Si al decir marxista, la religión es el opio del pueblo, la Iglesia Católica constituye el centro neurálgico más poderoso del narcotráfico occidental de almas y paraísos. Con el aval de toda una historia criminal a su espalda, la Iglesia Católica Apostólica Romana se ha erigido en la potencia reaccionaria mejor avenida con el poder político para, independientemente de países y épocas, contribuir a la preservación del orden establecido, que no es otro que aquel que acerca el cielo hasta la vida terrenal de una selecta oligarquía de poderosos, a costa de que los más padezcan el infierno mucho antes de morir; algunos, incluso, desde el momento mismo de nacer. Y es que está demostrado que no hay nada como el dinero para borrar al instante el estigma del pecado original.
La justicia de la cruz ha sido siempre la cruz de la injusticia: mucho para pocos y poco para muchos. Y el papado, colección de infalibles vicarios elegidos a dedo por el Espíritu Santo, como máxima autoridad de la pirámide jerárquica que estructura el orbe católico, ha sucumbido siempre a la tentación de expandir su poder –no olvidemos que emanado de la divinidad– para injerirse en cuestiones mucho más prosaicas y mundanas como son los asuntos de Estado.
En coherencia con su condenación del divorcio, la Iglesia jamás ha consentido disolver su matrimonio con los Estados, incluso cuando éstos, como es el caso de España, se declaran constitucionalmente aconfesionales. Precisamente aquí, en el país del esperpento, de la caricatura democrática, donde la crisis de la mayoría representa el botín de los facinerosos que la originaron y la aspersión de sinecuras, prebendas y regalías entre los políticos sumisos que la permitieron; aquí, donde estamos con el agua al cuello y acosados por los tábanos de las agencias de rating financiera, salidas de la chistera del dios Mercado para evaluar (?) a conveniencia de los plutócratas amigos las economías de los países elegidos para su depredación; aquí, digo, vamos a asistir y a sufragar del 16 al 21 del mes en curso la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), con visita papal incluida, cuando aún no se cumple un año del anterior garbeo de Su Santidad por esta vieja Piel de Toro.
Como el escándalo, por haberse instalado de modo numerario en nuestra vida social, ya a nadie escandaliza, salvo a esa pequeña, pero creciente, porción de ciudadanos a quienes nos bautizan como “indignados”, los organizadores del evento han podido pactar con las fuerzas políticas y económicas del país la financiación del alto coste económico del mismo sin que el pueblo se haya echado a la calle para correrlos a gorrazos, por no decir para colgar a unos y a otros de las farolas que hubiese más a mano (es un eufemismo).
En una época crítica como la que estamos viviendo, sólo un gobierno criminal e irresponsable consentiría sustraer de las arcas públicas más de veinticinco millones de euros para sufragar la mitad del coste de la JMJ como va a hacer el nuestro. La otra mitad correrá a cuenta de la fundación ‘Madrid Vivo’, compuesta por personalidades de la vida económica y social de nuestro país bajo la tutela, bendición y presidencia del Cardenal-Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, férreo lebrel del más dogmático e intransigente bastión del nacional-catolicismo hispano, versión siglo XXI.
El mecenazgo privado de ‘Madrid Vivo’ proviene de cuarenta empresas que se han sentido tocadas por la varita de la divinidad ante la crisis y porque, como han señalado en la declaración de intenciones de la Fundación, tienen “interés por ampliar los límites de la dignidad humana más allá del materialismo economicista”, y va dirigido a todos aquellos “que consideran la espiritualidad como un elemento esencial para revitalizar la sociedad española…”
Este interés por la dignidad humana y la consideración de la espiritualidad como elemento de revitalización social, comienza a enturbiarse cuando nos enteramos de que, declarado por el Gobierno la JMJ como “evento de interés especial”, tal tratamiento se traduce en una exención fiscal a las empresas implicadas de hasta un 80% del capital invertido.
Sin embargo, cuando la luz cegadora de la verdad se abre paso entre las tinieblas del cinismo más repugnante, es al conocer quiénes son los próceres que componen el elenco de paladines de la espiritualidad. Por no nombrarlos a todos, sólo señalaré algunos suficientemente representativos como para que las arcadas de la nausea retuerzan inevitablemente nuestra conciencia: Emilio Botín (Banco Santander), Francisco González (BBVA), César Alierta (Telefónica), Santiago Ybarra (Vocento), Iñigo de Oriol (Iberdrola), Isidro Fainé (La Caixa), Borja Prado (Endesa), Rodrigo Rato (Caja Madrid-Bankia), Ángel Ron (Banco Popular), etc. Esto es: la flor y nata de los desalmados que echan a las familias de sus casas, les embargan sus viviendas, y les hacen la “caridad cristiana” de mantenerles la deuda hasta que la muerte los libere; esto es: los rescatados de sus propios desmanes con dinero público a costa de dejar países enteros en absoluta ruina; esto es: los chupasangres que siguen aumentando sus pornográficos beneficios en una inversión del principio de los vasos comunicantes, según la cual: cuanto más tienen más ganan y cuanto menos más has de hundirte en la miseria.
Esta caterva de mercaderes insolidarios y los politicastros vendepatrias que los amparan, son los que tienen la desfachatez de promover la evangelizadora misión de convocar a los jóvenes en torno al último inquisidor a fin de que vayan “más allá del materialismo económico” –hay que tener cara– y se sientan integrados en esa “única familia” que es España, como tuvo la desvergüenza de decir Ratzinger-Benedicto en su pasado viaje a nuestro país, donde dejó otra cuenta de cerca de treinta millones de euros, a desembolsar del castigadísimo bolsillo de los contribuyentes. Verdaderamente, o estos advenedizos ponen de una vez freno a su caciquismo, o comprobarán cómo más pronto que tarde alguien se lo pondrá de una manera que todos desearíamos evitar, pero que, de seguir así, va a ser absolutamente inevitable.