente muerto por los tiros de un bandido o de un policía, son capaces de perdonar sin rencor conscientes de que la violencia no se vence con otra violencia añadida.
Pienso en miles de maestras de escuela que dedican su vida a la infancia con un fervor que arranca admiración y que no lo hacen por dinero, sino porque su fe en la humanidad las ha convencido de que trabajar la mente y el corazón de un pequeño con amor es estar ya creando un mundo de paz y felicidad. ¿No son santas esas maestras?
¿Y los padres de familia, simples trabajadores fuera de su patria que se quitan de la boca una cerveza o una golosina para poder mandar al final de mes unos dineros a los hijos que dejaron en la pobreza de su lugar de origen?
Lo mismo podemos decir de cualquier otra profesión realizada con honradez y espíritu de altruismo. Más difícil sería hoy encontrar a alguien digno de ser canonizado en el mundo de la política atravesado por corrupciones y ansias de poder, pero si alguien lo encontrara merecería ser doblemente canonizado.
Y no siempre es fácil encontrar santos en el mundo de los religiosos, ya que no siempre los conventos o las parroquias y templos son nidos de santidad, como nos enseñan horribles ejemplos de pederastia o de enriquecimiento a costa de sacarles a los feligreses pobres un dinero que ellos necesitan para dar de comer a sus hijos y que los hombres de Iglesia usan para el lujo y el confort.
También en ese mundo existen ejemplos de santidad y desprendimiento pero, como en el caso de los papas, ellos deberían ser los menos interesantes para proponerlos como ejemplo de vida al resto de la humanidad. Ellos, por así decirlo, han escogido esa vida, que según los cánones de la Iglesia les asegura la vida eterna. Llevan el premio inherente a su vocación.
Los que mejor servirían como ejemplo para los demás, en lo cotidiano de una sociedad fácil de prostituirse por el poder o el dinero, donde se suben los escalones tantas veces a costas de pisar a los demás, son aquellas personas que, en medio a esos escenarios de hipocresía y ansias de poseer, de violencias para conseguir medrar, saben permanecer fieles a su conciencia.
Los que saben vivir sin adueñarse de lo que no les pertenece; los que saben respetar a los demás como a sí mismos y los que, después de dar ellos ese ejemplo de vida no prostituida, pueden con la cabeza alta pedir a los demás que sean fieles a su simple compromiso de ser hijos y hermanos de todos, ya que nadie nace con estrellas en la frente y todos debemos morir dejando atrás medallas y títulos -conseguidos las más de las veces a costas de traicionar la propia conciencia-.
¿Alguna vez, alguna de esos santos anónimos, con los que quizás nos cruzamos en la calle, llegarán a la gloria de Bernini en el Vaticano? Solo, quizás, el día en que la Iglesia vuelva a sus orígenes de sencillez y santidad, y cuando su credo sean las Bienaventuranzas, entre las que figura aquello de “felices los creadores de paz”, porque las guerras, las venganzas y los deseos de poseer ilícitamente son siempre multiplicadores de infelicidad.
Y entre los santos canonizados por la Iglesia, por desgracia, figuran hasta papas, reyes y príncipes guerreros.
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