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Lo sobrenatural, o no tanto

Cuando, recientemente, se estrenó en los cines argentinos Cloud Atlas, fui a verla sin demasiados prejuicios a pesar de haber oído lejanos rumores de cierto aire nuevaeriano. Al salir, encantado por el magistral tour de force que acababa de presenciar, busqué las críticas que no me había atrevido a leer antes. Muchas analizaban los paralelismos de las seis historias del film en términos de reencarnación, planes cósmicos divinos, karma y similares vaguedades.

No diré que me sorprendí, porque esos conceptos sin base están ya firmemente arraigados en nuestra cultura. Pero lo cierto es que en ningún punto me pareció que Cloud Atlas cruzara la barrera que separa la ficción plausible de la fantasía. (Que una sacerdotisa tribal entre en trance y profetice una o dos cosas que luego se cumplen no es nada raro, especialmente si involucra situaciones perfectamente verosímiles, como escuchar venir a un enemigo mortal y salvarse escondiéndose bajo un puente; tales cosas ocurren todo el tiempo hoy mismo, siendo una de las bases del negocio de astrólogos, tarotistas y otros de la misma calaña.) Las coincidencias menos sutiles, como la marca en forma de cometa o estrella con cola en la piel de ciertas personas históricamente importantes, no pasan de ser, según lo veo, licencias artísticas.

Si pude disfrutar Cloud Atlas fue precisamente por eso; no es que sea imposible para mí disfrutar una película con elementos sobrenaturales, pero sí me resulta difícil pasar por alto aquellos elementos que requieren un esfuerzo extra del espectador para ser creíbles sin darle a éste, a cambio, nada que mejore su experiencia o ayude al argumento. En otras palabras, Cloud Atlas no sólo no necesita un fundamento sobrenatural (o preternatural): requerir que se la interprete así de hecho le quita fuerza, y en tanto se monta sobre mitos populares mal procesados, la vulgariza.

Algo similar me ocurrió al rever, después de un par de años, la totalidad de la “serie reimaginada” de Battlestar Galactica, una completa revisión de aquella entrañable serie de ciencia ficción del mismo nombre que muchos recordamos como una imagen de nuestra infancia en los años 1980. Mientras transcurrió, especialmente a partir de la tercera de sus cuatro temporadas, y luego de que concluyera, la BSG del tercer milenio fue terreno fértil para las especulaciones sobre qué o quién había estado moviendo los hilos de la historia. En un cierto momento las coincidencias mínimas o cósmicas parecen dejar de serlo sin lugar a dudas, incluso en la mente de los personajes más escépticos: las profecías se cumplen con exactitud, los sueños premonitorios se hacen realidad, los muertos vuelven a la vida (literalmente), el gran ciclo de la historia o del Destino se hace patente, y hacia el final, dos “ángeles” se manifiestan y una música misteriosa guía a los sobrevivientes de la humanidad pretérita y a sus aliados, los Cylons rebeldes, a la mítica Tierra, donde encuentran nada menos que a seres humanos primitivos. Uno de los presentes recalca  que las probabilidades de que otros seres humanos hayan evolucionado independientemente en un planeta distinto son astronómicamente pequeñas: un énfasis innecesario, dado que dicha probabilidad es cero.

¿Puede explicarse Battlestar Galactica sin recurrir a los elementos sobrenaturales que sus personajes, con cierta lógica, asumen que están en juego? Creo que sí, y por eso es que pude disfrutarla, como pude disfrutar Cloud Atlas. La pista crucial aparece cuando los dos “ángeles” conversan, en medio de una calle de la moderna New York, sobre la cuestión de si el ciclo que han observado tantas otras veces (seres inteligentes que crean sirvientes mecánicos que se rebelan contra ellos, los destruyen y toman su lugar) volverá a ocurrir en nuestra Tierra. Uno de ellos observa que, aunque ese eterno retorno parece inevitable, un sistema complejo siempre puede producir resultados nuevos y sorprendentes, y “eso también está en los planes de Dios”. Ante lo cual el otro “ángel”, muy serio, corta: “Sabes que a Ello [It] no le gusta ese nombre.” Con esas crípticas palabras se cierra la serie.

¿Por qué a “Dios” no le gusta ese nombre? Sus ángeles lo han usado con frecuencia al hablar con sus mortales elegidos. Pero quizá lo hayan hecho porque es la manera más sencilla de referirse a “Ello” sin dar más explicaciones, apelando a creencias previas. De la misma manera en que la puesta en escena de Cloud Atlas nos interpela utilizando categorías que parecen referir a conceptos conocidos, como la reencarnación o el orden cósmico; la diferencia es que en Battlestar Galactica son los protagonistas quienes observan atónitos y desconcertados, o con fe expectante, el desarrollo de su propia historia.

¿Pero cómo lo explicamos nosotros? En el universo de Battlestar Galactica hay escritores de novelas de viajes y policiales, pero no aparece ninguno que escriba ciencia ficción. Si lo hubiese, quizá habría inventado, mil quinientos siglos antes que Arthur C. Clarke, aquella famosa frase que dice que “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Si somos seres naturales, ¿por qué nuestros sueños, nuestras premoniciones y hasta el fluir del tiempo físico, por no hablar de los meros objetos materiales, deberían estar exentos del posible control de una entidad también natural y material, pero mucho más antigua y poderosa y capaz de esconderse de nosotros hasta el punto de asimilarse a una fuerza universal?

En el prólogo a La línea de sombra (1917), Joseph Conrad escribió contra aquéllos que querían ver en su novela un relato basado en lo sobrenatural: “… mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que (…) no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.” Se refería a la reacción de los lectores ante una aventura en el mar en la que la maldición de un capitán loco y moribundo (luego muerto) parece llevar a su barco a la ruina. No hay en toda la novela nada que no pueda ser explicado por una combinación de los caprichos del mar (que Conrad, marinero antes que escritor, conocía de primera mano) y una cierta dosis de —digamos informalmente— mala suerte.

Para Conrad era propio de ignorantes recurrir a artificios tan burdos y vulgares como fantasmas o maldiciones. Lo era, probablemente, también para H. P. Lovecraft, cuyas obras más conocidas, el corpus que conforma el mythos de Cthulhu y los otros dioses antiguos, están tan repletas de elementos esotéricos y ritualismo como vacías de cualquier concesión a las supersticiones familiares: los “dioses” son seres poderosos que viven en estrellas lejanas o en animación suspendida en el fondo del mar o en algún sitio en ángulos rectos a nuestro espacio tridimensional; los rituales con que se los invoca no son magia, sino la mera puesta en marcha de fenómenos físicos que aparecen al espectador como magia negra o anomalías sobrenaturales.

¿Es posible escribir hoy una buena historia o un buen guión de cine con elementos sobrenaturales típicos? ¿Es posible disfrutarlo? Quizá para algunos. Yo me quedo con la fría pero profunda visión materialista de Lovecraft, con las coincidencias esperanzadas de Cloud Atlas, con la silenciosa intervención del dios impersonal y natural de Battlestar Galactica —que no quiere ser llamado Dios—, o con el cosmos indiferente de Conrad, poblado por personas pequeñas, ocasionalmente valerosas, emotiva y naturalmente vivas.

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