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Los límites de la libertad religiosa

¿ES INHERENTE AL ESTADO LAICO CONFIGURARSE COMO UN LÍMITE A LA LIBERTAD RELIGIOSA?

Si somos consecuentes y no intentamos manipular la realidad ni distorsionar la voluntad política que conduce a una sociedad democrática, regida por los principios superiores de libertad y de igualdad, la respuesta obvia es que sí.

Si, como la define Dionisio Llamazares, la laicidad puede entenderse “como una condición indispensable para el pleno ejercicio de la libertad de conciencia”, es inconsecuente sostener que el Estado laico no puede configurarse como un límite a la libertad religiosa, sino como un límite a la actuación de los poderes públicos.

Sólo se llega a esta tesis incongruente desde una salto conceptual inadmisible entre libertad de conciencia y libertad religiosa, defendida en España entre los ideólogos del círculo próximo a la Fundación CIVES, a la Universidad Carlos III y a la Asociación de teólogos Juan XXIII (Juan José Tamayo, Gregorio Peces-Barba y el propio Dionisio Llamazares, entre otros), basada en una dicotomía deformadora entre laicismo y laicidad o, si se prefiere, entre Estado laico y Estado laicista. El mismo tipo de argumentación es recogido por los profesores José María Contreras Mazario y Óscar Celador Aragón, ambos catedráticos de Derecho Eclesiástico del Estado, en un reciente informe publicado por la Fundación Alternativas.

Así, el laicismo aparece como una actitud negativa y desfavorable hacia lo religioso (podríamos entender, pues, que pone límites a la libertad religiosa y no únicamente a la actuación de los poderes públicos).

Como todos los autores aludidos demuestran conocer perfectamente las diferencias cualitativas entre las nociones “libertad de conciencia” y “libertad religiosa”, la falacia argumental introducida en los mismos textos en que desarrollan la noción de Estado laico no puede ser atribuible a la ignorancia, sino a intereses personales y/o políticos que ahora no procede desentrañar.

Lo que sí prodece es examinar las consecuencias de tales distorsiones, en lo que al análisis del grado de evolución de la libertad de conciencia en España se refiere y a las propuestas para avanzar en su consecución.

La libertad religiosa puede entenderse, desde el punto de vista histórico y jurídico, de dos maneras absolutamente distintas e incompatibles:
        1) Como derecho de los individuos, de los seres humanos tomados de uno en uno. En este caso, se trataría de un caso particular de la libertad de conciencia, cuyo tratamiento político y jurídico debería ser el mismo que el de cualquier otro sistema de convicciones o de creencias.
        2) La libertad religiosa, tanto en el desarrollo histórico de la noción como en los actuales textos que conforman nuestro sistema jurídico, es concebida como un derecho de los grupos, las confesiones, las comunidades, con exclusión del individuo, que sólo es contemplado desde su pertenencia a alguno de estos colectivos sujetos del derecho.

En este segundo supuesto -el que realmente subyace en nuestro corpus legislativo, en el Concilio Vaticano II, en los Acuerdos concordatarios-, el Estado laico no sólo puede sino que está obligado a poner límites a la libertad religiosa, ya que su deber es garantizar la libertad de conciencia como derecho de reclamación individual.

Resulta, por lo tanto, obvio que es el laicismo y no la laicidad el principio que conduce a la configuración de un Estado laico, como lo es que el laicismo no contiene ninguna actitud negativa y desfavorable a la libertad de convicciones y de creencias (incluidas las religiosas) y sí las contiene la “laicidad”, convertida en coartada para permitir el desarrollo o la permanenencia de la libertad religiosa como derecho atribuible a las comunidades y, por lo tanto, lesionador de la libertad de conciencia como derecho atribuible a los individuos.

Las consecuencias de esta distorsión que denunciamos se hacen patentes en cuanto nos vemos en la situación de contestar a preguntas que, en principio, deberían obtener una respuesta simple y unánime, claramente entendida por todos. (De hecho, esta claridad, este carácter de aprehensión directa por parte del ciudadano de a pie, de los derechos humanos, de los derechos fundamentales, es una condición indispensable que está presente desde la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución francesa de 1789.) Veamos un ejemplo: ¿Es el Estado español, configurado por la Constitución de 1978 y su desarrollo legislativo hasta hoy, un Estado laico?

