En estos momentos confluyen en el debate público dos intereses de difícil conciliación. Uno de ellos es la reivindicación de más laicismo para una sociedad como la española que, pese a tener un Estado aconfesional, mantiene vivos numerosos vestigios católicos y sostiene una tormentosa relación con una jerarquía eclesiástica que no quiere renunciar a su visibilidad pública. El otro demanda lo contrario: más presencia religiosa en el espacio público. En sus términos más civilizados, esta exigencia se hace eco de un debate que empieza a extenderse por Europa y que se plantea la necesidad de revisar una concepción de la laicidad que acaba siendo agresiva y desconsiderada con la religión o, en el mejor de los casos, poco sensible hacia sus manifestaciones más positivas. Tras siglos de secularización progresiva, hay un hecho incuestionable: la religión no sólo no ha des-aparecido, sino que revive de distintas maneras. ¿Cómo hay que tomarse tal circunstancia desde un pensamiento laico? La voluntad de las posiciones laicas más extremas de eliminar a la religión del espacio público ¿es sensata, es correcta, es, en definitiva, justa?
Laicismo y religión pública
Rafael Díaz Salazar lleva años poniendo la sociología al servicio del tema religioso. Ha sabido ganarse un merecido prestigio como sociólogo de la religión, el cual se verá acrecentado por los dos últimos productos de su erudita cosecha. En Democracia laica y religión pública hace un examen de carácter general de la presencia de la religión en la vida pública tomando como base algunas de las aportaciones filosóficas y teológicas más recientes. En España laica analiza la peculiar forma de laicidad que tenemos en España comparándonos con otros países occidentales como Francia, Italia y Estados Unidos. Pese a su condición de sociólogo, Díaz Salazar va siempre más allá de la simple constatación de lo que ocurre. No desdeña la crítica de una realidad que no se ajusta a la complejidad del concepto analizado y que tampoco parece muy capaz de reconocer sus propias deficiencias. De la mano de los pensadores contemporáneos más sobresalientes, John Rawls y Jürgen Habermas, articula un minucioso y erudito análisis en torno a una pre-gunta recurrente: ¿en una sociedad laica, la religión debe ser pública o privada?
La cuestión parecerá por lo menos chocante a las mentes que más empeño han puesto en declarar la neutralidad del Estado laico y la expulsión de la religión de la esfera pública. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la religión pervive e incluso goza de buena salud en las sociedades secularizadas, teniendo en cuenta, además, que existe un rechazo más o menos explícito hacia las manifestaciones públicas de la religión por parte del pensamiento laico, no hay más remedio que replantearse los justos términos de la convivencia entre laicismo y religión pública. Díaz Salazar no duda en poner, desde el principio, sus cartas sobre la mesa: la religión es un asunto público. Lo es por la obviedad de que existen espacios públicos donde los creyentes se manifiestan como tales y porque la Iglesia católica sigue teniendo en España una presencia pública indiscutible. Pero lo es asimismo porque el mensaje cristiano –que es la religión a la que exclusivamente se refiere– influye en las relaciones sociales, ha contribuido, y sigue haciéndolo, a construir un mundo más justo.
El debate que Díaz Salazar pone al descubierto se inspira sobre todo en la tesis más reciente de Jürgen Habermas (Jürgen Habermas, Naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2007) relativa a la necesidad de establecer un diálogo más abierto y menos reticente entre las doctrinas religiosas y no religiosas, diálogo a su juicio fundamental para construir eso que ha venido en llamarse la “razón pública”. Una “comprensión secularista de la democracia y del Estado de derecho” es equivocada, según el filósofo alemán. No sólo la religión como tal tiene elementos positivos que aportar, sino que no es justo exigirle al creyente que ponga entre paréntesis sus creencias para discutir temas de interés público. Bien es cierto que una determinada iglesia, la de los fundamentalistas católicos –la postura “neocon” en palabras de Díaz Salazar–, no les pone fácil a los laicos la consideración de una postura de diálogo y mutuo reconocimiento. La convicción de que el laicismo es amoral, pues la única esfera moral es la de la Verdad católica, queda claramente expresada en la Centesimus annus de Juan Pablo II. Allí se afirma sin ambages que los males del mundo moderno no tienen otro origen que la renuncia a una Verdad trascendente a favor del sentir y la opinión de la mayoría. De ahí han salido las nuevas formas de familia, el matrimonio homosexual, la “ideología de género”, la demanda de una regulación del aborto y la eutanasia. El laicismo, en una palabra, se confunde con el relativismo.
