Rafael Serrano García
Universidad de Valladolid
El historiador italiano Ignazio Veca ha publicado recientemente en España su libro El mito de Pío IX. Historia de un papa liberal y nacional (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2024) que contiene una interesante y novedosa investigación sobre la primera etapa del pontificado de Giovanni Mastai Ferretti quien dentro de los anales de la Iglesia adoptó el nombre oficial de Pío IX, sucediendo al reaccionario Gregorio XVI. No se estrenó sin embargo el nuevo papa con medidas que recordaran a su predecesor, más bien lo contrario: mostró una voluntad clara de cambio ejemplificada en la temprana amnistía concedida, presentándose pronto ante sus coetáneos como un papa reformador cuyas medidas buscaron adecuar a los nuevos tiempos las vetustas estructuras del Estado vaticano y poner más en sintonía al papado con la aspiración, ya muy popular y compartida, de liberar a Italia del yugo extranjero (austriaco) elevándola a la condición de nación independiente.
Ese giro del nuevo papa abrió una breve pero muy intensa fase en la larga historia de su pontificado, que duró cerca de dos años y medio (desde junio de 1846 hasta finales de noviembre de 1848, después de que su primer ministro, Pellegrino Rossi fuera asesinado), que se inscribe en lo que la historiografía italiana comprende como «el largo 48» y que conforma una de las vertientes más interesantes de esta nueva revolución europea, a pesar de que su importancia no ha sido suficientemente valorada en los análisis sobre la llamada Printemps des peuples o Volkerfrühling (una excepción la tendríamos en el estupendo libro, recientemente vertido al castellano, del historiador australiano Christopher Clark). Tampoco se ha resaltado suficientemente su trascendencia fuera de las fronteras de Italia, que llevó por ejemplo a que se rindiera culto a su figura en algunas reuniones y eventos celebrados en Nueva York. O en Francia, donde lo que estaba sucediendo contemporáneamente en Italia y la esperanzadora perspectiva que parecía abrir la política de Pío, y que trascendía el territorio italiano, influyó intensamente en el debate político autóctono en una coyuntura, la del 48 francés, muy marcada aún por el sentimiento religioso y en que la política progresista, revolucionaria incluso (el pensamiento, también), no estaba en absoluto disociada de la religión.
Porque Pío IX muy rápidamente se convirtió en un mito no solo italiano, sino europeo y extraeuropeo, lo que trae causa de lo que el autor define, prestando atención a la valoración de las emociones en la historia, como una «inversión emotiva» en su figura que sin duda llevó a exagerar su voluntad reformadora o su supuesto liberalismo y nacionalismo itálico. Pero lo que es cierto es que hasta su huida disfrazado de simple sacerdote a Gaeta en las postrimerías de 1848 no le abandonó esa condición mítica, esa aureola de reformador, de nuevo Mesías, pese a que tanto su discurso como sus actos evidenciaban ya grietas, contradicciones que podían llevar a dudar de sus verdaderas intenciones o incluso a atribuirle (aunque eso ocurriría sobre todo más tarde) una doble faz, una careta, en suma, como gráficamente ilustró un grabado holandés. Que no aparentaban sus maneras dulces y bonachonas, su proximidad al pueblo romano mediante visitas en persona a pobres desvalidos, la predicación en alguna de las iglesias de la ciudad, o, diríamos hoy, la empatía con sus interlocutores que mostraba en las audiencias (el testimonio, entre otros, de G. Montanelli). Que no traslucía, en definitiva, su política de imagen, en la que se reveló como un maestro, también después del 48, pero que ocultaría en realidad el propósito de no variar en lo sustancial la línea dura, belicosa en el fondo con la modernidad liberal y nacional del magisterio pontificio o la de revertir, llegado el momento, las reformas iniciadas.
Las cosas, sin embargo, puede que fueran más complejas y el autor intuye tras el rostro afable y sonriente de Mastai los perfiles de lo que clasifica como modernidad híbrida, es decir, como el intento de dar respuesta a los dilemas del mundo moderno escogiendo una vía mesiánica y carismática para la organización política y religiosa de la sociedad. En línea, quizás de lo que Vincenzo Gioberti había soñado: una dialéctica entre el «genio de la Antigüedad» y las «modernidades particulares» a la sombra de la religión católica.
