Las diferencias esenciales que acreditan a Catalunya como nación son evidentes e indiscutibles desde hace siglos, pese a los tristes periodos en que han querido someterlos bajo la fuerza bruta de los invasores y los chantajes políticos y económicos.
Pero si quedaba alguna duda, las distintas reacciones españolas de estos últimos meses frente al proyecto de Estatut lo han acabado confirmando. Somos muy pero que muy distintos. Y, por lo visto, cada día más.
Las diferencias más explícitas hay que encontrarlas en los respectivos mapas electorales, con los que se demuestra que en España existe una concentración de toda la derecha en un único partido que ejerce con métodos e ideología de extrema derecha, rozando la antidemocracia, mientras que en Catalunya el centroderecha es algo vivo y operativo, bastante distanciado de los ultras. Es una situación que también se apunta en las diferencias de otras entidades nacionales, sobre todo Euskadi. Y no se trata sólo del alentador abanico de diferentes partidos, sino también de los resultados electorales que estos partidos logran, en los que el centroderecha y el centroizquierda se juntan en un mismo impulso soberanista.
Huelga decir que este panorama político es consecuencia de realidades muy profundas que se explican por la historia, por la situación geopolítica, por la idiosincrasia cultural y por un sentimiento colectivo que recoja todos estos factores y otros. Hay uno que en estos días se ha puesto de manifiesto con agresividad y torpeza: los distintos grados de religiosidad que marcan la realidad social de España y Catalunya. No podemos decir que Catalunya haya dejado por completo de ser religiosa, pero sí que la intensidad de este fenómeno se ha distanciado mucho de la que demuestran nuestros vecinos castellanos y su entorno.
Durante el siglo pasado, una buena parte de los católicos catalanes mantuvieron con bastante eficacia una cierta clandestinidad antifranquista, apoyados en las distintas fórmulas del catalanismo. Dentro de sus escasas posibilidades, apoyaron una religiosidad que quería integrarse en la sociedad aportándole una doctrina propia y unos elementos de convivencia espiritual. Eran unos valores que permitían una supervivencia digna y un reclutamiento de nuevos fieles progresistas.
PERO AHORA, con la democracia, la situación ha cambiado: las bajas en el campo católico son tan importantes que todo él ha quedado prácticamente marginado de la colectividad políticamente operativa. Ni los demócrata-cristianos se atreven a lucir su estandarte. Basta con recoger de las estadísticas el bajo número de practicantes cotidianos, la desaparición del alumnado en los seminarios o la cantidad de matrimonios simplemente civiles que superan en mucho la de matrimonios religiosos. Y aún podríamos añadirle muchas más situaciones determinantes.
En España este descenso no ha sido tan fuerte y todavía podemos hablar de la presión religiosa en la vida política y social. Los príncipes se bautizan y se casan con la misma opulencia católica, los obispos plantan cara a los gobiernos de izquierda en defensa de los postulados políticos más reaccionarios y el Estado mantiene económicamente a la Iglesia católica con una prioridad escandalosa respecto de las demás religiones y, sobre todo, respecto de las necesidades sociales más urgentes. Quizá esta presencia religiosa explica una de las razones de la inexorable desviación de la derecha hacia la extrema derecha. La eficaz participación de la COPE en nombre de los obispos españoles –incluyendo a los catalanes– también es un factor evidente. A pesar de algunos gestos mínimos y a menudo equívocos o desganados, las autoridades eclesiásticas catalanas, pues, no se han dado mucha cuenta de estas diferencias y parecen dispuestas a seguir al rebaño de los obispos españoles negando diferencias evidentes. En una sociedad no religiosa como la catalana, la Iglesia católica debería tomar otras posiciones que quizá serían, también, más próximas a algunas esencias aún válidas del cristianismo.
QUE LOS obispos españoles y sus seguidores defiendan con alaridos populistas las ventajas de las que disfrutan con Gobiernos de extrema derecha parece natural en un país de católicos aún ligados a la peor tradición reaccionaria, trasnochada e irracional. Pero en la Catalunya fundamentalmente laica esto es una irrealidad asfixiante.
Es en Catalunya donde los obispos –o los fieles que deberían poder influir desde la base– deben reclamar la independencia de sus ideas y sus prácticas respecto del curso político y confirmar que en Catalunya la religión es otro hecho diferencial. Me gustaría verlos sumándose a la propuesta de laicidad definitiva en la educación y de su gratuidad anticlasista, a la igualdad de oportunidades escolares, a la libertad para elegir las nuevas formas de comunidad y las nuevas relaciones personales en la liberación racial y sexual, en la exigencia de una muerte digna y un nacimiento controlado. A todo ello y a mucho más. Es decir, a todo lo que haría del cristianismo un pensamiento y una actitud adaptables a los modelos de civilización.
Mientras no sea así, los católicos no participarán en el refuerzo de un rasgo diferencial tan importante y tan evidente como podría ser la religión. Al contrario: además de hacer el ridículo distanciándose de la realidad social, echan a perder la posible recuperación política y social del país y ayudan a provincializarlo. La función pública de la Iglesia católica en Catalunya es un error político grave.