Tal opinión es, a su vez, la mantenida por Ratzinger: el laicismo es amoral porque renuncia a la Verdad y cae en el puro relativismo. Es, efectivamente, en el terreno de la moral donde las discrepancias entre creyentes y laicos se hacen más duras e irresolubles. Todas las iglesias, y la católica en especial, se han distinguido por tener siempre respuestas muy claras a las cuestiones normativas derivadas de la sexualidad, del nacimiento y de la muerte. Cuando tales respuestas se vuelven indiscutibles, el diálogo es imposible, pues no hay diálogo sin un suelo común en el que asentarse.
Dicha base común Díaz Salazar la entiende de la siguiente manera. Un Estado laico debe ser efectivamente neutral y no defender ninguna religión. Lo cual, sin embargo, no implica caer en un relativismo moral desde el que todo es válido o moralmente posible. El Estado neutral no defiende ninguna religión en particular, pero sí unos valores éticos universales en los que él mismo está arraigado. Son los derechos humanos, un conjunto de principios que no se fundamentan ni en una “verdad” trascendente ni en una “naturaleza humana”. Son valores universales porque así lo han querido y lo han ido determinando los seres humanos a lo largo de la historia. Y en tal desarrollo también han tenido su parte las religiones.
Pero Ratzinger se opone a ese universalismo de base estrictamente sociológica. “El puro positivismo de los derechos humanos no puede ser la última palabra”, son sus palabras. A su juicio, eso es relativismo, desprecio de la ley natural y del “carácter imprescindible de Dios para la ética”. Se muestra más dispuesto a aceptar la libertad religiosa que la autonomía moral y la libertad de conciencia del individuo como punto de partida del debate normativo.
Habermas, que ha mantenido una discusión profunda y controvertida con Ratzinger, rechaza por supuesto el fundamento natural o trascendente para la moral. Defiende la autonomía del Estado para determinar hasta dónde es posible llegar normativamente. Es el Estado quien establece el marco de lo tolerable. Pero la discrepancia de fondo con Ratzinger no le impide pronunciarse, al mismo tiempo, contra un “laicismo ideológico del Estado”, que le llevaría de algún modo a abdicar de su supuesta neutralidad para proponerse generalizar “la visión laicista del mundo”. Juzga esa visión como tan extremista y tan poco razonable como la del más acendrado fundamentalista. Por lo tanto, lo que se impone es descartar ambos extremismos y entender la secularización como un “doble proceso de aprendizaje”, en la cual el punto de vista laico correcto es el que consiste en no descartar que algo de positivo tienen las religiones y que tal vez no todo es enteramente traducible a un lenguaje laico.
Díaz Salazar suscribe creo que en su totalidad las cautelas de Habermas, no sólo porque le parecen acertadas en sí mismas, sino porque las juzga convenientes aplicadas a la realidad española. Con Habermas cree que podemos estar llevando a cabo una secularización “descarrilada” de la sociedad, lo cual significa no tener suficientemente en cuenta los “fundamentos prepolíticos” del Estado democrático de los cuales depende el Estado liberal. Entre dichas fuentes prepolíticas estarían las virtudes cívicas de las que un Estado democrático no puede prescindir y que él por sí mismo no genera. Dicho de otra forma, un Estado democrático no produce buenos ciudadanos: solidarios, participativos, respetuosos con las instituciones y entre ellos. ¿Cuál es el origen de esos elementos prepolíticos? ¿Es religioso? Parece que la respuesta de Díaz Salazar es afirmativa puesto que apela, como síntesis de las posiciones creyente y laica que tanta dificultad tienen para encontrarse, a la construcción de un “cristianismo laico” que, a su juicio sería una “religión pública intramundana”, un cristianismo capaz de “desconfesionalizar a la política” y “despolitizar al cristianismo”.