Las reformas que emprendió en este primer bienio de su pontificado fueron significativas: la Consulta de Estado, la libertad concedida a los judíos (no por azar el rabino mayor de Roma recitaría un salmo en el que Pío era presentado con los rasgos de una figura mesiánica), la libertad de prensa, aunque con limitaciones (hubo, eso sí, una moderación de la censura), el comienzo de la red ferroviaria en los Estados pontificios, la institución de la guardia cívica, la constitución del municipio de Roma o la concesión del Estatuto para el gobierno temporal de los Estados de la Iglesia, que preveía la formación de dos cámaras legislativas y la apertura de las instituciones y del propio gobierno a los laicos. El pontífice impulsó asimismo la Lega doganale (Liga aduanera), inspirada en el Zollverein germano con un implícito objetivo político ya que favorecía o podría convertirse en un primer paso para la unificación política, pero en un sentido muy diferente al que luego se impondría bajo la batuta del Piamonte. Como antes señalábamos, tales medidas fueron entendidas (o mejor: quisieron serlo) por la opinión pública como un giro sustancial en un sentido liberalizador y modernizante, cuyo impulso vino dado por la amnistía de 17 de julio de 1846 cuando Mastai Ferretti llevaba apenas un mes ocupando el solio pontificio.
Entrando en el decreto en cuestión, este perdonaba todos los delitos políticos y permitía la puesta en libertad de los detenidos en las cárceles papales, consintiendo asimismo el retorno de los emigrados. Y aunque el término «amnistía» no aparecía en el texto y se trataba más bien de un acto de gracia soberana, de un «perdón», la medida fue entendida de inmediato como un acto que pregonaba el alineamiento del nuevo papa con la causa liberal provocando una verdadera conmoción en los ambientes romanos y en toda Italia, proliferando las demostraciones de júbilo, la publicación de poesías, de canciones ensalzando su figura, de himnos (así, Il Vessillo, con letra de Sterbini que luego, adaptado, daría origen, en Francia, al Hymne à Pie IX, de Rossini) no solo cultas, sino también de carácter más popular y accesible, como se recoge ampliamente en el texto. El entusiasmo de las multitudes romanas se expresaría de muchas formas, no siendo la menos expresiva la de desenganchar el tiro que arrastraba la carroza del pontífice para llevarla a brazo sustituyendo a las caballerías. Varias veces, además, ante el balcón del Palacio del Quirinal, una multitud enfervorizada se congregaría también para implorar su bendición. Los vivas al pontífice, que se emparejaban con los vivas a Italia estaban, en fin, en boca de todos, en Roma y en toda la península. Esa mitificación alcanzaría uno de sus puntos culminantes en la confrontación bélica que se abrió con Austria, siendo presentado el papa como un nuevo Moisés con la misión de aliviar los sufrimientos –como si se tratara de un nuevo Israel- de sus compatriotas. Y es que, como puntualiza Veca, en el uso del carisma del papa cabe identificar una impronta simbólico-mesiánica. La sensibilidad romántica no era, obviamente, ajena a estos excesos retóricos.
Pero ese entusiasmo, esa inversión emotiva sobre Pío IX que le convertía en un mito liberador entre los italianos de su tiempo, atrajo incluso a los que eran escépticos sobre la real capacidad de cambio de la política vaticana y llevó al exiliado Giuseppe Mazzini, que no había dado ningún crédito en principio al reformismo de Pío, a tener que reservarle un papel en el renovado contexto de nuevas e incitantes oportunidades que se abrían para la causa nacional italiana con las que Mazzini estaba directamente asociado. Ciertamente en el libro desfilan una serie de intelectuales, de activistas, de políticos, de clérigos que, con independencia de sus posiciones de partida, que en un número no menor de casos habían sido hostiles o poco amigables hacia el papado, se sintieron fascinados por el carisma del nuevo pontífice depositando en él una fe -que el tiempo desmentiría- en la firme voluntad que le suponían de conducir a sus Estados y a la propia Italia por la senda de la libertad y de la independencia, en estrecha comunión con el catolicismo (ya que muchos opinaban entonces no podría haber “libertad verdadera sin la verdadera religión”) .
Personajes como el imprescindible Massimo D’Azeglio, como el teatino y predicador de enorme éxito Gioacchino Ventura da Raulica, quien pronunció el elogio fúnebre del irlandés Daniel O’Connell en la iglesia romana de Sant Andrea della Valle; como el médico y periodista de orientación inicialmente radical Pietro Sterbini que, no obstante, y a raíz de la amnistía propuso paralizar cualquier acción clandestina y subversiva para demostrar la lealtad absoluta al soberano pontífice. Como, aunque con matices distintos, Silvestro Centofanti, Niccolò Tommaseo, Filippo De Boni (quien luego, sin embargo, igual que Giuseppe Montanelli se revolvería contra el pontífice tras la caída de la República Romana). O como, en fin, el popular «Ciceruacchio» o los frailes barnabitas Ugo Bassi y Alessandro Gavazzi que, amparados en el designio nacional que se atribuía a Mastai Ferretti, predicaron con tonos proféticos la cruzada contra los austriacos. A estos últimos religiosos, «verdaderas bombas errantes de la predicación» según Veca, se debería la popularización de la fusión entre patriotismo y religión católica en nombre de Pío IX.
