Entre los reproches dirigidos a la laicidad por sus adversarios, figura el de su supuesta abstracción en relación a los hechos culturales y a las herencias históricas. Ahora bien, tal reproche, habitual en una cierta crítica de los ideales republicanos, parte de dos errores que convendría disipar.
El primer error tiende a confundir la cultura y el derecho, o si se quiere, la cultura y la política, al olvidar la distinción entre el patrimonio estético y afectivo de un pueblo y las normas de poder que le han podido ser asociadas. Atribuir a estas últimas la etiqueta de «cultural» es potencialmente sustraerlas a todo examen crítico. Postura nefasta, psicológicamente explicable en ciertos casos por el remordimiento ligado al recuerdo de la colonización, pero sin fundamento racional. La sospecha de etnocentrismo pesa aún sobre cualquier crítica a una práctica o a una norma que se arbitra bajo el término cultura, pero hay que tener cuidado con la desviación relativista, por la cual se cree tener que dar pruebas de preocupación acerca de la libertad y la tolerancia: se corre así el peligro de estar obligado a dar de nuevo una legitimidad inesperada a las tradiciones más retrógradas.
El segundo error, ligado por otra parte al primero, consiste en ver en la laicidad un «producto cultural», sugiriendo de ahí su relatividad. Eso equivaldría a decir que la penicilina, inventada por un escocés, el Doctor Flemming, no posee virtud curativa más que para los escoceses, o que el Habeas corpus, reconocido primeramente en Inglaterra, sólo debe ser válido para los ingleses. No hace tanto que algunos políticos chinos mostraron su indignación afirmando que los Derechos del hombre, reconocidos en Occidente, no tenían valor en China, teniendo en cuenta su «cultura». Así, un razonamiento del mismo tipo lleva a insinuar que la laicidad es una figura histórica y geográfica relativa: «típicamente francesa», se dice insistiendo.La cuestión es aún más extraña en tanto que procede de personas que declaran, por otra parte, su adhesión a la laicidad. Tal vez los dirigentes chinos mencionados admitirían los Derechos del hombre «abiertos», como otros sólo admiten laicidad «abierta», es decir, redefinida.
Presentar la laicidad como un «hecho cultural», es conjugar una extraña amnesia desde el punto de vista de la historia con una ceguera en geografía. Un paseo por la historia muestra de forma evidente que la laicidad no es un producto espontáneo de la cultura occidental, sino una conquista, conseguida con sangre y lágrimas, contra dos milenios de tradición judeocristiana de confusión mortífera entre lo político y lo religioso. En cuanto a la geografía, esta nos enseña que el ideal laico se defiende tanto en Paquistán con Taslima Nasreen, como en Argelia, con Khalida Messaoudi y Ali Mecili, asesinado hace poco. No es cierto que el término «laicidad» esté tan poco difundido: existe su equivalente en las grandes lenguas, aun siendo poco empleado en algunos países a causa de las supervivencias del poder religioso que reinan en ellos. Por otra parte, lo importante no está en el término empleado, sino en la naturaleza de los principios que dicho término reconozca. Ciertas lenguas africanas no disponen del verbo ser, pero pueden perfectamente expresar de otra manera sus funciones significantes, sin ninguna pérdida de sentido. ¿Acaso se dirá también que la rareza semántica de la expresión «derechos del hombre» en ciertos países marca la relatividad cultural de tal referencia, y por lo tanto de su valor normativo?
Dado que la laicidad es el resultado de un esfuerzo para poner distancia con las tradiciones y asumirlas sólo en su dimensión auténticamente cultural, excluyendo toda normativa opresiva, es precisamente por lo que la laicidad puede tener un valor universal sin negar, sin embargo, las realidades particulares. El ideal laico une a todos los hombres por el hecho de que los eleva por encima de todo encierro. Este ideal no exige sacrificar ningún particularismo, sólo un mínimo distanciamiento que permita vivirlos como tales, sin ser sus alienados. El reproche que se le dirige de hacer abstracción es un elogio indirecto: puede significar que la emancipación laica no reduce a nadie a la quintaesencia de las influencias que se han ejercido sobre él, es decir, dispensa libertad a todos.