Alianza de culturas
La conclusión de Díaz Salazar se inscribe en la línea de la nueva corriente republicana que reclama una ciudadanía más responsable y más dispuesta a cooperar con el interés público, más virtuosa, en definitiva. La pregunta es: ese nivel prepolítico que se compone de la “cultura ético política y las motivaciones espirituales de la acción” ¿debe ser calificado, en nuestro tiempo, de “cristiano”, aunque le añadamos el atributo “laico”? Si para recabar un mejor entendimiento entre creyentes y no creyentes se nos pide a unos y otros que aceptemos ser ambas cosas a la vez, cristianos y laicos, ¿conseguiremos un acercamiento más productivo? Ponerse de acuerdo sobre los términos más adecuados para nombrar realidades intangibles es una de las tareas más complicadas. Empezar, pues, por la denominación que nos conviene quizá no sea lo más oportuno. Lo importante es darnos cuenta de las deficiencias de nuestra laicidad, muy condicionadas por las de un catolicismo que ha pasado por alto unas cuantas reformas imprescindibles. Es lo que Díaz Salazar analiza en España laica.
Digamos que España hizo la transición del nacionalcatolicismo a la laicidad sin plantearse qué modelo de laicidad le convenía. Según Díaz Salazar lo que define a la laicidad es, por encima de cualquier otra cosa, la autonomía. Laicidad es “autonomía del Estado, de la política, de la conciencia moral, de la educación y de la vida espiritual”. Esa autonomía de la persona que tanto le cuesta reconocer a la iglesia recalcitrante y celosa de sus verdades. A dicha autonomía hay que añadir la neutralidad del Estado con respecto a las distintas religiones que pueda albergar, esto es, autonomía también del Estado con respecto a cualquier forma religiosa.
En el debate sobre la laicidad se suele establecer una distinción entre laicidad y laicismo que, dicho sea de paso, cada cual entiende a su manera sin que pueda hablarse de una diferencia canónica entre ambos conceptos. Díaz Salazar concibe el laicismo como el “movimiento ideológico para conseguir la laicidad”. Es importante detenerse en tal definición porque la cultura laica específica que tenemos en España es en gran medida una consecuencia del movimiento ideológico que ha llevado a ella. Un movimiento anticlerical y antirreligioso como no podía ser de otra manera cuando había que luchar contra la clericalización total de la vida colectiva. Tal movimiento reactivo no debería impedir, sin embargo, que pudiera entenderse la laicidad como un movimiento que nace del propio cristianismo y que se fundamentaría en la aplicación rigurosa de la máxima evangélica: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La convicción de que es el mismo cristianismo quien ha impulsado la separación de religión y política dando paso a la cultura laica queda fielmente expresada en afirmaciones como: “Los cristianos inventaron el laicismo” (Savater) o el cristianismo es “la religión de la salida de la religión” (Gauchet). De ahí se deduce que, de darse una ética universal, ésta no puede ser monopolio de ninguna religión, como sentenció sin mezcla de equívoco Gandhi: “Creo que la ética fundamental es común a todas las religiones. E indudablemente la enseñanza de la ética fundamental es una obligación del Estado”.
