Las siguientes reflexiones se inscriben en mi investigación de tesis doctoral desarrollada en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. La investigación consiste en precisar los espacios de articulación entre lo religioso y lo político tomando como punto de referencia las trayectorias de actores sociales ligados a la Organización Única del Trasvasamiento Generacional (OUTG), a partir del análisis de sus memorias e historias de vida. En términos cronológicos y en la consideración de las trayectorias personales, estas se extienden desde fines de la década del cincuenta hasta la actualidad.
Suiguiendo la lucida inspiración del historiador Carlo Ginzburg sobre el valor de la microhistoria a través del análisis del proceso inquisitorial seguido a Menocchio, un molinero friulano del siglo XVI acusado de herejía, lo puntual puede revelar algunos atisbos que desde una mirada generalista suelen pasar desapercibidos. En El queso y los gusanos, Ginzburg justifica el valor metodológico de su elección:
Pero si la documentación nos ofrece la posibilidad de reconstruir no solo masas diversas sino personalidades individuales, sería absurdo rechazarla. Ampliar hacia abajo la noción histórica de «individuo» no es objetivo de poca monta. Existe ciertamente el riesgo de caer en la anécdota, en la vilipendiada histoire événementielle (que no es solo, ni necesariamente, historia política). Pero no es un riesgo insalvable. En algunos estudios biográficos se ha demostrado que en un individuo mediocre, carente en sí de relieve y por ello representativo, pueden escrutarse, como en un microcosmos, las características de todo un estrato social en un determinado período histórico, ya sea la nobleza austríaca o el bajo clero inglés del siglo XVII. ¿Es este el caso de Menocchio? Ni mucho menos. En conclusión: también un caso límite (y el de Menocchio lo es) puede ser representativo. Tanto en sentido negativo —porque ayuda a precisar qué es lo que debe entenderse, en una determinada situación, por «estadísticamente más frecuente»—, como en sentido positivo, al permitir circunscribir las posibilidades latentes de algo (la cultura popular) que se advierte sólo a través de documentos fragmentarios y deformantes, procedentes en su mayoría de los «archivos de la represión».
En este caso se puede hacer el mismo cuestionamiento. Las trayectorias de personas que pasaron por la OUTG (1972-1974) no agotan en ningún sentido el arco de experiencias del peronismo de los setenta. No fue un fenómeno insignificante pero tampoco tuvo una presencia masiva determinante. Sus militantes, pasados con los años a otros espacios políticos, se dispersaron notablemente a pesar de las redes que fueron creando. Sin embargo, como en muchos de estos casos va a presentarse la combinación de elementos religiosos y políticos, las características de estas trayectorias pueden hablarnos, de alguna manera, de la laicidad de la sociedad argentina y de los rasgos de un espacio laico en términos políticos. Creo que esta remisión es enteramente posible.
¿Cómo definir la laicidad y la preeminencia de un Estado laico? Durante mucho tiempo esto significó la identificación de lo laico con un conjunto de dispositivos reductores o negadores del fenómeno religioso: laicidad como anticlericalismo, como reducción del poder eclesiástico, o de la injerencia misma de las religiones. En un punto, el proceso de modernización religiosa supuso un tipo de recomposición de lo religioso, a veces drástico, aunque esto no llegara a manifestarse en su eliminación o erradicación.
La idea de laicidad, además, se ha asociado a la de secularización. En un sentido amplio, al menos, estas expresiones pueden considerarse como sinónimas. Si se distingue un poco más, la primera haría alusión a lo institucional y la segunda a lo cultural. Pero ambas forman parte de un proceso en el cual la organización social relega notoriamente el poder de las instituciones religiosas como ordenadoras vertebrales de las relaciones existentes. Puede significar privatización de lo religioso, puede significar diferenciación de esferas y de sus lógicas. Esto mismo ya conduce a un terreno dilemático. La pregunta inicial que se puede suscitar es si, consecuentemente, en la Argentina se dio la privatización o se plasmó el proceso de diferenciación. Nuestras investigaciones sugieren que no reproducen el modo típico. ¿Esto habla de la inexistencia del fenómeno laico, de un estancamiento histórico, institucional y político? Aquí es cuando el plano teórico puede obstaculizar la comprensión de la realidad social.
Es más elástico suponer, al contrario, que la laicidad puede ser definida como el proceso de autonomización del fenómeno político con la restricción consecuente de la acción clerical, o su correlato confesional, en el espacio público. Es una formulación amplia pero que permite eludir la enumeración de características esenciales o modélicas para determinar si efectivamente nos encontramos en una sociedad moderna o no. Es decir, permite la elusión de cualquier tipo de evolucionismo como esquema de concreción de etapas. Pero es una definición que tampoco cae en un formalismo huero: desde ya, la laicidad sería un hecho restringido si la existencia de partidos confesionales, es decir, articulados religiosamente por la institución o grupo religiosos, tuviera un caudal expresivo en términos de impacto político.
De esta manera, podemos reconocer la laicidad a la luz de las estructuraciones político-religiosas que guiaron diversas experiencias peronistas.
No se puede comprender cómo se construyó el fenómeno laico en la sociedad argentina si no se hace hincapié en dos espacios sociales, con obvias intersecciones, masivos y movilizadores. A su vez, estos dos espacios se ligan a partir de su efecto en el terreno impropio, como se enunciaría desde una visión más clásica y modernista: el catolicismo como forma política y el peronismo como forma religiosa.
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Humberto Cucchetti