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La religión en la escuela

En la segunda quincena del pasado mes de octubre, el Tribunal Supremo ha dado la razón a la Consejería de Educación de Aragón, que había decidido reducir a la mitad el horario semanal que hasta entonces estaba asignado a la asignatura de religión. Como consecuencia de dicha resolución judicial, la señora consejera se sintió muy satisfecha a juzgar por la alegría que manifestaba en todos los medios de comunicación y, lógicamente, los obispos, quienes habían incoado un recurso contra una sentencia anterior del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, junto con las asociaciones familiares católicas, se sintieron muy contrariados. Desde mi punto de vista, el debate no debería centrarse en el número de horas, sino en el grado de compatibilidad que posee el hecho de que en una sociedad democrática y, por ende, en las escuelas inclusivas se imparta Religión. En varias ocasiones he escrito sobre este tema y, por tanto, me limitaré a ratificar aquí mis tesis al respecto.

En el libro de Paolo Flores d’Arcais (2013), titulado Democracia, hay un capítulo denominado Democracia y ateísmo que considero muy pertinente para aclarar esa dicotomía que he planteado en el párrafo anterior.

Si el ethos común de la democracia es que las leyes las elaboran los parlamentarios, elegidos libremente por el pueblo, y el ethos de cualquier religión es el sometimiento a la ley divina, interpretada y actualizada por los órganos supremos de cada religión, la incompatibilidad entre teísmo y democracia parece evidente. Para cualquier persona que intente gobernar democráticamente un país, el criterio supremo de su comportamiento político es el respeto a cualquier ideología, o estilo de vida, que no contradiga la Constitución y el resto de leyes. En cambio, para un gobernante que intente insertar en las leyes su creencia religiosa, el supremo criterio ético es la ley divina. Apoyándose en los argumentos expuestos, el autor del libro que estoy comentando concluye que la esfera pública, si quiere ser democrática, tiene que ser atea y que las creencias religiosas deben pertenecer al ámbito privado. Según Paolo Flores, el banco de prueba en donde se ve más clara la incompatibilidad de una democracia teísta con los postulados básicos de una democracia basada en el principio de «una persona, un voto» es la escuela inclusiva.

Una escuela inclusiva es aquella en la que se educan de forma colaborativa todo tipo de alumnos, independientemente de sus capacidades, de su nivel económico, de su procedencia cultural y etnográfica, de su religión, o del sexo. Pero no basta con incluir en su seno a la heterogeneidad del alumnado. Además, es necesario que las estrategias didácticas y organizativas respeten y potencien las distintas capacidades y creencias de todos los alumnos para que ninguno pueda sentirse discriminado, cosa que no ocurre en una escuela confesional.

De ahí que considere que la confesionalidad es la antítesis más clara de la escuela inclusiva y que, por el contrario, el paradigma más inclusivo es el laicismo escolar. La laicidad no impide que en las escuelas se fomente la religiosidad, que es connatural a todos los seres humanos, ni mucho menos que se ataque a ninguna religión concreta. Lo único que implica es que no se adoctrine a los alumnos para que acepten las creencias, los mitos, los dogmas y los valores de una determinada religión.

Hoy en día, en todas las escuelas públicas hay alumnos cuyos padres pertenecen a diferentes religiones, o a ninguna. Por ello, si se impone una determinada religión, los alumnos cuyas familias profesan otra se sentirán marginados y discriminados, que es lo opuesto a la escuela inclusiva. Para evitar esa discriminación cabría la posibilidad teórica de que las escuelas contaran con profesores de cada una de las religiones del alumnado y que en el horario destinado a la asignatura de religión, la clase se dividiera en grupos separados en función de la confesionalidad o del ateísmo de cada familia. Sin embargo, en la práctica eso no es posible, ni creo que fuera bueno para los alumnos.

Yo creo que la solución más racional es prohibir la existencia de una materia curricular de religión, tanto en las escuelas públicas como en las privadas subvencionadas con fondos públicos. En su lugar, debería existir una asignatura obligatoria cuyo objetivo fuera mostrar a los niños y jóvenes el papel de las religiones en la configuración de la civilización nacional e internacional a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo, puesto que todos los estados democráticos tienen la obligación de propiciar que los niños y jóvenes reciban la enseñanza religiosa que demanden sus familias, deben poner los medios necesarios para que reciban tales enseñanzas en los lugares de culto de cada religión, fuera del horario escolar.

Estoy convencido de que la propuesta que acabo de formular puede parecer demasiado light a los partidarios de un laicismo radical y demasiado peligrosa a los partidarios de la confesionalidad escolar. Sin embargo, considero que es un planteamiento respetuoso con los principios de la escuela inclusiva, propiciada y defendida, entre otras organizaciones internacionales, por la Unesco. A su vez, entiendo que resuelve la contradicción planteada por Habermas, consistente en reconocer el derecho de las personas a practicar sus creencias religiosas y al mismo tiempo la no injerencia de las iglesias en las escuelas públicas.

Santiago Molina *Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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