Se cumplen 80 años de la muerte de quien combatiera en soledad la corrupción de la década infame
El 7 de diciembre de 1938 fue el último día que Lisandro de la Torre disfrutó charlando con sus amigos más próximos. Días después, el 5 de enero se quitó la vida gatillando con firme pulso sobre su corazón.
Espíritu sutil, enemigo de actitudes y palabras grandilocuentes, no dejó explicaciones sobre los motivos que lo impulsaron a suicidarse. Sólo pidió que ellos se hicieran cargo de la cremación del cadáver, y que “sus cenizas fueran arrojadas al viento”.
Fue uno de los últimos vástagos de la generación que bregó para que el país fuera edificado sobre los cimientos de una república laica. Sólo le sobrevivió Ramón J. Cárcano, fallecido en 1946.
Fue dos veces candidato a presidente de la Nación. En 1916 fracasó en su propósito de organizar un partido político que no estuviera sometido a las órdenes de dirigentes providenciales; en 1931 se puso al frente de una alianza electoral para que no se perpetuara la dictadura instalada el 6 de setiembre de 1930 y otra vez fue derrotado.
En el primer caso, el triunfo fue de Hipólito Yrigoyen; en el segundo, del general Agustín P. Justo. En rigor, no fueron sólo ellos quienes lo vencieron en las urnas. Las provincias empobrecidas bajo el yugo feudal y los obispos de la Iglesia Católica jamás le perdonaron su prédica democrática y su apoyo al divorcio vincular y la separación de Estado e Iglesia.
De la Torre nació en la provincia de Santa Fe. La Legislatura lo designó senador nacional en 1932 luego de vencer su obstinada resistencia, pues desde 1925 atendía su campo de “Pinas” en el Noroeste de Córdoba y, luego de la derrota de 1931, tomó la decisión de apartarse de la vida política.
Empero, para no desairar a sus correligionarios, al fin aceptó y honró la banca participando en célebres debates. Denunció el fraude electoral practicado por los partidos aliados al gobierno central, defendió la libertad de expresión oponiéndose a que se prohibiera la actuación de partidos marxistas y elaboró el dictamen que puso en evidencia los padecimientos de los pequeños ganaderos, la explotación a que eran sometidos por los grandes invernadores y las prácticas monopólicas de los frigoríficos extranjeros que controlaban el 90 por ciento de los cupos de exportación de carnes.
En una de las sesiones dedicadas al examen de ese informe, De la Torre mantuvo una áspera discusión con un ministro del Poder Ejecutivo y tal vez para responder a una agresión verbal se levantó de su banca y se encaminó hacia donde se había ubicado su adversario.
No pudo alcanzarlo porque trastabilló y cayó al piso. Fue entonces que el otro senador santafesino, Enzo Bordabehere trató de ayudarlo para incorporarse, pero antes de poder hacerlo, cayó abatido de un balazo disparado desde una de las gradas del recinto.
La tragedia paralizó a de la Torre. Fue en julio de 1935 y de allí en adelante su ánimo decayó y en 1936 sólo lo participó en célebres debates en defensa de la libertad de expresión y de las instituciones democráticas, pero había decidido a fines de ese año dimitir a su banca y apartarse de la acción política.
Paradójicamente, fue entonces cuando su figura creció a partir de su renuncia, porque se consagró a interpretar los episodios que se producían en Europa y fue uno de los primeros (sino el primero) que advirtió a los compatriotas que las dictaduras nazi en Alemania y fascista en Italia “arrojarán a la humanidad a la más espantosa carnicería de la historia”.
También, condenó el ataque contra la República Española y la participación de la Iglesia en el bando fascista.
Entre 1937 y 1939 publicó sus obras políticas e históricas, abordando con admirable lucidez los temas de actualidad. Estudió los mitos religiosos desde la antigüedad hasta las recientes encíclicas papales, reveló los orígenes del fascismo y condenó las dictaduras clericales.
Un pronóstico que aun hoy causa asombro fue cuando, en 1938, consignó: “Mussolini e Hitler se proclaman enemigos a muerte del bolcheviquismo, pero mientras tanto ajustan sus engranajes dictatoriales siguiendo las grandes líneas del modelo de la máquina soviética…”
También anticipó que el Tercer Reich alemán invadiría Ucrania pero que “esa aventura fracasaría porque Rusia es invulnerable dentro de sus fronteras”. Y acertó una vez más cuando, afirmó que “los gobiernos democráticos se verían constreñidos a aliarse con la URSS para vencer a los totalitarismos alemán e italiano”, lo que ocurrió en 1941.
Juicios de esta índole y su consagración a la defensa del sistema republicano revelan que fue el dirigente político mejor formado de la época. Me atrevo a sostener que, junto a Carlos Pellegrini, Joaquín V. González y nuestros Ramón J. Cárcano y José “Tito” Aguirre Cámara, integran el reducido grupo de nuestros estadistas ejemplares. No dejaron sucesores.
Hoy no existen políticos capaces de indicar el rumbo y de eliminar las corporaciones para darle oxigeno a nuestra débil república. Fueron reemplazados por empresas de “encuestadores”, “opinólogos” y “politólogos”, evidencia que deberá ser tenida en cuenta cuando, con seriedad, se estudien las causas de nuestro atraso y nuestro fracaso como nación.