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Las jaladas de Onésimo

Desde luego que me parece bastante normal que los curas hablen de lo que les venga en gana, pero algo huele mal cuando algunos de sus principales jerarcas son incapaces de formular sus opiniones con una argumentación mínimamente sensata.

El origen viene quizá de lejos, cuando ingresar al seminario o al cuartel no era una elección vocacional sino una válvula de sobrevivencia económica que las familias escogían al no poder enviar a sus hijos a seguir los pasos de una profesión liberal.

En esas condiciones, por largas décadas el acceso a la élite eclesiástica y, sobre todo, la movilidad ascendente en su pirámide de poder, no estuvieron fundados en la brillantez teológica, el refinamiento cultural o la sofisticación intelectual sino en la habilidad y las alianzas políticas, las conexiones sociales y los resortes económicos. Justo las distorsiones que, ahora, detesta el papa Ratzinger y, según dice, desearía corregir.

Probablemente es a partir de allí que se explique la vulgaridad y el primitivismo de miembros destacados de la jerarquía como don Norberto Rivera Carrera o don Juan Sandoval: como no tienen incentivos (ni instrumentos tal vez) para sostener debates de altura o defender sus posiciones con razonamientos elaborados optan por jugar el papel de bravucones de barriada.

La definición del laicismo como una “jalada”, acuñada esta semana por don Onésimo Cepeda, va, precisamente, en esa dirección y, por ende, merece un comentario.

Dadas las aspiraciones dogmáticas y excluyentes de todas las religiones y su arraigada tentación de hacer que su “Verdad Revelada” sea una y única para todos, es natural que sus líderes trabajen incesantemente para ocupar mayores espacios y poder en ese peculiar mercado de almas.

Pero como en éste, también, hay una creciente competencia, exacerbar la militancia en torno a ciertas causas —contra el aborto, los homosexuales, el condón, los anticonceptivos, las células madres, las escuelas mixtas, el sexo prenupcial o el laicismo— funciona como el cemento de un fundamentalismo más o menos light que restañe las grietas del edificio que antes fue uno, único y verdadero.

Desde el punto de vista de poder, es válido. Pero desde el ángulo de la fe, los desplantes callejeros de Sandoval o Cepeda minan la confianza de los creyentes que buscan en su fe y en su iglesia los nutrientes espirituales para una vida razonablemente coherente en términos de bienestar y de plenitud interior.

La ordinariez declarativa de estos próceres es no sólo moral e intelectualmente reprobable sino además incompatible en una sociedad donde convivan distintas culturas, donde se respete la pluralidad de creencias tanto como a los que no creen, y donde se ejerza la absoluta libertad para pensar y conducirse como se prefiera.

Esos son los valores que defiende y garantiza esencialmente el estado laico. Y para todos, incluso para quienes creen que es “una jalada”.

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