Según una crónica periodística de hace un par de años, Ana Ponikvar, una traductora jubilada y viuda de 80 y tantos años, sin moverse de su casa, ha vivido en siete países diferentes. Desde el Imperio Austrohúngaro hasta la actual Eslovenia, país de la UE. Pero lo más atractivo no es tanto la afiliación administrativa o el color de su documento de identidad, siete en el transcurso de su vida, sino que en ese período de tiempo ha tenido que cantar otros tantos himnos nacionales, hacer la genuflexión ante otros tantos iconos y, sobre todo, defender otras tantas filosofías de vida. Esta señora se ha visto obligada a soportar, entusiasmarse, denigrar o enaltecer otros tantos conjuntos de valores. Siete países, siete regímenes políticos, siete colectivos de autoridades, y siete formas y maneras de vivir la vida. La verdad es que el mundo ha sido y es, por utilizar una expresión feliz de Roberto Musil, un manicomio babilónico no solo por los lenguajes orales, lo que cada uno habla, sino sobre todo por la multitud de formas y maneras de enfrentar la vida y de entender la muerte, que no es sino el punto de referencia para comprender todo lo que hacemos y sentimos, y a lo que llamamos de muchas maneras y formas: identidades sociales, tribus, clanes, razas o pandillas. Y, en un lenguaje más cultivado, Estados y naciones. Por más que se quiera uno desgajar de lo que nombramos como sus raíces, la casta, el linaje y la etnia siempre están ahí para identificarnos, para fotografiarnos entre los nuestros. Y así lo expresan nuestros modos y costumbres, que son el testigo de cómo sentimos las pasiones y las acciones del hombre.
Fernando Riaza apuntaba que esta manera de ser se describe de dos formas. Una, sicológica, cuando se habla del carácter, del temperamento, del alma de un pueblo, lo que suele ocurrir en situaciones en las que el grupo busca y exige mayor autonomía y menor dependencia de otros poderes superiores: normalmente pasa cuando una sociedad desea tener un Estado a su nombre o, al menos, suficiente margen para organizar sus cosas sin intromisión ajena. La otra manera de manifestar lo que somos como colectivo es mediante un conjunto de valores, un proyecto moral: aquello en lo que creemos, nuestros derechos y nuestros respetos, que se aprecia en cómo nos casamos y elegimos pareja, qué hacemos al nacer o cómo elegimos a nuestras autoridades.
A la vista de todo esto, el presidente francés, que representa al Estado y también políticamente a la derecha, ha planteado una pregunta pública a todos los ciudadanos que puede resultar inquietante: ¿conseguiríamos definir lo que somos y lo que nos señala en el mundo como franceses?, ¿seríamos capaces de describir los rasgos que definen nuestra identidad de nación?, ¿nos atreveríamos a dedicar un rato a pensar en qué consiste lo que somos? Y ha encargado de coordinar este quehacer a un ministro de su gabinete, que en seguida ha abandonado en un rincón los aspectos sicológicos y se ha ido a dejar claro que la sociedad francesa representa, mantiene y exige cinco valores del todo indeclinables: libertad; igualdad; fraternidad; laicidad y democracia. Y ese marco, que seguramente compartirán no solo casi todos los franceses sino la inmensa mayoría de europeos, es básico e inamovible.
Hasta aquí, perfecto. Pero lo que hace sospechar de los propósitos del presidente francés y, como en el caso del humo, deja entrever un cierto fuego subterráneo es que haya encargado de esta tarea, compleja y difícil de alto nivel teórico, precisamente al ministro de Inmigración. Lo que no está ni bien ni mal pero sí que lleva a otro escenario, a un diferente contexto en la línea de lo que describe Ulrich Beck como nacionalismos introvertidos. ¿Podría relacionarse esta trama con el grito de trabajadores que el día de Cataluña gritaron a las instituciones que se dejaran de monsergas de identidades catalanistas y se ocuparan del paro, que es lo principal? Esto demuestra una vez más que el verdadero y último problema es, como decía Bertolt Brech, que en cualquier país me puedo morir de hambre.