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Los otros «mártires laicos»

Cada vez quedan menos testigos de la guerra civil, pero emergen más historias del olvido. Aún no hace un año, se estrenaba La buena nueva, película basada en las memorias del cura navarro Marino Ayerra Redín, editadas en Argentina, donde se exilió, con el título No me avergoncé del evangelio. Este verano se ha rodado Izarren Argia, que cuenta la historia de un grupo de mujeres presas en Saturrarán, un antiguo balneario habilitado por Franco como cárcel para “mujeres peligrosas”. Por sus húmedos barracones pasaron casi 4.000 mujeres (120 murieron) además de 57 niños: “algunas de estas criaturas, tras cumplir los cuatro años, eran luego arrebatadas a sus madres”. Un año antes de su cierre en 1944 aún permanecían allí 1.050 prisioneras, la mitad de las que había en el Estado, según la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Había presas de casi todas las regiones; muchas eran vascas.

En Saturrarán estuvieron Leonor y Encarna Ruipérez, maestras, de Peñaranda de Bracamonte, un pueblo donde “no hubo frente de guerra pero sí muchas muertes y represión; además de un apocalíptico polvorín”. Matilde, hija de Leonor Ruipérez, tenía casi diez años cuando estalló la sublevación contra la República: es “una niña de la guerra”. Hoy tiene 83 años y un espíritu joven. En su memoria permanecen, imborrables, recuerdos muy duros. Su familia, que pasó un largo calvario, es un paradigma de superación en la adversidad. A pesar de lo sufrido, confiesa: “me siento una privilegiada, no es un mérito… es un DON”. Tiene una fe firme (“cada vez más simple”) en el Dios-Padre-Madre al que “no tengo que ir lejos, ni a los altares, a buscarle”.

Matilde, catedrática de latín jubilada, es autora de un libro de recuerdos y vivencias: Memoria y Esperanza. “Sólo conociendo la historia lograremos que no se repitan hechos semejantes”. Sostiene que “está por escribirse una historia del ‘pueblo’, y que es necesario recuperar historias locales porque, como decía Carmen Martín Gaite, ‘las historias componen la Historia’; y falta una compilación orgánica de relatos escritos y orales de las personas que, en carne viva, experimentaron las consecuencias de la Guerra Civil y la Dictadura”.

Hasta el Alzamiento, su infancia era feliz. Sus padres, Paco Garzón y Leonor, les educaron en valores humanos y democráticos, en un ambiente de libertad, sin prejuicios religiosos. “Aunque no nos inculcaron rezos ni misas, en ese ambiente de libertad reclamé hacer la primera comunión”. Pudiéndoles llevar al “colegio de monjas para ricas”, sus padres les llevaron a la escuela pública, “donde iban los hijos de los pobres”. Su padre no estaba adscrito a ningún partido; pero era republicano y tenía especial simpatía por Fernando de los Ríos (defensor de un socialismo humanista) y por Manuel Azaña. Su madre, maestra nacional, admiraba al ministro Marcelino Domingo (cuyo lema era “sembrar España de escuelas”).

Entre los recuerdos imborrables de Matilde, está la fecha del 11 de julio de 1940. Ya hacía más de un año que había terminado la guerra (bendecida por la Iglesia como ‘Cruzada’), pero la desolación y la tragedia seguían golpeando a cientos de miles de españoles. Ese 11 de julio, al mediodía, Matilde “jugaba a la pelota junto al acerón de lo que fue el Palacio de los Bracamonte”. Alguien fue a buscarla: el cartero había llevado dos telegramas, simultáneos, de Biarritz: uno comunicando que su padre estaba grave y el otro que había muerto”. Su madre estaba presa en Saturrarán, la incertidumbre se ahondaba: “¿qué va a ser de nosotros… mi madre…?”.

