El estado liderado por Juan Pablo II, el Vaticano, es también extraordinariamente peculiar. Sabemos que, en cuanto a territorio, es el más pequeño del mundo, y que se fundó en 1929, cuando firmaron el Tratado de Letrán Pío XI y Mussolini. Carece de censo, pero sabemos que allí reside el gobierno central de la Iglesia católica romana, la Santa Sede, con el Papado, el Colegio Cardenalicio y la Curia Romana. ¿Sabemos también si es un estado de derecho social y democrático? Tenemos datos reveladores. El Papa tiene el poder ejecutivo, legislativo y judicial absolutos. El Código de Derecho Canónico no establece, al menos en principio, límites a su potestad dentro de la Iglesia. Así es que «no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice». En 1990, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la “Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo”, donde se dice que «no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio». Es decir, la verdad religiosa se antepone a los derechos de las personas. De hecho, la Santa Sede no ha firmado la Declaración Universal de los Derechos Humanos: como reconocen con dolor algunos teólogos católicos, no puede aceptar la igualdad de derechos de hombres y mujeres (éstas simplemente no son admitidas en toda la jerarquía), ni la libertad de expresión y enseñanza sin sus particulares recortes, ni las garantías jurisdiccionales en el enjuiciamiento y medidas disciplinarias… En definitiva, el Vaticano se asemeja mucho más a un estado totalitario, a una monarquía absoluta represora y sexista que a un estado de derecho.
Sin embargo, es bien conocido que la Iglesia Católica, o su gobierno, la Santa Sede, ha contribuido (o lo ha intentado) en tiempos recientes y en varias ocasiones a la paz y la justicia en sintonía con las Naciones Unidas, así que a lo mejor lo dicho arriba no tiene tanta relevancia de cara a mejorar el mundo. Podemos preguntarnos ¿es habitual esa sintonía con la ONU?, ¿cómo está considerado en ella el Vaticano? No es el Vaticano, sino la Santa Sede, quien tiene el estatus de Estado Observador Permanente No Miembro de las Naciones Unidas. Esto le permite participar en las discusiones de la Asamblea General sin derecho a voto; en cambio, sí que puede votar en las Conferencias Internacionales de la ONU, y así suscribir o no convenios o compromisos. Pues bien, hasta 2002, de 104 convenios de Naciones Unidas en defensa y promoción de los derechos humanos, la Santa Sede había suscrito solamente 12 (datos del último informe anual sobre ratificaciones de estos convenios). En este sentido, está en los últimos lugares, detrás de países como Cuba, China, Irán o Ruanda. La Santa Sede no ha ratificado ninguna de las convenciones sobre la supresión de las discriminaciones basadas en la sexualidad, la enseñanza, el empleo y la profesión. Ni las relativas a la protección de los pueblos indígenas, los derechos de los trabajadores, los derechos de las mujeres, la defensa de la familia y el matrimonio… Sencillamente, la Santa Sede no puede aceptar muchos derechos humanos en el Vaticano… y bastantes, en ningún sitio. Es especialmente dura su lucha política en la ONU (y en cada país) contra la libertad sexual en general, y la de las mujeres y los homosexuales en particular. Rechaza de modo absoluto los métodos contraceptivos, aunque algunos de éstos sean un arma importante contra el SIDA y contra el hambre, y por tanto su rechazo la pueda hacer responsable de millones de muertes espantosas. Esto le ha supuesto, por ejemplo, enemistarse con UNICEF: le ha retirado su apoyo por defender la anticoncepción en paises donde los niños se mueren de hambre. La Santa Sede participa en las Naciones Unidas no como un gobierno que interviene en los temas importantes para la población vaticana (¿mil habitantes?), sino como una religión que busca imponer su visión moral a católicos y a no católicos por igual (más de 6.000 millones de habitantes). Pero aunque no tuviera esos tintes tan negativos (por no hablar de su escalofriante historia milenaria), ¿no es obvio que otorgar el estatus de estado y otros privilegios especiales a la religión católica es profundamente injusto? Hay en marcha una campaña, “See Change”, que precisamente pretende lograr unas reglas de juego iguales para todas las religiones en la ONU, reglas comunes a todas las organizaciones no gubernamentales.
Y el estado español, ¿qué relaciones tiene con la Santa Sede? Aquí seré más breve, pues todos somos muy conscientes de que estas relaciones vienen marcadas por los Acuerdos de 1976 y de 1979, mediante los que se otorgan a la Iglesia católica unos privilegios económicos, jurídicos y educativos que se contradicen con la no-confesionalidad constitucional. Unos privilegios, en suma, incompatibles con las libertades democráticas. La única solución justa no es reformar aquellos acuerdos, sino derogarlos (así como la normativa derivada de ellos) y considerar de una vez a España un estado laico sin más, en el que los católicos tengan tanta libertad de asociación y expresión como los testigos de Jehová, Granada laica o Médicos sin Fronteras.
Según todo lo dicho, ¿qué relación debe establecerse con un Papa que nos visita? En su calidad de líder religioso, no obstante todo lo expuesto, creo que debe tener lo que ha tenido: la libertad para expresarse, así como la de sus seguidores para manifestarse… tanta como merece cualquier otro personaje que defienda unas ideas, aunque éstas promuevan “de buena fe” actitudes contrarias a los derechos humanos. Otra cosa es la relación con los representantes públicos: se trata de personas que pueden ser cristianas, budistas, ateas, espiritistas,… y participar en los ritos que quieran en su vida privada, pero actuando como representantes, obviamente, no deben ejercer de creyentes, increyentes o anticreyentes. Un representante público, empezando por el Rey y los miembros del gobierno, no debe hacer profesión de sus convicciones particulares ejerciendo su cargo. Si lo hace (por ej., participando como devoto en una misa, arrodillándose, santiguándose, inclinándose ante una autoridad eclesial o besando su anillo, asistiendo a procesiones) puede estar desairando u ofendiendo a cuantos no comparten su ideología: los autoriza a decir, como mínimo, que “no comulgan” con él. Con más razón aún, en un estado aconfesional las entidades públicas no pueden hacer gala de ninguna fe: el Ejército, o la Universidad (a través de sus representantes), valga por caso, no pueden ir a rendir pleitesía al Papa, como en otras ocasiones no deberían poner esquelas mortuorias con una cruz y un “rogamos una oración por su alma”, ni deberían convocar misas de comienzo de temporada o de celebración del patrón, ni hacer ofrendas a ninguna Virgen… Entonces, ¿se han comportado correctamente los representantes públicos en la visita del Papa?
En cuanto a su calidad de jefe de estado, un Papa debe ser objeto de las relaciones protocolarias habituales, ni más ni menos. Además, debería haberse planteado la resolución de los conflictos entre los dos estados: los derivados de los citados acuerdos del 76 y el 79. Si con algunos dirigentes se aprovechan estas visitas para recordar que hay que cumplir los derechos humanos y los valores de la democracia, aquí también había que hacerlo. ¿Han hecho lo que debían nuestros representantes políticos, al menos los de la oposición?