Cuando el Estado entra en asuntos religiosos o la religión se mete en decisiones del Estado, suele haber problemas muy graves. A golpe de tragedias, el mundo ha debido comprender esta lección fundamental para la convivencia pacífica que se resume en una palabra: laicidad.
La última ocasión que en México la fe se mezcló con la política —en el proceso que conocemos como guerra de los cristeros, entre 1926 y 1929—, fueron muchas las vidas que quedaron segadas por la intolerancia. Por fortuna, nuestro país supo dejar atrás la confrontación fratricida derivada del conflicto fundamentalista entre creyentes y no creyentes.
No obstante, la memoria frágil de algunos con frecuencia empuja a la sociedad mexicana hacia el fanatismo. Hoy en día hay quienes exigen al Estado que intervenga e imponga en las políticas públicas principios sobre la vida que parten de criterios religiosos. Ese intento de establecer normas de índole confesional en materias como la educación, las preferencias sexuales, la reproducción o la muerte representa una peligrosa amenaza contra la laicidad.
Ayer, Juan Ramón de la Fuente, hombre de reputación y respeto, hizo notar el riesgo regresivo al que algunos políticos están sometiendo al país, en su búsqueda por construir alianzas con grupos conservadores a cambio de proteger, por ejemplo, el supuesto derecho a la vida desde el momento mismo de la concepción. Por ello llamó a la sociedad a jugar un papel más activo en la vida política y convocó a generar un entramado de fuerzas progresistas que le planten cara a los ánimos retrógrados.
El mayor valor que hoy existe en la sociedad mexicana es la pluralidad: haber tomado conciencia de que México es en realidad muchos Méxicos fue lo que nos permitió aspirar a la democracia. Por tanto, quien quiera suponer que en nuestro país hay una sola forma de ver el mundo construye una falsa idea de nación que no nos merecemos los mexicanos, una idea que nos impide pensar en una República en la que quepamos todos.