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Los obispos y la moral pública

Nada es socialmente tan perverso como reinstalar en la vida de una comunidad antagonismos ya superados. Razón por la que no voy a entrar en el inútil y penoso debate sobre el tema de la Educación para la Ciudadanía que opone la Conferencia Episcopal al Gobierno y, sobre todo, enfrenta en nuestro país a la derecha con la izquierda en la cuestión del laicismo en democracia.

Cuestión que tan dolorosas consecuencias tuvo en la España de los años 30 y que parecíamos haber dejado definitivamente atrás. Voy a centrarme en cambio en la desmoralización pública de la sociedad española que muchos, católicos y no católicos, consideramos como una de las quiebras más dramáticas de la España actual. No se trata sólo de las formas más conocidas y practicadas del chanchullo inmobiliario, la llamada corrupción del ladrillo al uso, sino de la legitimación social y de la arrogancia individual del corrupto y de sus prácticas, que han cancelado las fronteras entre la honestidad y la indecencia y de las que una de sus figuras emblemáticas, el presidente de la Diputación de Castellón proclamó después de su última reelección que los electores, a pesar de sus múltiples imputaciones, le habían revalidado y absuelto con sobresaliente. Todo es positivo para el buen ciudadano demócrata, en política, como en fisiología, lo que no mata, engorda.
La ausencia general de moral pública encuentra su razón de ser en la atonía axiológica contemporánea de la que deriva un relativismo curalotodo que la ideología postmoderna ha elevado a la cumbre suprema del hedonismo múltiple. Hermanado con la libertad total y subido en el carro del neoliberalismo reinante, nos cubre frente a las terribles utopías de la transformación revolucionaria y nos asegura un ejercicio sin límites ni fronteras de nuestras capacidades. Claro que reservado a los happy few, a los que su posición económica garantiza poder político y dominación social. El valor hegemónico es obviamente el éxito económico y desde él se declinan todas las variantes posibles del triunfo social. Ese credo, que se ha convertido en el referente unánime de nuestra modernidad postmoderna, convive con la persistente extensión del hambre y la miseria, con la insoportable desigualdad entre individuos y países, con la generalización de la violencia, con la feroz injusticia social que no cesa. Realidad que los que mandan intentan ocultar exaltando a los admirables pero casi impotentes actores de la solidaridad cuya abnegada labor acaba funcionando como coartada de la villanía. En tiempos tan oscuros, en los que además palabras e imágenes son casi siempre los instrumentos más eficaces del engaño, a casi nada podemos asirnos.
La moral pública, la responsabilidad ciudadana, las virtudes cívicas son categorías y referentes que tal vez puedan ayudarnos a resistir a tanto deterioro. En Norbert Elias, Anna Harendt, Habermas, Macpherson, Rawls, Margalit y más cerca de nosotros en los autores del excelente reader de Pedro Cerezo Democracia y Virtudes cívicas he encontrado razones y argumentos, materia para seguir pensando que más allá de la ética de las personas, una moral pública de lo público es no sólo necesaria sino posible. Aunque la ausencia de referentes personalizados, de ciudadanos ejemplares lo haga tan difícil. En vez de ellos disponemos sólo de contramodelos. Pues, ¿cómo calificar sino a nuestros líderes socialdemócratas Schröder o González alistados en los imperios de Putin y de Carlos Slim, respectivamente, o a José María Aznar, máximo emblema de la derecha española, embarcado en la nave del gran tycoon Murdock y funcionando como consejero especial del Fondo especulativo Centaurus? Los demócratas españoles, creyentes y agnósticos, necesitamos, señores obispos, de su experiencia acumulada, de su capacidad de influencia para serenar al país e instalar a nuestros compatriotas en los valores de la moral pública, de la responsabilidad ciudadana. Que nuestros gobernantes municipales expolien al erario común y exhiban al mismo tiempo su religiosidad católica en manifestaciones públicas, sin que sus obispos digan nada es para mí el verdadero escándalo. Pues tan decisivo como censurar a los desgraciados clérigos pederastas incapaces de controlar sus instintos es convocar a las fuerzas católicas a la trinchera de la ética pública, en la que son imprescindibles. Pienso que ésa es una obligación a la que la jerarquía católica no puede sustraerse.

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