En 1931, días antes de proclamarse la República, su padre vivió un acontecimiento singular. Fue en un viaje de negocios a la capital, con su cuñado Jesús. Por la tarde asistieron al teatro. Al terminar la función sonó la marcha real y el público pataleó. Fuera, estaba la guardia civil esperando, hizo una redada y a su padre, que no pudo escapar, lo llevaron a la cárcel Modelo donde, durante ocho días, se codeó con las figuras más punteras del republicanismo. Allí recibió la visita del famoso fotógrafo Alfonso (fue el autor del reportaje de su boda) que iba a visitar a aquellos famosos presos políticos. Acordaron con Alfonso en que éste les haría una foto en el patio. “Cuando os haga una señal con el pañuelo os ponéis en fila” les dijo. La foto, muy famosa, fue hecha “con un teleobjetivo de cartón, desde un edificio contiguo a la cárcel”. Una foto histórica, muy querida por Paco.

A primeros de julio del 36 (en febrero la izquierda había ganado las elecciones) el padre de Matilde acercó a la familia a Peñaranda (desde hacía un año vivían en Jaén, donde Paco fue nombrado subdirector en La Unión y el Fénix). Su padre volvió a Jaén, llevándose a su hijo Higinio y a un sobrino, Martín, con la idea de regresar en quince días para ir con la familia a la playa. Pero el 18 de julio sobrevino el Alzamiento de la derecha y “Peñaranda se llenó de camisas azules…”. Varios tíos y primos de Matilde fueron detenidos. Los llevaron a la cárcel de Salamanca. Su tío Salva (era el alcalde) se reponía de una pulmonía en Navalperal de Tormes. Fueron a por él; lo hicieron bajar del coche, entre fusiles, junto a su mujer y la hijita de un año, pero un guardia civil respondió por él y no lo asesinaron. Lo metieron en la prisión de Peñaranda y, extrañamente, lo soltaron. Por segunda vez, “la providencia en forma de amistad, evitó que lo mataran” (un amigo lo escondió). Matilde se acuerda de las “camionetas siniestras”, girando por la plaza del pueblo, cuando iban a por su tío Salva a casa del abuelo Higinio que tenía 80 años. (Al abuelo lo depuraron después, inhabilitándole como administrador vitalicio (fue nombrado en testamento por la fundadora) de un Asilo Benéfico).

Separado de su familia, por el golpe militar, Paco ansiaba volver a la zona ‘nacional’. Pero le llegaron visos cifrados, para que desistiera: “los tíos están en el colegio”. Resignado, y con unos ahorros, marchó a Francia por la costa levantina con su hijo, y dos sobrinos, pues Amador se les unió desde Santander donde estaba becado. En septiembre, el nuevo curso escolar se inauguró en Peñaranda con un acto político-religioso: “La procesión de los crucifijos”. Las maestras y maestros tenían que llevarlos a las escuelas (casualmente, sólo la madre y la tía de Matilde, Encarna, los conservaban). Tras los maestros iban las autoridades y los jefes de la Falange. Con Paco exiliado y Germán (marido de Encarna) en prisión, ellas no podían imaginar el destino que a ambas les esperaba.

Matilde recuerda aquel 17 de noviembre del 36 cuando, estando en el recreo, vio salir a su tía Encarna, maestra, esposada entre dos guardias civiles. “Tuve un extraño presentimiento y salí corriendo a casa… encontrándome a mi madre haciendo la maleta”. Ambas madres, en medio de la atroz desolación, serán conducidas a la prisión de Salamanca. El abuelo Higinio y sus dos hijas solteras se quedan con ocho “huérfanos”. Llegaron los juicios. Todos fueron acusados bajo el mismo sambenito: “auxilio a la rebelión”. Casi todos los varones fueron destinados al fuerte de San Cristóbal, en Pamplona; el tío Germán a Celanova (Ourense). Leonor y Encarna fueron conducidas a Saturrarán: un complejo, insalubre, regentado, con dureza, por las monjas Mercedarias.