Una dimensión, esta última que es quizás aun más fundamental para entender la mitificación de que fue objeto el pontífice (también como uno de los puntos a partir de los cuales se fue gestando la decepción con su figura) desde el momento en que los austriacos, por orden del general Radetzky, ocuparon Ferrara en agosto de 1847, lo que fue un prólogo de la insurrección o de la guerra contra Austria, ya el año siguiente. El hecho de que Pío fuera convertido en el paladín de la causa nacional italiana cabe achacarlo a una proclama suya publicada el 10 de febrero de 1848 en la que tras afirmar que no era sordo a las aspiraciones de los romanos y que nunca había sido completa la ruina de Italia al haber recibido Roma el don divino de ser el centro de la religión católica, acababa pidiéndole a Dios la protección sobre Italia dándole su bendición: «Oh, bendecid Gran Dios a Italia». Una bendición que reclamaban los milaneses tras el episodio de las Cinque Giornate (marzo de 1848) y que tuvo no pequeña influencia en que la guerra contra el austriaco fuera presentada como una cruzada, al estilo de las medievales que había predicado por vez primera en la Edad Media Urbano II (Iddio lo vuole!), tal como es presentado en un cuadro de Francesco Hayez. Se comprende la influencia de este gesto religioso –la bendición- en una guerra tan sacralizada, así como la ascendencia aun mayor que adquirió Pío IX en este contexto.
Mas la figura de Pío, el mito creado en torno a su persona trascendió ampliamente el territorio transalpino. Una de las aportaciones más interesantes y ricas del libro es justamente el análisis del influjo enorme que tuvo sobre la sociedad francesa, tanto más cuando la revolución de febrero del 48 abrió temporalmente en aquel país un campo muy fértil de confluencia con la religión que ya no estuvo en condiciones de aprovechar sin embargo un precursor como Felicité de Lamennais, a diferencia de otros católico liberales como Frédéric Ozanam, de Lacordaire, del obispo Maret, entre otros. También se notaría esa fascinación, como hemos dicho, del otro lado del Atlántico, en los Estados Unidos, en parte gracias a las crónicas que enviaba Margaret Fuller desde Roma.
Después de su marcha a Gaeta, y aunque con significativas resistencias entre quienes más habían apostado por el papa reformador (así, en el caso de Ozanam), el mito se iría derrumbando, máxime cuando Pío optó por imprimir un giro decididamente antiliberal y antinacional a su magisterio que, además, adquirió la nota de infalible. Pero eso no obsta para que esta parte primera de su pontificado revista un especial interés histórico e ilumine con un brillo particular el 48 europeo (y atlántico) que, como se ve, ofrece aún amplio campo para profundizar en su alcance e irradiación, incluso a España y el mundo hispánico como están mostrando los estudios de Ignacio García de Paso.
Índice de la obra
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
INTRODUCCIÓN. MÁS ALLÁ DEL MITO
1. PERDONAR
1.1. Un texto explosivo
1.2. Melodramas y triunfos
1.3. Una imagen ambivalente
1.4. Miradas de cerca, miradas de lejos
2. LA FÁBRICA DEL MITO
2.1. La mecánica de las reformas
2.2. Circuitos comunicativos
2.3. Apariciones
3. INTERPRETACIONES, SOBREINTERPRETACIONES Y PROPAGANDA
3.1. Asalto al poder temporal
3.2. El «movimiento piista» y sus contrastes
3.3. El crepúsculo de la Monarquía de Julio
3.4. Católicos en primer lugar
3.5. Los dilemas del apóstol: Mazzini y los mazzinianos
4. FORMAS DE LA EXPRESIÓN, FORMAS DE LA SUBVERSIÓN
4.1. ¡Viva Pío IX!
4.2. Predicar
4.3. Manifestar
4.4. ¿Morir por Ferrara?
5. EL MOLINETE DEL MITO
5.1. Republicanos, revolucionarios y utópicos
5.2. El fantasma de Lamennais
5.3. Voces del disenso
5.4. ¿Un nuevo Washington?
5.5. Tentaciones mesiánicas
6. EL MITO EN LAS BARRICADAS
6.1. Una revolución cristiana
6.2. «¡Bendecid, Gran Dios, a Italia!»
6.3. La cruzada del papa Mastai
6.4. ¿Defección?
6.5. El hambre de mito
7. DEL MITO AL ANTIMITO
7.1. El desterrado
7.2. Francia, 1849
7.3. El antimito
7.4. La emergencia de una nueva devoción
8. EPÍLOGO. SUPERVIVENCIAS
8.1. El eco del mito
8.2. Naciones católicas y papado romano
8.3. ¿Qué libertades?
8.4. Moderno y antimoderno