La ausencia en la Constitución de la UE de referencias explícitas a las raíces cristianas del continente levanta ampollas en ciertos sectores. Pero también se echan en falta en la Carta Magna otras omisiones más difíciles de justificar.
La ausencia en la futura Constitución de la Unión Europea (UE) de cualquier referencia explícita a las raíces cristianas del continente, está levantando ampollas en ciertos sectores que consideran inadmisible que se desdeñen de este modo las creencias religiosas de los que, según ellos, son legión en esa parcela del mundo.
Sin embargo, la omisión procede, cuando menos por partida triple. Primeramente, porque la inmensa mayoría de los Estados que integran la UE se quieren laicos, es decir, partidarios de mantenerse equidistantes de todas las religiones vigentes en sus respectivos territorios de tal modo que ninguna de ellas esté en condiciones de determinar el comportamiento de los políticos por más feligreses que acumule.
En segundo lugar, porque el predominio del rito musulmán en ciertos países que se podrían incorporar a medio o largo plazo a la UE, como Bosnia o Turquía, desaconsejan cualquier institucionalización de una cristiandad cuyas influencias, para bien y para mal, nadie niega; algo muy distinto es que este ascendiente religioso se escriba con cincel en la Carta Magna europea sacralizando así un parentesco que, en muchas ocasiones, ha resultado perjudicial para una de las partes y que, por ende, no conviene reivindicar a gritos.
En última instancia, y en relación con este inevitable balance de las cosas, conviene recordar que la historia europea está repleta de agujeros negros cavados por una Iglesia, católica sobre todo, pero también protestante, que se opuso sistemáticamente a todo aquello que cuestionara su suprema autoridad, desde los descubrimientos científicos hasta las arengas filosóficas a favor del libre albedrío, lo que la llevó una y otra vez a estar reñida con el progreso.
Concretamente en España, la Iglesia se ha puesto siempre del lado de los poderosos y cuando, en coyunturas extremas, tuvo que apostar por la reconciliación, lo hizo por la guerra. No hay que recurrir por consiguiente a episodios tan clamorosos como el de la Inquisición para cuestionar el papel jugado por los herederos de Pedro durante muchos siglos y en lugares bien distintos.
Esta controvertida actuación, que atañe a todo el clero en general, debiera bastar para desechar cualquier mención del cristianismo en una Constitución destinada a ensalzar las libertades, que aboga por una drástica separación de la Iglesia y el Estado y que considera que el único compromiso moral que contraen los individuos al nacer es con el bienestar de la comunidad a la que pertenecen, entendida ésta en su más amplia acepción.
Marginación de los fenómenos nacionales
La herencia dejada en el continente europeo por las Iglesias mayoritarias es lo bastante polémica como para ahorrarse cualquier agradecimiento a los sucesivos padres del cristianismo, máxime si esta reverencia queda inmortalizada en los libros como así pretendían quienes al final no ganaron.
Por el contrario, existen otras omisiones que son mucho más difíciles de justificar. Las preferencias por la actual configuración política y territorial (Europa de los Estados) y el temor latente a la disgregación continental, han acabado por marginar a los fenómenos nacionales y regionales que tendrían que haber gozado en la Constitución de un espacio mucho más destacado, si convenimos que no hay mejor acuerdo que el que se alcanza desde la diversidad.
También se echa en falta en esta Carta Magna un mayor énfasis a la hora de subrayar algunos enunciados, como el de la necesidad de mantener la cohesión social en la UE en momentos en los que el sistema de varias velocidades podría provocar el rezago de los países con menor potencial económico diluyendo así el espíritu de la colmena que debiera prevalecer entre todos los socios europeos.