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Laicismo y democracia

Es frecuente el intento de despojar al laicismo de todo su contenido para convertirlo en una ética cívica cuya pretensión a la universalidad se reduce a la noción de “ética de mínimos”, con lo cual no sólo se desarman las aspiraciones de nuestro proyecto político sino que se destruye el fundamento mismo de la democracia.

La democracia no puede reducirse a una mera neutralidad sin contenidos propios, transigente con todas las propuestas políticas. Es obvio que el Estado democrático no es atributo del socialismo, de las corrientes liberales, de las corrientes republicanas…, y, en este sentido, la noción misma de democracia carece de un contenido asimilable a alguna de las fuerzas políticas que se mueven en su seno. Lo que no es obstáculo para que sí abordemos el contenido de la democracia en el plano o en el nivel que le corresponde, como una configuración del Estado incompatible con el Estado absolutista, al que vence y sustituye de manera parcial en nuestro devenir histórico; incompatible con las dictaduras burguesas de corte fascista, cuya primera expresión sistematizada la inaugura el golpe de Estado de Napoleón III; incompatible con las llamadas dictaduras del proletariado…

Además de ineludibles mecanismos de control sobre los abusos del poder ejecutivo, fundados en la independencia de los poderes legislativo y judicial (separación sin la cual un Estado carece de Constitución, según la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), examinemos la polaridad en que se mueve la noción misma de democracia: la voluntad mayoritaria expresada por el sufragio universal y el sujeto de derecho destinado a conformar como individuo esa voluntad general…

Pues bien, de ese sujeto, nada menos, se ocupa el laicismo, y de las condiciones políticas, jurídicas y sociales, fundadas en las nociones de libertad y de igualdad, necesarias para posibilitar la existencia misma del ciudadano como una voluntad individualizada.

En este sentido, los derechos fundamentales de reclamación individual, las garantías jurídicas propias de un Estado democrático (pensemos en el “habeas corpus”, la presunción de inocencia, la no criminalización de las ideas…), el laicismo y la democracia tienen un idéntico contenido, tendente a garantizar la integridad del ciudadano como voluntad autónoma.

Y ese contenido ineludible, la libertad de conciencia en todas sus manifestaciones (de pensamiento, de convicciones, de expresión…), protegida por el Estado democrático contra toda coacción y contra toda limitación arbitraria, es condición "sine qua non" de la democracia.

Pues bien, a lo largo de nuestro devenir democrático, que en el espacio geopolítico donde nos movemos arranca de la Revolución francesa de 1789, la noción misma de ciudadano, como individuo al que se le atribuye una conciencia libre y una voluntad autónoma, soporta todavía numerosos atavismos procedentes del periodo absolutista y de la mala fe de quienes legislan para defender intereses particulares…

El redescubrimiento renacentista del Derecho romano republicano no bastó para conformar con carácter universal la noción de ciudadanía: tuvo que desprenderse de la dicotomía esclavo / hombre libre y, dentro de esta última, de la de patricio / plebeyo. Pero todavía el valor universal de individuo como ciudadano sufrió serias limitaciones con el voto censitario, consiguiendo que "Hombre", en la Declaración de 1789, significara solamente aquellos que poseían bienes censados por el fisco. Y, yendo más lejos, como bien denuncian las feministas al hablar del sexismo en el lenguaje, "Hombre" significara únicamente "ser humano varón" (el voto de las mujeres sólo se consolidó tras las dos guerras mundiales del siglo XX).

Otros atavismos permanecen incólumes, afectando a esa libertad de conciencia sin la cual no se concibe la democracia, convirtiendo nuestra Constitución y su desarrollo legislativo en un paquete de absurdos y de contradicciones, al configurar la libertad de conciencia como un derecho de los individuos y de las comunidades…

Allí donde el individuo es sujeto del derecho no puede serlo al mismo tiempo la comunidad y viceversa. Sólo los individuos poseen esa facultad que llamamos conciencia, mente, pensamiento, carácter que ontológicamente está ausente de cualquier grupo, ya sea de constitución artificial (como una asociación) o "natural" (el municipio, la nación, la comunidad de la que formo parte por nacimiento…).

Desde esta aberración jurídica se ha desarrollado la noción histórica de "libertad religiosa" (Irlanda es católica en su Constitución; "un príncipe, una religión", afirma Lutero) que corrompe o anula la libertad de conciencia en que se fundamenta la democracia.

El laicismo, que sólo puede concebir la libertad religiosa como un caso particular de la libertad de conciencia (es decir, que no puede permitir desigualdad alguna entre los individuos en razón de la índole religiosa o no religiosa de sus convicciones), tiene como objetivo principal continuar esa tarea inacabable conducente a la universalización del individuo como sujeto del Derecho, como ciudadano, y a la recuperación de la conciencia libre como condición sin la que no podemos hablar de democracia.

Y ese contenido inalienable y positivo del laicismo debe manifestarse operativo en las acciones negativas tendentes a extirpar, como un buen cirujano, los cuerpos extraños que imposibilitan el desarrollo de la conciencia libre, de las instituciones del Estado y de la legislación. En el caso español, con especial urgencia, los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, la Ley Orgánica de 1980 y toda la legislación posterior que de ellos emana.

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