Para los autores arriba aludidos, que oponen laicidad a laicismo, la respuesta inmediata es que sí, aunque encuentran defectos, camino por recorrer y aspectos a revisar. Para quienes pedimos a esos mismos autores coherencia con sus propias definiciones (la laicidad “como una condición indispensable para el pleno ejercicio de la libertad de conciencia”), la respuesta es bastante diferente, ya que la libertad de conciencia sólo está formulada de manera abstracta y retórica y, desde el mismo artículo 16 de la Constitución, se concibe al mismo tiempo como un derecho de los individuos y de las comunidades (16.1) y se excluye por completo la consideración de convicciones de tipo no religioso (16.3). La libertad de conciencia queda así reducida de inmediato, cuando sus opciones son no religiosas, a mera “ausencia de convicciones” (Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980).

Esta tremenda falta de coherencia entre una realidad innegable y la afirmación de que estamos en un Estado laico o en un Estado aconfesional, ateniéndonos a las propias definiciones que proporcionan los partidarios de la “laicidad”, es tan patente que, en los propios círculos próximos a la Fundación CIVES, a la Universidad Carlos III y a la Asociación Juan XXIII, no logran ponerse de acuerdo y el enrevesamiento y el grado de confusión llegan al ridículo cuando pensamos que desde esa ensalada de contradiciones se pretende descalificar el laismo. Veamos algunas respuestas a la pregunta sobre si estamos en un Estado laico, que intentan sortear esa falta de correspondencia entre la realidad y la afirmación de laicidad:

Lo que ocurre es que, sencillamente, se produce una ceguera intencionada, que no permite extraer las consecuencias obvias de sus propias observaciones a autores como Dionisio Llamazares, José María Contreras y Óscar Celador. La Constitución española de 1978 permite, a través de sus flagrantes contradicciones, ser leída en clave de laicidad o de aconfesionalidad y también en clave de confesionalidad. La primera lectura, la que los defensores de la libertad de conciencia podemos hacer en casos puntuales, para defender nuestros derechos en el aquí y ahora, pese a las insuficiencias del actual sistema legislativo, queda bloqueada en todos los planteamientos generales de desarrollo de los derechos fundamentales desde la propia Constitución. Y en este sentido, y siendo consecuentes, debería constatarse la realidad de un Estado confesional:

– En el artículo 16.1 se reconoce la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades. Si este es un derecho de los individuos, ¿cómo puede serlo al mismo tiempo de las comunidades? ¿De qué tipo de comunidades se habla? ¿Puede un municipio declararse católico, protestante, musulmán, ateo? ¿Es un derecho de las comunidades religiosas, y por lo tanto de sus jerarquías? Lo que aquí se hace es, simplemente, introducir la noción histórica de “libertad religiosa”, excluyendo la noción de libertad de conciencia, como demuestra la inmediata lectura que hace la Ley Orgánica de libertad religiosa de 1980.

– El artículo 16.3 no deja ya ninguna duda sobre esta exclusión de la libertad de conciencia: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Al margen de la escandalosa mención explícita de una confesión particular, es obvio que el Estado configurado por la Constitución de 1978 sólo tendrá en cuenta las creencias religiosas, con exclusión de cualquier otro tipo de convicciones, por lo que a lo más que puede llegarse desde aquí es a un cierto grado de pluriconfesionalidad.

– La existencia del invisible artículo “16.4” de la Constitución, cuyo larguísimo texto está integrado por el renovado Concordato de 1953, actualizado en el Acuerdo base de 1976, en los cuatro Acuerdos de 1979 y en toda la normativa posterior emanada de ellos, que configuran un corpus jurídico de Derecho Eclesiástico del Estado cuya simple existencia convierte en una mueca absurda la primera frase del artículo 16.3: Ninguna confesión tendrá carácter estatal.

Hablar del invisible “artículo 16.4” no es sólo una manera más o menos humorística de sostener la confesionalidad del Estado español (o la criptoconfesionalidad, por usar la terminología de Gonzalo Puente Ojea, aunque ya no parece tan críptica y se hace cada vez más notoria). Los profesores citados, Dionisio Llamazares, José María Contreras y Óscar Celador, coinciden en sus análisis en situar los Acuerdos concordatarios, en cuanto a jerarquía normativa, debido a su carácter de tratados internacionales, por encima de las Leyes y, de facto, en un rango parejo al de la propia Constitución, obligando a los poderes públicos, cuando se entra en conflicto, a inclinarse por la lectura confesional de la misma.