Con la terrible censura, “había que recurrir a la metáfora… las cartas infantiles sólo contenían anécdotas, nunca sentimientos”. Matilde recuerda cómo “los republicanos, los rojos, eran demonizados en la calle y en los púlpitos”. La foto de su padre en la Modelo, tan querida por él, la escondieron bajo las tejas; después la quemaron, con otras. Muchos años después, aparecía en el suplemento dominical de El País, en un reportaje sobre el fotógrafo Alfonso. Después en una exposición (y en un libro sobre el fotógrafo), con este pié de foto: “Comité Revolucionario de la República, de izquierda a derecha: Paco Garzón Baz,… Niceto Alcalá Zamora, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Miguel Maura,…y Casares Quiroga.”. Gran error, puntualiza Matilde: “mi padre estuvo en la cárcel Modelo de pura casualidad”.

Terminada la guerra, otro acontecimiento, especialmente imborrable para Matilde, fue el vivido en la primavera del 39: su viaje, con la tía Deme y su prima Celia, a Saturrarán. No fue un viaje de placer sino de trágica despedida. Su padre se las ingenió para antes verse con ellas en la raya fronteriza del puente de Irún, sobre el Bidasoa. Allí estaba él, “enjuto, demacrado, envejecido”, con Higinio y Martín. “Mi padre me comió a besos… Pero tuve la sensación de que no volvería a verlo y pasé el resto del día desolada, llorando”. Al día siguiente, Matilde viajó a “otro escenario más cruel todavía”: Saturrarán. “Ante la mirada cruel e impasible de los guardianes y de las blancas tocas consagradas a su vigilancia… no nos dejaron besar a nuestras madres: estaban entre dos filas de rejas muy separadas”. A su madre, con fina sensibilidad artística y espiritual, las monjas “le hacían pintar estampas, paños de altar, cubre copones, o cortinillas para el sagrario”. Maestra por vocación, ella se ofrece a dar clases a las presas y a sus hijos.

Higinio y Martín pudieron volver a España. Su padre fue llevado, quizá por marzo de 1940, al campo de Gurs (Pirineos centrales) donde 61.000 hombres, mujeres y niños permanecieron, como prisioneros, abandonados en la miseria y el hambre. Paco escribió angustiado a la familia pidiendo avales con urgencia. “Debió de recibirlos pero no lo supimos hasta después de su muerte. Los primeros días de Julio debió salir del Campo, enfermo, pues el 11 llegaron dos telegramas anunciando su muerte. Días después, una tarjeta suya en la que nos decía que ya tenía los avales, que lo había pasado muy mal con una pulmonía y que en cuanto se recuperara, se vendría. Mi madre salió de Saturrarán veinte días después y al vernos de luto, supo la terrible noticia”. Muchos años después, su prima Celia le contará que ella recogió los telegramas del cartero, aquel 11 de julio, y que ‘Lonchis’, hermano de Matilde, se abalanzó sobre el papel gritando: “¡mi padre ha muerto! ¡Lo soñé esta noche!”.

Matilde siempre ha estado comprometida con el mundo de la marginación. Estuvo involucrada en proyectos de renovación educativa. Los del Régimen la espiaban. Y nunca le dejarán tomar destino como profesora en Salamanca. Recuerda, junto a su casa, la fábrica de alpargatas familiar (dirigida por sus tíos Jesús y Salva) donde, en medio de los obreros, jugaba con los recortes: “yo no percibía diferencias entre jefes y trabajadores…, la fábrica me marcó en mi compromiso con el mundo obrero”. Allí trabajaba su primo, Fortu, asesinado, junto con otros cinco, en la tapia del cementerio, con 24 años. Al dar la orden de la descarga, Fortu gritó: “¡Viva los pobres del mundo!”. ‘Murió predicando la primera de las bienaventuranzas de Jesús; pero a él no lo canonizarán’, escribirá Leonor Ruipérez en sus memorias inéditas (‘Relato de mi vida’). Matilde cree que “la igualdad que vivió Jesús la predican en la iglesia, pero la practican más los ateos”.

