La pena de excomunión, a la que la Iglesia Católica es tan aficionada, excepto para sus curas pederastas, refleja la maldad intrínseca de esa religión. Cuando la ley de los hombres juzga a los pederastas de sotana y alzacuellos, cuyo crimen ha marcado a sus víctimas para toda una vida, se les condena a unos pocos años de cárcel, de la que salen libres tras disfrutar de la generosa legislación civil en materia de redención de penas.
La Iglesia Católica, cuando condena con pena de excomunión a alguno de los sujetos a los que tiene apuntados en sus listas bautismales, y por los que cobra al Estado que parasita (de ahí que sea más difícil obtener la apostasía que una excomunión), en la práctica está condenando al reo, no a unos años de cárcel, sino a la pena de tortura eterna en los infiernos.
Gracias a que dios no existe (gracias, señor, por no existir), me he evitado el mal trago de pasarme toda una vida de rodillas para evitar el despiadado, errático y caprichoso sentido de la justicia de sus sacerdotes. Así que cada vez que la Iglesia condena a alguien, inmediatamente un reflejo condicionado me coloca al lado del condenado. Porque el mensajero es el mensaje.
Cuando leí que una asociación de juristas ultra católicos, autodenominada Tomás Moro, como el papista al que mandó degollar Enrique VIII, denunciaba a López Garrido, me dieron ganas de correr a pedir el carné del PSOE.
Como cuando el sindicato parafascista de Manos Limpias denuncia a la Junta de Extremadura por un delito contra la “integridad moral”, por haber financiado un taller de educación sexual. Me apuntaría a la asignatura de masturbación si no fuese porque ya me pilla muy mayor para llevarme deberes a casa.