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‘Letra Global’ publica un extracto de ‘La libertad de la pornografía’ (Athenaica), un ensayo de la constitucionalista Ana Valero Heredia sobre la exhibición sexual vista desde el prisma de la cultura
Ana Valero Heredia es doctora en Derecho Constitucional y profesora de esta disciplina jurídica en la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM). Es autora de monografías y estudios sobre la libertad de conciencia de los menores de edad, la laicidad del Estado y la cultura de la cancelación. Ha realizado estancias de investigación y docencia en el Trinity College de Dublín, la Sorbona de París, La Sapienza de Roma y la Northwestern University de Chicago. Su último ensayo –La libertad de la pornografía (Athenaica)– aborda el fenómeno de la pornografía y la exhibición sexual desde una perspectiva cultural, jurídica y moral y sitúa esta práctica en el contexto del derecho a la libertad de expresión y sus posibles limitaciones en lo relativo a su consumo por parte de los jóvenes.
El libro, que incluye un prólogo de Erika Lust, directora de cine porno de nacionalidad sueca afincada en Barcelona, reproduce en su cubierta, que ha sido censurada en redes sociales como Twitter, Facebook e Instagram, el cuadro El origen del mundo del pintor Gustave Courbet, donde se muestra un primer plano de un sexo femenino. A partir de esta imagen, la autora hace un recorrido sobre lo que a lo largo de la historia ha sido considerado pornografía y, con el paso del tiempo, ha ido dejando de serlo, en virtud de las distintas pautas sociales y estéticas de cada momento. La principal tesis del libro es que la idea de la pornografía es un concepto subjetivo, en constante transformación y cuyos límites dependen de las creencias y los valores de quien la contemple en cada instante histórico.
Valero Heredia se detiene en los daños que la pornografía puede causar en los menores y los adolescentes y analiza el hecho de que en ocho de cada diez producciones pornográficas son las mujeres quienes son representadas como objetos de consumo para el placer masculino. La jurista reflexiona asimismo sobre otro tema polémico: las vinculaciones entre el consumo de pornografía y los casos de violencia contra la mujer y otros colectivos. En los ultimos cuatro años –recuerda Valero Heredia– las agresiones de carácter sexual entre los jóvenes –incluidas las colectivas– se han disparado en España un 70%.
Otro asunto que se trata en La libertad de la pornografía es la lectura que el movimiento feminista hace de la pornografía y la eterna discusión entre los grupos sociales que postulan su prohibición y aquellos otros que defienden las producciones pornográficas hechas con una perspectiva femenina, o las películas del denominado Post-porno. Según Erika Lust, autora del prólogo, se puede promover la igualdad, el respeto a la intimidad y la diversidad sexual, así como la exploración del placer y la sexualidad, a través de la creación de contenidos porno, cuyo objetivo –a juicio de Lust– no es educar, sino entretener
La cubierta de ‘La libertad de la pornografía’ ha sido censurada en Twitter, Instagram y Facebook / ATHENAICA
LOS MUSEOS ESTÁN LLENOS DE PORNO
El arte y el derecho nunca han sido los mejores aliados, pues todo intento de evaluación o regulación por parte de este contradice el carácter inaprehensible del primero. En este sentido, resulta especialmente elocuente la opinión del juez Holmes de la Corte Suprema norteamericana en el caso Bleistein vs. Donaldson Lithographing Company, del año 1903, pues constituye la declaración jurisprudencial más famosa sobre la incapacidad de lo jurídico para evaluar lo artístico.
Los hechos del caso se referían a los carteles publicitarios diseñados por George Bleistein para The Great Wallace Shows, un circo itinerante de Indiana en el que aparecían bailarinas escotadas y con las piernas desnudas. La cuestión de fondo trataba de determinar si tales carteles eran merecedores de protección por los derechos de autor. El juez Holmes, ponente de la sen- tencia, se manifestó a favor de una forma de arte considerada menor (low art), al sostener que la protección otorgada por los derechos del copyright no debía limitarse a las formas de arte clásico como la pintura tradicional (high art), siendo necesario, por el contrario:
(…) adaptarse a los tiempos y mostrar apertura hacia nuevas formas de arte, ya que el gusto de cualquier tipo de público no debe ser tratado con desprecio. Por lo que —continuaba— sería una tarea peligrosa para las personas capacitadas únicamente en la ley constituirse en jueces finales del valor de las ilustraciones pictóricas, fuera de los límites más estrechos y obvios. En última instancia, algunas obras seguramente perderían la protección que merecen. Su misma novedad las haría repulsivas hasta que el público aprendiera el nuevo idioma en el que habla su autor. Sería más que dudoso, por ejemplo, si los grabados de Goya o las pinturas de Manet hubieran sido objeto de protección cuando se vieran por primera vez.