A Matilde se le hace imposible señalar cuál de aquellos golpes sufridos fue el más terrible: “¿el 18 de julio del 36?, ¿la partida de mi madre a la cárcel de Salamanca?, ¿el asesinato del primo Fortu?, ¿el polvorín?, ¿las visitas a la cárcel?, ¿el último abrazo con mi padre en la frontera de Irún?, ¿ese 11 de julio de 1940 que desgarró todo mi ser?, ¿la llegada de mi madre desde Saturrarán encontrándonos enlutados y llenos de desolación?”…

No se explica cómo su padre, a pesar de lo sufrido, con los avales para volver, y a punto de reencontrarse con Leonor e hijos, pudo dejar una carta estremecedora, al sentir que se moría, que empieza así: “Muero sereno…”. “¿Cómo pudo escribir mi padre, sin Fe, sin ningún agarradero humano ‘muero sereno?”. Esa hoja amarillenta “me estremece y me consuela y doy gracias a mi padre Paco y a mi Padre Dios por escribirla”.

Tampoco se explica cómo pudo su madre -“con la intensa humedad que se sufría en Saturrarán y comiendo los gusanos que les proporcionaban en las lentejas”- estirar su vida hasta los 98 años. Tras salir de la cárcel, Leonor Ruipérez fue inhabilitada durante dieciséis años más para la docencia, y, sin Paco, consiguió dar a los hijos carreras. Ya nonagenaria, “devoraba los libros y cultivaba la memoria repitiendo en las noches de insomnio el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Cuando murió, Matilde abrió la Biblia y oró con el salmo 16. “Durante una semana, caminando por la calle, resonaba dentro de mí una voz dirigida a mi madre: ‘Levántate amada mía, paloma mía… Ven, ya pasó el invierno…”. Una ‘experiencia’ que le daba “la certeza de que ya gozaba de la Plenitud”. La tía Encarna Ruipérez murió a los sesenta y siete, “invadida por un linfoma”, cinco meses después que su esposo, Germán Sánchez.

No hace mucho, Matilde recuperó el sumario de su madre. Entre los “delitos” (muchos comunes al resto de la familia): ‘que se rumoreaba que acudió a la estación el 20 de julio para descarrilar un tren; que aprovechaba su profesión de maestra para difundir ideas marxistas; que había inducido a la rebelión’… etc. “Resulta increíble que personas que se proclamaban católicas pudieran urdir tan inicuas calumnias para destrozar la vida de tantas familias”. Sabedora de que ya quedan pocos testigos directos de la represión brutal, cuyas tragedias fueron silenciadas (en la dictadura y en la ‘transición’), Matilde ha visitado -con la asociación salmantina “Memoria y Justicia”- algunos pueblos: “siento una emoción incontenible cuando encuentro alguna superviviente, como Inés (testigo de una matanza que afectó a varios miembros de su familia, y que estuvo condenada a muerte, y presa en Saturrarán) o a sus familiares”.

En su vida de creyente, Matilde confiesa que vivió una “atroz contradicción”: Franco se instaló en Salamanca, en el palacio del obispo: “nos contaban que allí, mientras tomaba café, firmaba fríamente las listas de tantos inocentes destinados a morir”. Verlo en los desfiles arropado por toda la clerecía; o bajo palio en las procesiones… “Y los que se declaran líderes del cristianismo sin entonar el mea culpa…”. Ella mantiene esta certeza: “nada ni nadie pueden arrebatarme el amor de Dios y la experiencia acumulada de que en la debilidad está la fuerza como dijo Pablo de Tarso”. Y este reto: “Me siento capaz de cualquier riesgo a favor de los más excluidos de la sociedad”.

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