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Los capellanes militares y su rol activo en el ejercicio del terrorismo de Estado

Fue el hombre de la Iglesia en el aparato represivo de La Pampa. Aliviaba la conciencia de los torturadores e intervenía en interrogatorios. Un caso que desnuda el verdadero cariz de las tareas pastorales en los cuarteles.

El sacerdote Alberto Espinal no está en su mejor momento. A los 82 años, confinado en una silla de ruedas, habita –por ahora– un austero departamento del Instituto San Francisco de Sales, en la calle Don Bosco 4002, de Almagro. El 13 de noviembre deberá prestar declaración indagatoria en el Juzgado Federal de Santa Rosa, La Pampa, por presuntos delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura. Lo cierto es que su ominoso currículum constituye un caso testigo en la materia. Un caso por cuyas hendijas corre la verdadera naturaleza de la complicidad eclesiástica con el ejercicio del terrorismo de Estado.

    No es un secreto que la jerarquía de la Iglesia Católica estuvo implicada en el apoyo político y espiritual a la dictadura y en el ocultamiento de sus crímenes. Entre las razones de tal apego resalta la enorme influencia ejercida entre sacerdotes y militares por la organización ultraderechista francesa La Cité Catholique, creada por Jean Ousset, cuya cosmovisión bailaba sobre los siguientes pilares: la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista. Al respecto, el sacerdote Louis Delarue, un capellán del ejército colonial, acuñó una frase difundida luego en los cuarteles argentinos: "Si la ley permite, en interés de todos, suprimir a un asesino, ¿por qué se pretende calificar de monstruoso el hecho de someter a un delincuente, reconocido como tal y por ello pasible de la muerte, al rigor de un interrogatorio penoso, pero cuyo único fin es, gracias a las revelaciones que hará sobre sus cómplices y jefes, proteger a inocentes?" Con esa lógica, los capellanes reconfortaban las almas de los represores, a veces muy turbadas por sus actos aberrantes en personas indefensas. En este punto, un interrogante: ¿A semejante "asistencia" se reducía el papel de los sacerdotes en las unidades de inteligencia o acaso les tocó un rol más activo y condenable?
   En la historia del cura Espinal se desliza al respecto una posible respuesta. 
 
LA ESPADA Y LA CRUZ. En el atardecer del 24 de diciembre de 2011, el ministro de Gobierno boliviano, Wilfredo Chávez, brindó una conferencia de prensa para informar sobre la detención del ex teniente coronel argentino Luis Enrique Baraldini, de 73 años, buscado allí por su participación en un complot terrorista y prófugo de la Justicia de su país por graves violaciones a los Derechos Humanos. El viejo represor fue luego exhibido ante las cámaras. 
   La imagen de ese hombre de rasgos afilados y mirada gélida, transmitida al mundo por la CNN, hizo que esa Navidad al padre Alberto se le tornara turbia.
   Es posible que el cura jamás haya leído un artículo publicado el 22 de abril de 2007 en el diario santacruceño El Deber.  Su título: “La salud sobre cuatro patas”. Y se refería a un centro de equinoterapia situado en las afueras de la ciudad, al cual acudían niños con dificultades motrices. El sitio era regenteado por un tal Luis Pellegri. Argentino y profesor de equitación, este sujeto era en Bolivia muy prestigioso en lo suyo. Pero –según la nota– nada lo entusiasmaba tanto como la rehabilitación de sus pequeños alumnos. Al respecto, diría: "Trabajo mucho la relación con ellos: el beso y el cariño, con mucha buena onda. Y en un ambiente natural, donde se sienten libres." Conmovedor. En realidad, aquel hombre no era otro que Baraldini. 
  Siete lustros antes, el tipo no tenía necesidad de usar un apellido imaginario. Residía en un modesto chalet situado en la esquina de Mitre y Belgrano, de Santa Rosa. Y daba rienda suelta a su pasión por los equinos en el Club Hípico Maracó, al cual acudía cada mañana a bordo de un Chevy azul manejado por un suboficial del Ejército. Es que Baraldini era oficial de Caballería. A fines de 1975, prestaba servicios en el Regimiento 101, emplazado en la localidad de Toay; su jefe era nada menos que el coronel Ramón Camps. 
   En aquellos días, el cura Espinal era el capellán de la unidad.
   Y frecuentaba el hogar de Baraldini con asiduidad. Allí solía ser agasajado con té y masitas por Olga Ricci, la esposa del dueño de casa, mientras sus dos pequeñas hijas –Rosana y Sandra Mabel– jugueteaban en el jardín. El padre de ellas, un sujeto aún joven, extremadamente delgado y con cara aindiada, gozaba de una excelente reputación entre sus vecinos, quienes el 24 de marzo de 1976 asimilaron con sumo beneplácito su designación como jefe de la Policía de La Pampa.
   El padre Alberto lo acompañaría con entusiasmo en aquella gestión. 
   Baraldini, quien sólo exhibía grado de mayor, alternó su cargo con la jefatura operativa de la Sub Zona 14. En consecuencia, también controlaba el centro clandestino que funcionaba en la comisaría 1ª de Santa Rosa. Él, en persona, se encargaba de interrogar a los cautivos. Dicen que su voz resultaba más sobrecogedora que los choques de picana con los que solía matizar las preguntas. Se calcula que por aquellas mazmorras pasaron unas 300 víctimas; sólo media docena logró sobrevivir. Uno de ellos, el psicólogo Esteban Tacnoff, aún recuerda que el mayor le preguntó si atendía guerrilleros. La respuesta fue negativa. Entonces, Baraldini impostó un rictus piadoso, y dijo: "Vos tenés mucha suerte: te vas a ir en libertad. Pero no te dediqués más a tu profesión; es subversiva. Dedicate a otra cosa." El padre Alberto permanecía parado junto a él.

