El 28 de mayo de este año, el Real Madrid ganó la Liga de Campeones de la UEFA de esta temporada frente al Atlético de Madrid. Al día siguiente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, se ponía una camiseta del equipo blanco y decía:
“Nunca he ocultado que soy uno de los vuestros, que soy madridista y tengo el corazón blanco como vosotros. Y por eso os digo de corazón, enhorabuena, campeones. Sois los mejores (…) ¡Hala Madrid!”.
Desde el punto de la vista de la laicidad, ¿hay algo que decir? Es habitual relacionar la laicidad con la religión, más concretamente, con los principios de separación política-religión y de neutralidad política ante las religiones y otras opciones de conciencia. Pero eso no es más que una dimensión del laicismo. La laicidad refiere, principalmente, al art. 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), esto es, a la libertad de conciencia y a la igualdad sin discriminación por motivos de conciencia, así como a la separación y la neutralidad del espacio público con respecto a todas las opciones de conciencia (no solo las religiosas).
La laicidad busca la relación dialéctica entre unidad y diversidad. Su referente es la unidad del Λάος (láos, el pueblo indiferenciado en Grecia) y la defensa de su diversidad interna sin menoscabo de esa unidad. La clave la encuentra en la misma libertad de conciencia para todos (y por extensión, la igualdad de libertades y derechos), independientemente de los contenidos de cada conciencia particular (y de cualquier otra pertenencia comunitaria que puedan tener los ciudadanos). Es por eso que se distinguen y se establece la separación de los planos de lo público (universal, de todos) y lo privado (particular, de muchos o pocos pero no todos), y se mantiene la neutralidad de lo público hacia las opciones de conciencia particulares (religiosas o no). La idea básica es que cualquier ciudadano, todo ciudadano, se sienta miembro de la misma sociedad política al compartir los mismos derechos y libertades, así como las instituciones que los garantizan y que conforman el Estado laico. Y eso exige de ese Estado, sus instituciones y cargos públicos que sepan mantener la separación y neutralidad necesarias. Si el Estado o sus representantes se alinearan con una opción de conciencia particular, quienes no la compartieran no se sentirían representados ni incluidos sino todo lo contrario, excluidos o como ciudadanos de segunda, si acaso tolerados pero no miembros de pleno derecho de la sociedad.
La separación y neutralidad en pro de la libertad de conciencia y la igualdad exigen de los representantes públicos la virtud política de saber “desdoblarse” en su doble condición deindividuos y de cargos públicos. Evidentemente, solo hay una persona física, pero que realiza dos roles sociales distintos: por un lado, es un individuo con sus propias ideas, creencias, gustos, aficiones, etc.; por otra parte, ejerce un cargo público que está destinado a funciones políticas, públicas, universales, de todos. Y debe saber distinguir bien cuándo actúa en un rol y cuándo en el otro, sin confundirlos ni mezclarlos.
Tal vez con unos ejemplos se entienda mejor. La jueza que dicta sentencias en los juicios cumple dos roles distintos. Supongamos que se llama Rosa. Pues Rosa tendrá sus propias opiniones y creencias, pero como jueza las deja al margen y se somete a la legalidad vigente, sin permitir que esas opiniones o creencias particulares le afecten en su toma de decisiones. La profesora de filosofía que explica las teorías de los diferentes filósofos hace lo mismo. Llamémosla Lucía: como persona, Lucía tendrá sus filias y fobias hacia cada filósofo, pero como profesora se ciñe al temario y explica a todos lo más neutral que puede sin intentar influir en su alumnado hacia sus propias ideas.
La clave para entender lo anterior es que en el juzgado o en el aula, no están Rosa o Lucía como tales, sino una jueza y una profesora. Fuera del juzgado y del aula, son Rosa y Lucía de nuevo. Si Lucía está con sus amigos tomando cañas, podrá decir tranquilamente que Tomás de Aquino le parece el mejor filósofo del mundo o un completo idiota (según lo que piense), pero jamás debería decir eso en clase. Porque en clase, sus opiniones particulares son irrelevantes. El alumnado que está con ella no está allí a escuchar a Lucía, sino a la profesora de filosofía, que es distinto. Lo mismo le pasa a Rosa. En un caso particular, Rosa puede estar convencida de la culpabilidad de los acusados, pero si las pruebas se han obtenido ilegalmente, la jueza deberá absolverlos de acuerdo a la ley, independientemente de que Rosa no tenga ninguna duda de que son culpables. Sus opiniones o creencias no pueden interferir en la realización de las tareas propias de su cargo público.
Pues exactamente igual le pasa a los cargos políticos: presidentes, ministros, alcaldes, etc. También ellos deben distinguir su propia persona del cargo que ocupan. Cuando Cristina Cifuentes actúa como presidenta de la Comunidad de Madrid, no es Cristina como persona particular, con su idiosincrasia propia, la que actúa, sino el cargo público de presidenta que en ese momento ostenta. Y como tal, debe abstenerse de meter por medio esa idiosincrasia y de comportarse como la Cristina que se toma cañas con sus amigos. Que Cristina sea del Madrid, del Atleti o del Barça es irrelevante para la presidenta de la Comunidad de Madrid. Tan irrelevante como las opiniones de Lucía cuando da clases de filosofía o las de Rosa cuando está juzgando un caso.