La laicidad no requiere sujetos humanos abstractos, desencarnados: sólo rechaza tener como «culturales», y respetables, las relaciones de poder, envueltas en las costumbres que a la larga las hacen parecer solidarias con toda una «identidad colectiva». Difícil cuestión la de las relaciones entre derecho, política y cultura. Criticar una tradición retrógrada no significa renegar de tus raíces, sino distinguir los registros de existencia, evitando confundir entre la fidelidad a una cultura y la servidumbre a un poder. La persona concreta se descubre, de esta manera, sujeto de derecho, capaz de vivir a un tiempo, sin confundirlas, la memoria viva de una cultura y la conciencia distanciada de ciertos «usos» de los que entiende que debe emanciparse. ¿Cómo hacer posible, más allá de las diferencias, la existencia de un espacio público en el que el bien común toma la forma de una emancipación a favor de la cultura universal, pero al mismo tiempo de una reunión ejemplar de jóvenes seres a los que en principio nada puede diferenciar? A semejante pregunta responden el ideal laico y el dispositivo institucional de emancipación del poder público respecto a cualquier tutela, sea religiosa, ideológica, económica o incluso mediática.
Ciudadano del mundo, ningún hombre es esclavo de su entorno vital, como lo es un animal asignado a su medio ambiente. El entorno denominado cultural, y las tradiciones que conlleva, son ciertamente influyentes, pero nunca hasta el punto de despojar al hombre de la libertad que tiene de definirse o de redefinirse según la conciencia que adquiere de lo justo y de lo injusto. ¿Cómo, si no, podrían progresar las sociedades? ¿Y qué significaría la idea de que ninguna servidumbre es fatal, de que ninguna tradición es sagrada desde el momento que puede atentar a los fundamentos de la dignidad humana? Asumir libremente una cultura, quiere decir, en primer lugar, distinguirla de las relaciones de poder que se mezclan con ella, saber alejarlas y evaluarlas. Es, pues, separar un patrimonio que se lleva en el corazón y unas normas que resultan susceptibles de juicio crítico.
Muchos cristianos se rebelan hoy en día contra la desigualdad entre los sexos, que sin embargo es afirmada y santificada en la Biblia, e impuesta en una tradición milenaria de civilización marcada por el cristianismo. ¿Se les objetará que traicionan por ello la cultura «cristiana»? En realidad, el ideal laico no tiene nada de abstracto en el sentido negativo de la palabra; no hace más que incitar a no confundir los registros de la existencia. La cultura no es el derecho, aunque a veces las costumbres, al codificarse, tienden a imponerse como normas. El espíritu de libertad, en la Revolución Francesa, consistió en poner en entredicho este derecho consuetudinario, simple expresión de las relaciones de fuerzas que pensadores contrarrevolucionarios como Bonald y de Maistre querían por el contrario paralizar con una sacralización dirigida a evitar toda crítica.
Estas observaciones permiten fijar el cuadro de una reflexión sobre las relaciones entre laicidad y «diferencias», con el fin de pensar el valor del ideal laico para la integración.
Tierra de asilo y República, bien mirado, tienen un sentido muy próximo. Acoger a hombres no es yuxtaponerlos en guetos, sino hacerlos participar en un mundo común. El gesto de acogida considera tanto la humanidad de los hombres como la manera en la que ésta se ha particularizado en costumbres. Ahora bien, la creación de un mundo en común conlleva exigencias. En efecto, no todo es compatible en las normas y los usos que proceden de civilizaciones particulares, o si se prefiere, de «culturas» en el sentido etnográfico del término. De ahí que pueda aparecer una tensión entre esta visión de un mundo común presente en la integración republicana, y el respeto de lo que se denomina a menudo, no sin ambigüedad, las «diferencias culturales». Esta tensión puede sacar a la luz dos actitudes extremas, que a menudo se alimentan la una a la otra. La primera actitud, procedente de una confusión entre integración republicana y asimilación negadora de toda diferencia, comporta el riesgo de descalificar la idea misma de república, de bien común a los hombres, a los ojos de las personas víctimas de esta confusión. La segunda actitud, en simetría inversa, exalta la «diferencia» en un comunitarismo crispado, recogido en normas particulares, y ello con el riesgo de comprometer la coexistencia con los miembros de otras «comunidades». Esta exaltación tiene a veces el sentido de una afirmación polémica contra una integración que se confundiría con una asimilación negadora. Las dos actitudes, en este caso, se alimentan recíprocamente.
