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La singularidad europea es el laicismo

La semana pasada, el Congreso aprobó una moción que insta al Gobierno a retirar los crucifijos de las escuelas, en cumplimiento de una reciente sentencia del Tribunal de Estrasburgo. El texto, promovido por ERC y apoyado por el PSOE, habla de escuelas, a secas, lo que llevó a interpretar que la pretensión de eliminar los símbolos religiosos no se limita a los centros públicos, sino que se extiende a los concertados confesionales. La jerarquía eclesiástica, el PP y los medios conservadores reaccionaron con su habitual desafuero y se preguntaron si el siguiente paso de Zapatero iba a ser la supresión de la Cabalgata de los Reyes Magos.

El episodio invita a reflexionar sobre la relación entre el Estado español y la Iglesia católica, que disfruta de un estatus excepcional en virtud de la Constitución y de los acuerdos con la Santa Sede de 1979. Nadie niega que el cristianismo ha contribuido de manera crucial a la formación de la cultura europea (lo cual no implica que exista unanimidad al valorar los beneficios de esa aportación, sobre todo en España). En realidad, las religiones y los sacerdotes han desempeñado un papel decisivo en prácticamente todos los procesos culturales. La gran singularidad europea consiste en el desarrollo del concepto del laicismo, que defiende una estricta separación de Estado e Iglesia y el confinamiento al ámbito privado de las manifestaciones religiosas.

En España esa separación no se ha consumado, y la mejor prueba de ello es la educación. El Estado aporta unos 4.000 millones de euros anuales a los colegios concertados católicos y al pago de salarios de profesores de religión en centros públicos y concertados.

La figura de la concertación con escuelas privadas surgió en su día como una solución para dar cobertura universal a la educación, pues la red pública resultaba insuficiente. El creciente deterioro de la enseñanza pública ha otorgado un peso creciente a las escuelas religiosas en la formación de los ciudadanos. Más que obligar a estos centros a retirar los símbolos religiosos, lo que debe hacer el Estado es mejorar la educación pública, eliminar la clase de religión de los colegios públicos, abstenerse de sufragar a los profesores de religión y replantear el concepto de concertación, de modo que los fondos de los contribuyentes vayan a parar sólo a escuelas que acepten voluntariamente las reglas del juego de la aconfesionalidad. No se trata, por supuesto, de un proceso sencillo, y falta ver si existe la voluntad política real de emprenderlo. Pero es el marco en el que debería moverse un Estado moderno.

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