En el caso concreto del fútbol, y por extensión del deporte, la presidenta de la Comunidad de Madrid se debe a todos los madrileños, sean del Real Madrid, del Atleti o de otro equipo. Como presidenta está bien que se alegre del triunfo de un equipo de esa Comunidad y lo felicite. Eso es así porque, como presidenta, debe fomentar la práctica del deporte y sus valores, pues son objeto de consenso en la sociedad. De hecho, el art. 43.3 de la Constitución insta a fomentar el deporte, así como el art. 44 CE exige a los poderes públicos la promoción de la cultura y de la ciencia. El deporte (o la cultura o la ciencia) no son objeto de controversia social como tales. Gustarán más o menos a unos y otros, pero nadie sensato cuestiona su valor y ventajas sociales. Lo que no dice la CE es que los cargos públicos deban identificarse a sí mismos como tales cargos con tal o cual equipo, porque a ningún ciudadano en tanto que ciudadano le importa de qué equipo es la persona Cristina Cifuentes (a sus amigos personalesclaro que sí, pero como presidenta no lo es solo de sus amigos). Así, pues, en nuestra opinión, Cristina Cifuentes no hizo nada bien es identificarse de forma casi histérica con un equipo determinado en vez de limitarse a actuar como presidenta de todos los madrileños y en apoyo y fomento de la práctica del deporte. Todo lo cual no obsta para que, una vez concluidas sus funciones de presidenta, y ya como mera ciudadana particular, Cristina celebrara por todo lo alto la victoria del Real Madrid. La clave está en que hubiera sabido distinguir los diferentes planos en cada caso.
Distinto es el caso de las religiones, donde la separación y neutralidad deben ser más estrictas si cabe (para expresar lo cual Thomas Jefferson utilizó la metáfora de “muro de separación”). Si bien el deporte, la ciencia y la cultura son valores compartidos que justifican su promoción pública y la presencia de cargos públicos para apoyarlos, no pasa lo mismo con la religión. La religión no es un valor compartido en la sociedad. Ya no solo porque haya diferentes religiones, sino porque una buena parte de la sociedad cuestiona a la propia religión en sí (lo que pasa con el deporte, la ciencia o la cultura). Dicho en lenguaje económico: el deporte, la ciencia y la cultura generan externalidades positivas de las que se beneficia toda la sociedad, incluso para quienes no se dedican a esas actividades. Pero no así la religión. Lo mismo que alguien podría indicar la obra social de algunas religiones como externalidad positiva, otros podrían señalar el dogmatismo y el fanatismo que también pueden producir como externalidades negativas. Es por eso que desde el ámbito público se impone la más estricta separación y neutralidad al respecto, sin que quepa ninguna presencia de cargos públicos en actos religiosos (o irreligiosos) ni de símbolos religiosos (o irreligiosos) en las instituciones públicas.
Cae de suyo que un presidente, alcalde o ministro no debería acudir a actos religiosos (tipo procesiones o misas) en calidad de tal cargo público. La analogía religión-deporte no vale aquí. Un cargo público puede acudir a felicitar a un equipo que gana una Copa manteniendo su neutralidad y como apoyo público al deporte en general expresado en la victoria particular de ese equipo, igual que lo haría si hubiera ganado otro equipo distinto. Aquí lo importante desde la perspectiva pública no es tanto el equipo concreto sino el deporte en general, que goza de consenso. Pero con la religión no pasa igual. No es de recibo que un alcalde acuda a todos los actos religiosos de todas las religiones porque, incluso si así lo hiciera, estaría apoyando con su presencia a la propia religión, que no es un valor compartido en la sociedad. En este caso, debe abstenerse de participar como cargo público en cualquier acto religioso. Mucho peor sería si encima solo acudiera a los actos de unas religiones sí y otras no, claro está. Pero insistimos, la solución no está en ir a los de todas, sino a ninguna.
Donde sí se cumple la analogía es en el derecho que la persona concreta (que ocupa el cargo público) tiene de identificarse, celebrar e ir a los actos religiosos que quiera en tanto que persona particular y no como ese cargo público, y sin recibir, por tanto, ninguna distinción ni trato especial en ese acto (no más que cualquier otro ciudadano). De la misma manera que deberá abstenerse de hacer gala de su religión (o ateísmo) en tanto que cargo público. Resulta de esta forma curiosa la polémica que se ha levantado por el hecho de que Sadiq Khan, el actual alcalde de Londres, sea musulmán. En términos laicos, quien es musulmán es Sadiq Khan, no el alcalde de Londres. El alcalde, como tal, no tiene religión, como no tiene gustos musicales o películas favoritas: es la persona Sadiq Khan la que prefiere tal música o tal cine, y la que creerá o no en Alá o en el dios que sea o en ninguno. Lo importante es que lo que crea o le guste a esa persona particular es irrelevante para el cargo de alcalde de Londres. Y por eso mismo no debe influir en su actividad como alcalde. O no debería, porque si influyera, estaríamos ante la enésima vulneración de la libertad de conciencia y la laicidad. ¿Alguien se imagina a este alcalde diciendo durante el ramadán algo así?:
“Nunca he ocultado que soy uno de los vuestros, que soy musulmán y tengo el corazón islámico como vosotros. Y por eso os digo de corazón, enhorabuena, campeones. Sois los mejores (…) ¡Alá es grande y Mahoma su profeta!”.
Pues que tome nota la presidenta de Madrid.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.