Lo lamentable es que de ello no se extraigan las consecuencias obvias, se continúe en la pretensión de que estamos en un Estado laico que necesita pequeños retoques y se pretenda descalificar desde esta posición el movimiento laicista y su coherente compromiso con la libertad de conciencia:

        1) Necesidad urgente de reformar la Constitución en su artículo 16 para reconocer la libertad de conciencia como derecho atribuible a los individuos, a los seres humanos tomados de uno en uno (lo que no excluye su derecho a asociarse en torno a convicciones -religiosas o no-, derecho de reclamación individual ya recogido en otro artículo de la Constitución).

        2) Modificar la redacción confusa del artículo 27.3 para acercarlo, en la letra y en el espíritu, a su artículo homólogo (el 26.3) de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, texto con el que está directamente comprometida la Constitución española desde su artículo 10.2: Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos. Esta redacción de la DU, que contempla realmente un derecho universal y no un privilegio de algunas confesiones, no lo restringe a los padres con convicciones religiosas excluyendo a los padres con otro tipo de convicciones. Y, desde luego, no plantea, por lo imposible de dicha pretensión, que las distintas morales particulares –religiosas o no- sean acogidas y financiadas dentro de la escuela en sus itinerarios oficiales.

        3) Abrogación definitiva -y no revisión- del Concordato de 1953, vigente aunque modificado en la totalidad de su contenido a través del Acuerdo de 1976, de los Acuerdos de 1979 y de la normativa posterior emanada de ellos. La noción de Estado laico es incompatible con la existencia de un Derecho Eclesiástico del Estado, sobre todo si dicho derecho se sitúa, por su carácter de tratado internacional, al mismo nivel que la Constitución, como un artículo invisible de la misma que la hipoteca de manera permanente. El caso de la Iglesia católica es único, ya que es la única confesión religiosa que al mismo tiempo se configura como un Estado (aunque se trate de una parodia, sin ciudadanos mujeres y niños, por ejemplo, creada por Benito Mussolini en 1929).

        4) Abrogación de la Ley Orgánica de libertad religiosa de 1980, para sustituirla por una ley orgánica de libertad de conciencia que asegure un trato idéntico y en perfectas condiciones de igualdad para su ejercicio a todas las posibles convicciones particulares, sin discriminar a los individuos –sujetos de este derecho- en función de la índole religiosa o no religiosa de las mismas. Es notorio que la actual Ley de 1980 reduce las creencias y convicciones de carácter no religioso a “ausencia de convicciones”, con las consecuencias inmediatas que ello tiene en todas las leyes orgánicas que regulan el derecho a la educación y en el vigente Código Penal. Es este punto, es de notar que el estudio de José María Contreras y Óscar Celador se hace eco por primera vez en España de la denuncia de esta Ley, emprendida por la Asociación Europa Laica desde su fundación, aunque, claro está, sin citar a la misma (no existe ninguna denuncia previa a la puesta en marcha de dicha campaña). Tampoco se extraen de esta aceptación las consecuencias necesarias en lo que se refiere al sistema educativo y a la normativa penal de protección de la libertad de conciencia (ver el Plan de Acciones y Campañas de 2005 de la Asociación Europa Laica).

        5) La no financiación de un parafuncionariado de curas y de obispos pagados por el Estado y la no existencia de otro parafuncionariado de catequistas en la escuela pública o financiada por fondos públicos. El Estado laico, si realmente se concibe como protector de la libertad de conciencia, no puede ser un brazo secular tendencioso de adoctrinamiento.

        6) En definitiva, y para no alargar este artículo con pormenorizaciones que asociaciones laicistas como Europa Laica recogen en sus planes de acciones y campañas ( http://www.europalaica.com/ ), un tratamiento en perfectas condiciones de igualdad de todos los sistemas de convicciones (y con ellos de las organizaciones privadas que los sustentan), en lo que a reconocimiento de derechos positivos y a deberes se refiere, sin aceptar ningún tipo de discriminación en función del carácter religioso o no religioso de los mismos. Lo que también conlleva el rechazo a la inclusión de una asignatura obligatoria para todo el alumnado de ”religión no confesional” (¿?), cuyo carácter apologista y tendencioso frente al pensamiento humanista no religioso no puede escapar a nadie, además de ser un recurso, desde la raíz de su propuesta, para convertir en funcionarios públicos a los actuales catequistas de religión católica que están presentes en el sistema educativo gracias a los Acuerdos de 1979.

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