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Laica no es un perro

El laicismo es el mar que permite que todas las confesiones, creencias y no creencias puedan navegar en calma. Al Estado le corresponde velar porque así sea.

LAS fronteras son tajos de navaja cuando separan lo inseparable. Abren heridas. Y aunque parezcan curadas, la memoria del daño permanece en la cicatriz y en la molestia que vaticina las tormentas. Hay fronteras estúpidas para ilegalizar a seres humanos. Unas hechas con muros. Otras con alambre. Todas adornadas con cristales rotos o cuchillas para eternizar en la carne la cicatriz que caduca en los pasaportes. Pero hay fronteras necesarias. Sin cuchillas. Ni heridas. Ni más muros que los prejuicios de quienes se niegan a derribarlos. Me refiero a la frontera legal y cívica que debiera separar el Estado de cualquier confesión religiosa.

Apenas una vocal separa las palabras confusión y confesión. Equivalente a miles y miles de años. Y a miles y miles de toneladas de sangre. Apenas un día y la misma distancia simbólica separan la Inmaculada de la propuesta para el 9 de diciembre como día internacional del laicismo y libertad de conciencia. No es casualidad la elección de esta fecha. Como explica Europa Laica, fue un 9 de diciembre de 1905 cuando se proclamó la ley francesa de Separación del Estado de las religiones. No fue la primera, ni siquiera en España, pero sí la más trascendente por mantener su vigencia intacta. También un 9 de diciembre de 1931 se proclamó la Constitución de la II República, quizá la norma mundial que con mayor nitidez biseló las diferencias entre las confesiones y el Estado. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ha caído una dictadura integrista. La constitución actual, una norma laica, consagra la libertad de conciencia y la acofensionalidad del Estado. Y aún siguen nombrando vírgenes como alcaldesas perpetuas. Y tratando como a malditos a quienes enarbolamos la ley y el sentido común para cuestionarlo.

Ha sido un gobierno socialista el último en designar a la Virgen de la Inmaculada como alcadesa perpetua de la Línea de la Concepción. No es el único, por supuesto. Prácticamente, todas las capitales andaluzas tienen la suya: Córdoba, Nuestra Señora del Socorro (1934); Huelva, Nuestra Señora de la Cinta (1956); Sevilla, la Virgen de los Reyes, también Medalla de la Ciudad; Cádiz, la Virgen del Rosario (1967); Jaén, la Virgen de la Capilla (1967); y la Virgen del Mar en Almería (2012). Granada también concedió a la Virgen de las Angustias la Medalla de la Ciudad. Sólo se salva Málaga. Y si nos referimos a pueblos andaluces, la lista es interminable. Por ceñirnos a Córdoba y sólo en este año, Peñarroya-Pueblonuevo, El Viso y Puente Genil ya tienen nueva alcadesa eterna.

Gobiernos de todos los colores y advocaciones marianas. Normal que así sea. La espiritualidad está clavada en los tuétanos de Andalucía. El culto a las diosas madre, a los betilos, a las venus sedentes, negras, Isis, Astarté o Mitra, reconvertidas en vírgenes con nombres paganos y apariciones coincidentes en el tiempo con los decretos de persecución a moriscos, marranos y gitanos, constituyen una de las pruebas más contundentes de nuestro politeísmo milenario y del fracaso de la expulsión. Cofradías y Semana Santa, candelarias, ferias, romerías, zambombas o cruces de mayo, incrustadas en fechas milenarias y paganas, acompañadas del consumo exagerado de cerdo y vino como exaltaciones populares de islamofobia y antisemitismo, son habitáculos inescindibles del alma andaluza. Incluso entiendo que el respeto no se traduzca en indiferencia o negación por los poderes públicos. Lo que no podemos ni debemos permitir como ciudadanos es la confusión. El Estado es una armazón frío y transparente que nos cubre y protege. Carece de ideología y religión oficial. Y esa es la única garantía para que cada uno tenga la ideología y religión que quiera.

Ayer noche acosté a mis hijos mientras les explicaba algunas religiones con un Corán y una Biblia en las manos. Ninguno va a clase de religión. Y los dos carecen de una alternativa digna. Soy tan profundamente espiritual como radicalmente laicista. Porque no son términos opuestos sino parasitarios, dependientes, compatibles. El laicismo es el mar que permite que todas las confesiones, creencias y no creencias puedan navegar en calma. Al Estado le corresponde velar porque así sea. Y debe ser una ley orgánica quien sitúe la frontera entre las libertades individuales y la neutralidad de los poderes públicos. Un alcalde también es ciudadano. Tiene derecho a que sus creencias sean tan respetadas como su ideología política. Por supuesto que puede acudir a un acto religioso. Pero lo que no puede ni debe es confundir el cielo con la tierra y tomar la parte por el todo. No se trata de asestar un tajo de navaja. Ni abrir heridas. Hablamos sencillamente de venerar a la Constitución en el altar laico más elevado para que desde allí cualquiera de sus feligreses pueda rezar o no rezar a su dios, a su virgen o a ninguno. Laica no es un perro. Y no muerde.

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