De ahí la necesaria definición de un equilibrio, o más bien de una concepción justa tanto de los principios de la integración como de la afirmación identitaria. Una lógica de integración preocupada por la legitimidad tendrá como principio distinguir rigurosamente entre las exigencias que tienen un valor universal en la fundación social, y los rasgos particulares de una forma de ser colectiva, de una herencia cultural, de costumbres específicas. Tal distinción no es siempre fácil de realizar, pero es necesaria cuando se trata de definir lo que es legítimamente exigible en nombre de la integración. Un ejemplo simplista, pero que permitirá indicar de manera somera el sentido de esta distinción, puede ser propuesto. En una constitución republicana en la que los derechos del hombre tienen un papel fundador, la libertad individual y la igualdad entre los sexos, por ejemplo, son principios que ninguna práctica cultural, sea consuetudinaria o ancestral, podría refutar. En este punto, nada es en verdad negociable; lo que no significa que no deba hacerse nada para poner en evidencia el sentido y el valor de tales principios, así como las exigencias que procedan de ellos. Las prácticas cotidianas, los usos familiares y el conjunto del patrimonio estético y afectivo, por otra parte, deben ser respetados en su libre afirmación, y reconocidos, si se desea, en su «diferencia».
Evidentemente, toda la dificultad aparece desde el momento en que hay normas de sometimiento interpersonal implicadas en el patrimonio cultural que se desea respetar. ¿Debe uno abstenerse de juzgarlas bajo el pretexto de que el «derecho a la diferencia» no pude relativizarse? ¿O, por el contrario, debe rechazarse globalmente una cultura con el pretexto de que hay relaciones de sometimiento implicadas en ella? La primera postura se desarma a menudo ante lo inaceptable de la misma, y conduce a una cierta servidumbre. La segunda se entronca con el etnocentrismo y emparienta con el rechazo de toda diferencia cultural bajo el pretexto de defender la justicia. Por otra parte, es poco probable que tal «defensa» sea comprendida y admitida desde el momento en que se solidariza con una actitud de rechazo en la cual se puede identificar perfectamente una postura de intolerancia y de rechazo del otro. La primera actitud confunde demasiado deprisa la tolerancia y el relativismo que descalifica toda señal y todo principio de referencia. La segunda convierte en poco creíble la perspectiva de integración, confundiendo los rasgos particulares de una civilización y los principios universales capaces de fundar la concordia entre los hombres.
El punto muerto al que conduce cada una de estas vías es evidente. La creación de guetos y el mosaico de comunidades yuxtapuestas, cuyas fronteras son a menudo puntos de conflicto, dibujan la figura de una democracia que carece de toda referencia a un bien común. Figura correspondiente a la primera actitud y reconocible hoy en día en algunas desviaciones comunitaristas del mundo anglosajón. En cuanto a la segunda actitud, si parece en parte caduca desde la crítica decisiva de las ideologías colonialistas y etnocentristas, puede resurgir bajo formas renovadas en los racismos modernos que son alimentados por la crisis económica y social, unida a la ley del Dios-Mercado y al liberalismo desenfrenado que la acompaña.