En un sentido similar, otro juez de la Corte Suprema norteamericana, el juez Scalia, reconoció en el año 1987 que se hace difícil adoptar una prueba objetiva para determinar el valor literario o artístico de una obra, pues «del mismo modo que no sirve de nada discutir sobre el gusto, no tiene sentido litigar al respecto»2. Algo que enfatizó el Tribunal Constitucional ale- mán en el caso Strauß-Karikatur, del mismo año26, hasta el punto de afirmar que cualquier enfoque jurídico tendente a evaluar el valor del arte es inconstitucional, pues «cualquier estándar que trate de distinguir entre arte “superior” o “inferior”, entre arte “bueno” o “malo” y, por lo tanto, distinguir también entre arte más o menos digno de proteger, implica un control de su contenido, algo que está constitucionalmente prohibido».
La jurista y profesora Ana Valero Heredia / ATHENAICA
Como he expuesto en el epígrafe anterior, la representación de la sexualidad humana ha encontrado en el arte su medio natural a lo largo de la historia. Sin embargo, la expresión pornográfica ha sido reiteradamente excluida del ámbito de protección de la libertad artística tanto desde cánones estrictamente artísticos como desde lo jurídico.
El empeño por distinguir entre high y low art, o entre «arte erótico» y «pornografía», ha sido constante en algunos sectores de la crítica del arte o de la semiótica. Dichas tesis sostienen que el erotismo reúne valores estéticos de los que carece completamente la pornografía, lo que hace que esta última se considere ajena al arte. En palabras de Lucie-Smith, «todo el sexo que pueda aparecer en una obra artística es erótico o no es arte»27. O, en relación con el cine, Pardo de Neyra afirma que «la pornografía está en las antípodas de la estética sofisticada, del ritualismo poético y místico de la película erótica, en la que también se ciernen las promesas de la transgresión».
Otro de los criterios de distinción es el carácter explícitamente sexual de la pornografía frente al carácter tácito o velado de la expresión erótica. Para Barthes, en el erotismo «toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo, por lo que la imagen erótica plantea un suspenso narrativo, una incógnita que pide ser resuelta por el espectador. En lo erótico prima la imaginación y, en consecuencia, el espectador deviene un ser activo dentro del relato». En el mismo sentido, según Oliveras, «la imagen erótica desarrolla un tipo particular de narración, entabla un relato abierto, mientras que la imagen pornográfica resulta imperativa, plantea una exaltación brutal de la escena sexual, y es pura exhibición y redundancia».
Rouillé, por su parte, alega que en el erotismo «la muestra cede a la sugestión, la descripción a la evocación, el sexo está presente sin ser jamás omnipresente, ni siquiera es siempre visible». Y Zizek explica que el porno es el género que «revela todo lo que hay para revelar, no oculta nada, registra directamente todo con una cámara y lo ofrece a nuestra vista».
Un usuario de webs ‘porno’ desde su ordenador portatil / EFE
La tercera de las características de la pornografía frente al erotismo, según esta postura, es la «deshumanización» de los personajes pues, según Sarris, la primera «se caracteriza por colocar los órganos sexuales en unos primeros planos tan hiperrealistas que descontextualizan el cuerpo y lo transforman en un pedazo de carne, como si fuera un objeto». En sentido similar, en opinión de Oliveras, «si en la imagen erótica encontramos, de un modo u otro, sujetos o personas, es decir, seres que revelan la existencia de una identidad humana, lo que muestra la pornografía es la reducción de esos sujetos a meros cuerpos objetos. Son, ante todo, objetos de uso, listos para ser consumidos». Rouillé, por su parte, insiste en que «el pornográfico es un género minimalista en el ámbito cinematográfico, caracterizado por la sobrexposición en primer plano de los órganos sexuales sin ninguna ambigüedad o distanciamiento, y por la intrascendencia de los actores, con los cuales el espectador no se identifica en ningún momento».
Y, en términos parecidos, Marzano explica que «la obra erótica busca narrar el misterio del encuentro sexual, el enigma del cuerpo y el secreto del deseo; respeta la imaginación y la madurez de espíritu del lector o espectador y, a la vez, la vida interior y la plenitud de los personajes representados. Un trabajo pornográfico, en cambio, es un producto que instala un discurso sobre el sexo capaz de hacer de la intimidad sexual un objeto de consumo. No se interesa ni en los misterios del encuentro ni en el enigma del cuerpo, se limita a poner en escena a individuos-autómatas sin una pizca de humanidad o de deseo». En resumen, según estos autores, mientras en el erotismo la imagen sexual trasciende la simple fisiología y pone en marcha mecanismos perceptivos más complejos, la imagen pornográfica es limitada por realista.
Otro de los elementos que ha sido empleado para distinguir la obra erótica de la pornográfica en el pensamiento artístico es el de la intención del autor. Así, Tovar, refiriéndose a la obra erótica, señala que «los elementos puestos al servicio del estímulo sexual, aunque evidentes, no operan con el único propósito de anular a aquellos otros que aportan valores estéticos». Y dice que «el pornógrafo suele acudir a la técnica de la mímesis mientras que el erotógrafo a la de la transfiguración». En la misma línea, Nead considera que la acepción actual de la pornografía comprende la representación explícita del sexo y de los órganos sexuales con el sólo propósito de excitar sexualmente al espectador o al lector. Esta tesis, a la que se han acogido, como expondré, muchas de las definiciones legales del porno, se articula en torno a la intención lasciva o corruptora del pornógrafo.
