El uso del burkini, el bañador que tapa casi por completo el cuerpo de la mujer, ha generado en Francia un debate que tiene mucho que ver con la tensión que vive el país vecino por los horrendos atentados terroristas sufridos en los últimos meses y con un poso de islamofobia instalado en algunas capas de la sociedad gala. Porque pretender, bajo el paraguas republicano del laicismo, que una mujer que se baña con esa prenda en una playa o en una piscina pública representa un peligro para la convivencia es una muestra de intolerancia hacia las costumbres de los otros.
Cuestión distinta es si ese tipo de traje representa un riesgo para la seguridad de los bañistas en determinadas instalaciones acuáticas con toboganes, lo que puede justificar la prohibición en esos parques. Pero en cualquier caso eso nada tiene que ver con el atuendo que una mujer decide libremente para bañarse en función de sus creencias sociales, culturales o religiosas.
La libertad de culto está consagrada en las constituciones democráticas y es un valor muy por encima de los imaginarios peligros que de forma tan forzada se han puesto sobre el tapete en distintas áreas francesas como Cannes o Córcega. Muchos de quienes allí agitan esta polémica caen una vez más en la trampa de confundir el islam con el terrorismo yihadista, las costumbres religiosas con el fanatismo criminal y las diferencias culturales con la desintegración de la sociedad tradicional. Un grave error.