Se debe,pues, adoptar una tercera vía, la de la separación metódica del patrimonio cultural y de las relaciones de poder o de las normas que van unidas a ellas. Las relaciones feudales de servidumbre han tenido algo que ver con el arte de los trobadores, pero la admiración de estos últimos no implica consentimiento alguno de las relaciones de sometimiento que se le asocian. Los «cantos espirituales negros» no dejan de tener relación con la esclavitud de los negros en América, pero es evidente que el patrimonio cultural que representan es rigurosamente disociable de esa esclavitud. Osemos hacer una analogía. La cultura relacionada con el cristianismo vehiculó durante mucho tiempo la sumisión de la mujer al hombre, de igual manera que lo hace hoy en día una cierta interpretación del Corán. Pero el respeto a las culturas y a las diferencias no puede llegar hasta el punto de inclinarse ante cualquier norma o costumbre: aquí interviene la separación mencionada anteriormente. Se saldrá así de una cuestión mal planteada, la del respeto de todas las culturas, recordando que no todo en las costumbres es respetable, y que ninguna civilización debe escapar al espíritu crítico, el cual debe distinguir entre lo que se da como «cultural» para mejor imponerse y establecer relaciones de dominación y normas criticables, y lo que realmente puede valer como patrimonio cultural. La ablación del clítoris, las mutilaciones corporales erigidas en castigo, los repudios unilaterales de una mujer por un hombre, son otros tantos ejemplos de prácticas inadmisibles. Esta observación es válida tanto para el Occidente cristiano como para las otras regiones del mundo. La igualdad de sexos, la libertad de conciencia, el reconocimiento de los derechos, no se produjeron en efecto sin luchas que, en muchos aspectos, defendían la opinión contraria a los usos y las tradiciones. La realización de los ideales no es más que parcial, y sólo podemos rechazar el etnocentrismo como mistificador, o la reescritura de la historia que consistiría en dejar creer que el Occidente cristiano ha producido naturalmente los derechos del hombre, cuando en realidad estos fueron conquistados, esencialmente, en contra de la tradición clerical cristiana. Recordemos que la iglesia católica ha esperado hasta el siglo veinte para reconocer la libertad de conciencia, la autonomia de la investigación científica y la igualdad básica de todos los hombres, creyentes o no: hechos todos estos que el papa anatemizaba aún en 1864. En Francia, Monseñor Freppel, feroz adversario de la laicidad, afirmaba que los «derechos del hombre» constituyen la «negación del pecado original»…
La «afirmación identitaria», a menudo invocada como un derecho inalienable, no carece de ambigüedad. ¿Es válida para los individuos o para los grupos humanos? Si la identidad personal es una construcción procedente del libre arbitrio, no se puede asimilar con la simple vinculación a una comunidad particular. En este caso, el derecho del individuo prima sobre el que se sentiría uno tentado a reconocer a la «comunidad» a la cual dice pertenecer. Este último término, bien mirado, se revela muy criticable. Ningún ser humano «pertenece», en el sentido estricto, a un grupo si no es bajo el principio de vasallaje no consentido que puede llegar lejos en la alienación. La joven mujer que rehúsa llevar el velo, ¿debe ser obligada en nombre del pretendido derecho de la comunidad? La mujer de Mali que se insurge contra la mutilación tradicional del clítoris ¿será considerada como una traidora de su cultura? (Le Monde Diplomatique de junio del 2000 nos recuerda a este respecto que la oposición a tal práctica es de gran amplitud, especialmente en Senegal). La mujer cristiana que se niega a reducir la sexualidad a la procreación ¿será estigmatizada por la autoridad clerical? Estos ejemplos subrayan el peligro que comporta la atribución de cualquier prelación en materia de afirmación identitaria a los grupos como tales, incluidos sus representantes. El «derecho a la diferencia» es también el derecho, para un ser humano, a ser diferente de su diferencia, si se entiende por esta última la materialización de tradiciones, de normas y de conductas en lo que se denomina habitualmente, y no sin ambigüidad, una «identidad cultural». Otorgar derechos a «comunidades» como tales, puede ser correr el riesgo de alienar a los individuos que no se reconocen en ellas más que de manera mesurada y distanciada, es decir, libre. Es también arriesgarse a consagrar una reclamación de tutelaje.