A pesar de la insistencia en referir dichas diferencias, es fehaciente que cualquier intento de distinguir entre high y low art, entre arte y no arte, entre erotismo y pornografía, resulta extremadamente falible, pues se trata de una distinción condicionada no solo por la subjetividad de quien observa —«la pornografía es el erotismo de los demás», dice Robbe-Grillet—, sino, sobre todo, por el momento histórico en que se observa. Pues, como señaló el Tribunal Supremo norteamericano en Hannegan vs. Esquire, Inc., de 1946, «lo que es buena literatura, lo que es buen arte, varía con los individuos como lo hace de una generación a otra».
Un retrato de Susan Sontag / DOMINIQUE NABOKOV
En el mismo sentido, se hacen relevantes las palabras de Susan Sontag en relación con el libro Histoire d’O, de Pauline Réage (1954), cuando sostiene que «las obras de pornografía pueden pertenecer a la literatura». Además, no cabe olvidar que, en el arte contemporáneo, el uso de la imagen de contenido sexualmente explícito como recurso del discurso estético es un fenómeno en alza. Pues, como señala Adler, «una gran parte del arte (político) contemporáneo desafía su propia categorización como arte». En este sentido se pregunta si, por ejemplo, «¿deberíamos caracterizar los vídeos de “sexo seguro” del artista activista Gregg Bordowitz, exhibidos tanto en salas de cine con clasificación X como en entornos artísticos y académicos, como arte?, ¿o las performances de Karen Finley, que actúa en clubes nocturnos y en galerías de arte?».
Siguiendo a Ogien, cabe afirmar que «tanto pornografía como erotismo se refieren a la misma cosa y solo enuncian una distinta posición del sujeto observador». En esta línea se encuentra la experiencia de la artista y educadora sexual Betty Dodson cuando exhibía colecciones de «arte erótico» en los años 70:
(…) recuerdo haberle preguntado a Grant cómo era posible que alguien considerara asquerosos mis bellos dibujos de desnudos.
—¿Por qué no puede la gente distinguir entre el arte que es erótico y el arte que es pornográfico?
—Betty, es todo arte —me dijo—. La belleza o la pornografía estarán siempre en los ojos del que mira.
Después me advirtió de que era un error intentar definir cualquiera de las dos. Que era una trampa intelectual que llevaba a debates interminables en los que no se llegaría a ningún acuerdo. (…) Decidí olvidarme de definir el arte erótico como superior a la imagen pornográfica. En vez de eso, acepté la etiqueta de «pornógrafa».
Ha de tenerse en cuenta, además, que cuando la distinción entre erotismo y pornografía, entre high y low art, proviene del pensamiento jurídico, tras ella suele haber un ánimo cercenador de la expresión sexual. De hecho, como expondré en el próximo capítulo, las leyes antiobscenidad se construyeron fundamentalmente sobre la premisa de que existía una distinción entre pornografía y arte.
Fotografías de Robert Mapplethorpe en el Centro de Arte La Panera / ALBERTRA
Un ejemplo de esto que digo lo encontramos en la obra fotográfica de Robert Mapplethorpe en los años 80, en la que abundan los retratos sexuales de hombres en posiciones claramente sexuales o, incluso, sadomasoquistas, y que ha sido calificada como hardcore. El famoso crítico de arte Danto, afirmaba que el polémico fotógrafo «consigue producir imágenes que son a la vez bellas y excitantes: pornografía y arte unidos en las mismas impresionantes fotografías».
El trabajo de Mapplethorpe fue objeto de una furiosa controversia judicial. En el verano de 1989, en un sorprendente pero profético acto de autocensura, la Corcoran Gallery of Art de Washington canceló la exposición retrospectiva de Mapplethorpe titulada The Perfect Moment. Agitando las imágenes virtuosas y francamente sexuales de Mapplethorpe —entre las que podía verse una fotografía de un hombre orinando en la boca de otro hombre, y otra de un puño dentro del ano de otro hombre— ante el Congreso, el senador Jesse Helms consiguió que este órgano anulase todos los fondos federales destinados a subvencionar todo tipo de arte sexualmente explícito que careciese de un valor artístico.
Y una década más tarde, la Corte Suprema norteamericana confirmó, en el caso National Endowment for the Arts vs. Finley, de 1998, la constitucionalidad de ley federal National Foundation on the Arts and Humanities Act de 1990, en virtud de la cual el órgano encargado de seleccionar a los artistas beneficiarios de las subvenciones federales —el National Endowment for the Arts (NEA)—, debía atender no solo a la excelencia y el mérito artístico, sino también a los estándares generales de decencia y respeto por las diversas creencias y valores del público estadounidense.
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La libertad de la pornografía. Ana Valero Heredia. Athenaica Ediciones, Sevilla 2022. Serie Ensayo. 208 páginas. 18 €.