No existe una forma de entender el laicismo sino unas cuantas. En torno a la clasificación de los distintos laicismos se articula el libro que comento con la finalidad de ubicar a la “España laica” señalando al mismo tiempo las deficiencias de su peculiar movimiento hacia la laicidad. Díaz Salazar señala cuatro formas posibles de laicismo: a) el laicismo religioso; b) el laicismo anticlerical y antirreligioso; c) el laicismo neutralizador; d) el laicismo inclusivo. Éste último tiene, entre sus principales mentores, a los filósofos y políticos socialistas Luis Gómez Llorente y Antonio García Santesmases, quienes defienden una cierta tolerancia positiva no exenta de simpatía hacia la religión, en lugar de la exclusión radical de la misma del espacio público, que sería la opción propia, a su vez, del “laicismo anticlerical” y el “laicismo neutralizador”. Anticipo, sin embargo, que las simpatías de Díaz Salazar se inclinan más bien por el “laicismo religioso”, muy en la línea de ese “cristianismo laico” defendido en su libro anterior. Aunque está convencido de que el único laicismo universalizable es el inclusivo, piensa que el “laicismo religioso” debería ser apreciado por los no creyentes pues favorece la comunidad de diálogo habermasiana.
Pero antes de llegar al final conviene que nos detengamos en otro punto. Una de las diferencias entre España y Francia o Italia es la pobreza del debate español con respecto a los países vecinos. Díaz Salazar dedica sendos capítulos a los debates que están teniendo lugar en ambos países, no tanto para equiparar su realidad a la nuestra, pues las trayectorias no se parecen, sino para poner de manifiesto la necesidad de abordar la cuestión con una mayor profundidad y amplitud de miras, que nada tienen que ver con nuestras demasiado frecuentes salidas de tono.
En Francia son varias las voces autorizadas que invitan a repensar el laicismo y a propiciar una laicité ouverte. Dado que las religiones perviven y que la espiritualidad da sentido a la vida de muchas personas, dado también el vínculo social que promueven las religiones, sería bueno tener en cuenta el valor de tales elementos y no dar la espalda a una “política del reconocimiento” de las identidades religiosas. Una razón para volverse a plantear qué significa la supuesta privatización de la religión defendida desde posiciones laicas. Es cierto que cada vez se cuestiona más la separación entre lo público y lo privado, dos ámbitos que no son tan fáciles de distinguir. Una cosa es la identificación o confusión entre religión y política y otra la presencia pública de la religión. Dado que el conflicto se recrudece a propósito de los problemas morales, no estará de más promover una “laicidad deliberadora” donde se discutan esas distintas opciones morales que Díaz Salazar califica de pre–políticas.
Aunque el Estado laico propiamente dicho es el francés mientras Italia está marcada por la presencia y el poder de la Iglesia católica, también el debate italiano ofrece un rigor y una riqueza de matices envidiables. En Italia hay extremismos como la de los autodenominados “ateos devotos” cuya obsesión es levantar un bastión poderoso conservador e integrista frente al choque de civilizaciones. Junto a los extremismos, existen posiciones de la izquierda laica y de asociaciones como Qualelaicità que contemplan más de una razón para una política laica razonable. Entre ellas, las “cuestiones de la vida” que obligan a distanciarse del “bipolarismo ético” y buscar puntos de encuentro.
El recorrido, cargado de erudición, por países más desarrollados que el nuestro en lo que a la cultura laica se refiere es el punto de referencia desde el que Díaz Salazar se refiere a esa España laica tan problemática. Parte de la constatación de que la intelectualidad española, en general, se sitúa todavía en un laicismo rotundamente antirreligioso, es decir, para usar la terminología del autor, laicismos de exclusión y de neutralización, un laicismo beligerante muy alejado de las propuestas de Habermas y de los síntomas de apertura franceses o italianos. Ocurre, además, que en España ciertas discusiones monopolizan todo el debate sobre el modelo de laicidad. Así, la discusión sobre la presencia de la religión en la escuela o, más recientemente, sobre la asignatura “Educación para la ciudadanía”. La falta de decisión política de unos y otros ha llevado a mantener unos Acuerdos con la Santa Sede que no consiguen otra cosa que enturbiar el panorama e impedir una discusión razonable.