Tal es el punto de vista ciego del comunitarismo, el cual, atolondradamente, cree tener que consentir por tolerancia, cuando en realidad así se corre el riesgo de consagrar el tutelaje de los individuos. Aquí se plantea, pese a todo, la difícil cuestión del estatus de las referencias culturales comunitarias, consideradas como elementos de construcción de la identidad personal, pero no como factores obligados de vasallaje. Una cultura que pretende imponerse no es una cultura, sino una política. Procede de un tratamiento político, con derecho de fiscalización sobre la suerte que reserva a las libertades. Desde ese momento, todo individuo debe poder disponer libremente de sus referencias culturales, y no ser obligado por ellas. Es así, evidendemente, para la religión que no puede, sin hacer escarnio a los derechos de la persona, tomar la forma de un credo obligado. Es decir que la libertad, incluso ahí, debe mantenerse como un principio intangible. El individuo que asume su cultura no consiente necesariamente en todas las tradiciones en las cuales, no hace mucho, dicha cultura ha podido expresarse. Aprende a vivirla como tal, es decir, como una cultura particular que otros hombres quizá no compartan. Aprende igualmente a distinguir lo que puede ser aceptado de lo que pude ser discutible: el individuo vive así su «pertenencia» de manera suficientemente distanciada para no cerrarse a los demás hombres, para evitar todo fanatismo. Es precisamente esta exigencia, que conjuga afirmación y distanciamiento, la que toma a su cargo la integración republicana para hacer advenir un mundo común a todos los hombres, sean cuales fueren, por otra parte, las referencias culturales en las cuales estos se reconozcan. La apertura a lo universal excluye el encierro en la diferencia. Pero lo universal, en sí mismo, sólo es la auténtica distribución de lo que es o puede ser común a todos los hombres cuando se concibe de manera crítica, por superación de los particularismos y por la liberación de las referencias culturales concernientes a las relaciones de sometimiento.
Desde tal perspectiva, la laicidad define el marco más adecuado para acoger las diferencias culturales sin conceder lo más mínimo a los poderes de dominación ni a los vasallajes que pretenderían autorizarse. Libertad de conciencia, igualdad estricta entre creyentes y no creyentes, autonomía de juicio cultivada en cada individuo gracias a una escuela laica depositaria de la cultura universal, constituyen, en efecto, los valores principales de la laicidad. La separación del Estado y de las Iglesias no tiene como fin luchar contra las religiones, sino poner por delante lo que une o puede unir a todos los hombres, creyentes de religiones diversas, o creyentes y no creyentes. El esfuerzo que cada uno realiza para distinguir en sí mismo lo que sabe y lo que cree, para tomar conciencia de lo que le puede unir a otros hombres sin exigir de ellos que tengan la misma confesión o la misma visión del mundo, es el corolario de tal ideal. En sociedades a menudo desgarradas, el ideal laico muestra la vía de un humanismo crítico, de un mundo verdaderamente común. No se necesita en absoluto para ello que los hombres renuncien a sus diferencias culturales: basta con que identifiquen los principios que fundan el «vivir juntos» sin lesionar ninguno de ellos. El creyente puede comprender perfectamente que una marcación confesional del poder público hiere al no creyente. Y este, a su vez, puede admitir perfectamente que un Estado que profesara un ateísmo militante sería mal aceptado por un creyente. La laicidad del poder público es la afirmación de lo que es común a los hombres:; la neutralidad confesional no es más que la consecuencia del principio positivo de plena igualdad. Aquellos que, en nombre de una religión o de una ideología, consideran que pueden disponer de empresas públicas, usurpan de hecho el bien común, como lo hace el clericalismo, captación del poder temporal con fines religiosos o políticos. La laicidad requiere un esfuerzo de apertura y de retención al mismo tiempo, puesto que entiende que debe preservarse la esfera pública de toda captación clerical. Este esfuerzo es el mismo que deben hacer los hombres para aprender a vivir juntos en el respeto de sus libertades de pensar y de actuar. De este modo se resuelven las dificultades mencionadas anteriormente, concernientes a la conciliación entre integración republicana y afirmación de sí mismo. Aunque disguste a sus detractores, el ideal laico, portador de una emancipación concreta, tiene un hermoso futuro.