   Tal vez el padre Alberto aún atesore una añeja foto en la que se lo ve con el obispo de La Pampa, Adolfo Arana –otro reputado cómplice de los militares–, junto a Baraldini y Camps. Ese retrato fue tomado durante un acto al cual él asistió en su carácter de capellán. Esa misma imagen tendría consecuencias nefastas para su persona, al ser reconocido en ella por la sobreviviente Ana María Martínez Roca, quien declaró en el juicio oral conocido como Causa Sub Zona 14, celebrado en La Pampa a principios de 2010.  

   Sus palabras fueron: "Cuando estaba cautiva en la Seccional Primera me fue a ver el cura Espinal. No eran visitas de cortesía. Me interrogó. Quería saber si era de Montoneros, y si sabía de las cosas que hacía entonces mi compañero (el historiador Hugo Chumbita). Incluso, cuando yo ya había sido liberada, el cura fue una vez a la casa de mi madre para ver si era cierto que vivía allí y cómo vivíamos." Otros testimonios acreditan idénticas tareas del religioso en aquella misma catacumba. 
   En 1982, Espinal fue trasladado a Córdoba. Cuatro años después, regresó a La Pampa, antes de culminar su carrera en un colegio de La Plata.
   Por su parte, Baraldini, quien permaneció en Santa Rosa hasta 1979, fue uno de los militares argentinos que en 1980 organizaron en Bolivia el narcogolpe del general Luis García Meza. Y ya a fines de esa década participó en Argentina de las rebeliones carapintadas, por lo que estuvo preso hasta 2002. Tras ser derogadas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, huyó a Santa Cruz de la Sierra, donde –además de formar parte de una conspiración contra el gobierno de Evo Morales– viviría hasta ser capturado. Actualmente cumple una condena a perpetuidad.  
   
LOS CONFESORES. En una comunicación telefónica efectuada por Tiempo Argentino al Instituto de la calle Don Bosco, el cura Espinal, asombrosamente, se puso al habla. Su voz sonaba quejumbrosa. Y se le escuchó un jadeo casi canino, al asimilar la primera pregunta: 
– ¿Cuál fue su reacción al enterarse de las denuncias en su contra?
–No sé de qué me está hablando. ¿Denuncias en mi contra?
–Sí. Por delitos de lesa humanidad. 
– ¡Qué barbaridad! Eso no tiene ningún fundamento. 
–Se lo acusa de interrogar cautivos bajo tortura. 
–¡Infamia! Sólo cumplí con la misión encomendada por monseñor (Victorio) Bonamín: brindar asistencia espiritual a los soldados.
–¿No siente culpa ante el recuerdo de esos cuerpos ultrajados? 
–No he visto ningún cuerpo ultrajado. Sólo cumplí una misión.
–¿Se enorgullece de esa misión?
–Claro que sí; de eso no tenga ninguna duda.
   
Dicho esto, se oyó el click que dio por finalizada la comunicación.
El cura Espinal es una muestra viviente del rol protagónico de ciertos hombres de la Iglesia en el ejercicio del terrorismo de Estado. ¿Pero se trata de un ejemplo aislado? ¿El tipo se extralimitó en sus tareas pastorales o su siniestra trayectoria forma parte de una generalidad? Las estadísticas, por cierto, se inclinan hacia la segunda alternativa. 
   En este punto, resulta insoslayable la figura de Christian von Wernich, condenado en 2007 a reclusión perpetua por 34 casos de privación de la libertad, 31 casos de tortura y siete homicidios en las mazmorras del llamado "circuito Camps". En un espectro más amplio, sólo en el lapso de los últimos dos meses, hubo en la prensa al menos tres noticias sobre sacerdotes seriamente comprometidos en la dictadura con delitos de lesa humanidad. A saber: la presencia del padre José Mijalchik –un habitué del centro clandestino del Arsenal Miguel de Azcuénaga– como acusado en el juicio que en la actualidad investiga la represión en Tucumán; las actividades inquisitoriales del padre Eduardo McKinnon en el centro clandestino La Perla y en la Penitenciaría del barrio San Martín, según los testimonios vertidos por sobrevivientes en el juicio que en la actualidad investiga la represión en Córdoba, y el proceso de extradición para el cura ítalo-argentino Franco Reverberi Boschi –refugiado en una parroquia de la ciudad italiana de Sorbolo–, por interrogar a cautivos en el campo de exterminio conocido como La Departamental", en Mendoza. 
   A ese lote, claro, se suma el padre Alberto Espinal.

   No es muy probable que Dios los ilumine.

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