Díaz Salazar, lo he dicho al principio, no reduce su estudio sociológico a la descripción de lo que hay. Su estudio concluye con una propuesta que expone con detalle y a la que llama “alianza de culturas”. La intuición que la inspira es que vivimos en una sociedad plural que debe incluir a la religión de alguna forma que no sea condenándola a una privatización absoluta, suponiendo que supiéramos lo que eso significa. Esa sociedad plural ha de cultivar una tolerancia activa y una “amistad cívica” con el fin de establecer esa ética universal imprescindible para no caer en el relativismo con el que suele equipararse a la laicidad.
No le convence a Díaz Salazar el “laicismo inclusivo”, por lo que su propuesta se dirige a explicar en qué consistiría un “laicismo religioso”, esa especie de contradicción en los términos por la que se inclina. Una cultura laica, en definitiva, fundada en la autonomía individual y del Estado y en la voluntad de participar activamente desde todos los puntos de vista en las cuestiones conflictivas. Es un modelo cercano al del nuevo republicanismo y al de la democracia deliberativa, en la medida en que exige más participación ciudadana. Una participación que no tiene por qué renunciar a las señas de identidad de cada uno. El modelo propuesto es el de una cultura laica, fundada en la autonomía individual, un modelo cercano al del nuevo republicanismo y al de la democracia deliberativa, en la medida en que exige más participación ciudadana. Una participación que no tiene por qué renunciar a las señas de identidad de cada uno.
El mensaje fundamental de Díaz Salazar es que la laicidad no tiene por qué significar ausencia de religión: “El núcleo de la laicidad no es la irreligión sino el pluralismo, la autonomía moral y la libertad de conciencia”. Y en esa línea, hay que ser cautos. Aplicar “el principio de precaución” en la deliberación moral es la medida oportuna, prudente, para no alimentar los extremismos de uno y otro lado, pues una cosa es que el Estado sea neutral y otra que se proponga neutralizar a la religión. Para muchos creyentes, la religión es un bien público.
Coincido con la mayoría de las reflexiones de Díaz Salazar. Es cierto que la religión pervive en las sociedades secularizadas. También lo es que dichas sociedades no acaban de encontrar el modo de aceptar esa ética común (¿común o universal?) que entre todos deberíamos ir alimentando. La educación se resiente, más que ningún otro ámbito, de ese déficit de educación moral. Entiendo que la afirmación laica radical según la cual la religión debe entenderse como un asunto privado no puede cumplirse en sociedades de fuerte tradición religiosa en las que perviven las cruces y los ritos y forman parte de nuestro mundo por muy laico que lo queramos. Tampoco es ese el problema prioritario. El problema fundamental es cómo conseguir un entendimiento en aquellas cuestiones morales para las que las ortodoxias monoteístas siempre han tenido respuestas claras. Que hoy se de una objeción de conciencia tan generalizada en los hospitales públicos contra la práctica del aborto es un síntoma de que ciertas creencias no desaparecen fácilmente aunque las leyes cambien y el Estado se proclame laico. La pregunta es cómo debe articularse el diálogo laico-religioso en un Estado que propugna su propia autonomía y la de la conciencia moral de sus ciudadanos. En esa “alianza de culturas” que prefigura Díaz Salazar, ¿las iglesias deben ocupar una parte como tales o son más bien los creyentes los que deben expresar sus distintos puntos de vista mezclándose, en tal caso, con posturas seguramente coincidentes de los no creyentes? ¿Debe haber una “representación de creyentes” en el debate moral de un Estado laico? La democracia deliberativa es un hermoso concepto, pero ¿cuál puede ser su expresión en una democracia representativa ? Sé que Díaz Salazar se ha hecho también preguntas como las mías y que no tardará en aportar nuevas reflexiones que ayuden a despejarlas y a trabajar en la construcción de una España laica más satisfactoria que la que hoy conocemos.
Victoria Camps es catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Barcelona. Autora de Ética, retórica y política. virtudes públicas y El malestar de la vida pública.