El Ministerio de Educación, en el borrador de la Ley de Calidad de la Enseñanza, prevé, como una de las manifestaciones de esa propugnada calidad, volver a conceder a la asignatura de religión -de religión católica- la consideración de materia evaluable y computable en los currículos de primera y segunda enseñanza (de 6 a 12 y de 12 a 16 años), cuyas calificaciones repercutirán en la nota media del alumnado aunque no serán motivo para repetir curso.
Este cambio de categoría, debido a un incuestionable éxito de la Conferencia Episcopal en sus relaciones con el Gobierno del Partido Popular, por el cual la religión (católica) pasa en escuelas e institutos de ser una materia teóricamente voluntaria a ser una asignatura evaluable -optativa, porque se puede elegir otra igual de evaluable, valores cívicos, pero semiobligatoria, porque hay que elegir una de ellas-, puede llevar a pensar que retornamos a los tiempos ya lejanos en que la religión (católica) formaba parte de todos los planes de estudio, desde el parvulario hasta el cuarto curso de la enseñanza universitaria. A pesar de esta similitud, la enseñanza cuasiobligatoria de la religión (católica), apoyada en la presión que en su favor ejercen los directores y profesores católicos, incluso en los colegios públicos, y en la habitual marginación de aquell@s niñ@s que no la desean, hace de esta materia algo más que una “maría”. De hecho, mucho más que una “maría”, puesto que, como asignatura en la primera y segunda enseñanzas, alcanza un papel en el currículo escolar del que no disfrutó durante el franquismo, ya que entonces tenía una competidora del mismo nivel.
Las tres “marías
El abigarrado ideario -carlismo, catolicismo, falangismo, tradicionalismo, nacionalismo, imperialismo, sindicalismo, etc- que sustentaba al régimen franquista y que de manera abreviada se ha dado en calificar como nacional-catolicismo, tenía como uno de sus fines asegurar la supervivencia y reproducción del régimen a través del permanente adoctrinamiento de la población, conseguido por medio de un extenso y centralizado aparato propaganda, al que, por supuesto, no escapaba la enseñanza académica.
Como ya se ha indicado, desde edad temprana y hasta los años finales de la juventud (la mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años), los niños y niñas eran instruidos en los valores que el régimen consideraba esenciales: la religión católica en su versión más dogmática e intransigente, la política en su interpretación franquista (la Formación del Espíritu Nacional) y la gimnasia en su versión sueca, dada la carencia de instalaciones deportivas. Esas tres materias obligatorias acompañaban a l@s estudiantes a lo largo de casi toda su vida discente y competían con el resto de las asignaturas, pero formaban una especie de trinidad curricular aparte: eran las tres “marías”.
Las tres “marías” iban juntas, formando un todo inseparable que atendía a la pretensión de aquel régimen de formar -en cuerpo y espíritu- a l@s alumn@s en tres pilares básicos: la formación religiosa, la formación física, la formación patriótica, para hacer, de ellos, buenos católicos, buenos patriotas y hombres sanos, y de ellas, lo mismo, pero además eran instruidas en las labores del hogar y en la recuperación y conservación de ciertos aspectos de la cultura popular.
Las tres “marías”, impartidas por sacerdotes y burócratas de la Falange o de la Sección Femenina, eran inseparables, porque de alguna manera resumían en el ámbito de la enseñanza la alianza de fuerzas que componían aquel régimen. Nadie de la Iglesia, que había instigado la insubordinación militar del 18 de julio y legitimado al bando vencedor en la guerra civil, hubiera osado proponer la asignatura de religión como sustituto de la Formación del Espíritu Nacional, ni nadie del Régimen -ni un ministro de Educación Nacional ni un ministro Secretario General del Movimiento- lo hubiera consentido. Franco no hubiera tolerado que uno de los pilares fundacionales de su Estado -la Iglesia- pudiera asumir las labores de otro -el Movimiento Nacional- en su función de propagar entre la población los valores que estimaba necesarios para asegurar la supervivencia de su régimen. Así, pues, la enseñanza obligatoria de la religión católica era consecuencia necesaria de las bases ideológicas y políticas de aquel régimen.
Pues bien, lo que actualmente puede ocurrir, si la ley se aprueba tal como está, es que el ministerio de Educación haga de la asignatura de religión (católica) una materia esencial en la educación religiosa de infantes y jóvenes en detrimento de su educación ciudadana, que correspondería a la asignatura alternativa de valores cívicos. Con ello, el ministerio de Educación de un Estado democrático y no confesional entiende que, de cara a la formación, incluso cívica, de sus ciudadanos, la labor de la Iglesia católica es más importante que la del propio Estado no confesional y que la enseñanza del dogma católico puede suplir con ventaja a la educación en valores civiles, democráticos y no confesionales en los que se fundamenta la legitimidad del Estado y, por supuesto, la de la propia ministra del ramo, doña Pilar Del Castillo, cuyas potestades no le vienen de una asamblea de creyentes, sino de un sistema de representación política que concede los mismos derechos civiles a los ciudadanos con independencia de su credo religioso.
¿Ciudadanos o creyentes?
Este es uno de los dilemas políticos que plantea el acceso a la modernidad en cuanto a los sujetos ideales que precisa el Estado liberal y democrático para existir, y que vuelve a estar planteado -y mal resuelto- en nuestros días por el Gobierno del Partido Popular, que se olvida de que está al frente de un Estado no confesional y de derecho (a pesar de insuficiencias de bulto y de residuos del pasado) y que gobierna a ciudadan@s y no a creyentes (aunque muchos ciudadanos puedan ser también creyentes), para prestar oídos a las persistentes peticiones de la Conferencia Episcopal, que no cesa en sus intentos de reconducir a la sociedad española hacia ese régimen político que añora, que es el reino cristiano medieval.
En un interesante artículo sobre este asunto[1], Gregorio Peces-Barba sostiene que en el fondo de esta actitud de la Iglesia late la reafirmación del agustinismo político: la diferente dignidad de creyentes y no creyentes que se desprende del agustinismo político, tan arraigado aún en la doctrina de la Iglesia, o la desigualdad entre hombres y mujeres y entre jerarquía y fieles, son elementos decisivos en la persistencia del modelo premoderno.
La dualista doctrina[2] sobre las dos ciudades, por la que Aurelio Agustín (Agustín de Hipona o San Agustín) atribuyó la decadencia de Roma a su carácter pagano, a su desconocimiento del verdadero Dios, sigue siendo en nuestros días la piedra angular de la postura política de la Iglesia. Frente al orden humano, representado por la ciudad terrenal, imperfecta, perecedera, injusta e impía (civitas diaboli) –que mientras más ambiciosamente pretende reinar con despotismo, por más que las naciones, oprimidas con su insoportable yugo, le rindan obediencia y vasallaje, el mismo apetito de dominar viene a reinar sobre ella, escribe el santo[3]– se alza la ciudad justa, imperecedera, perfecta: la Ciudad de Dios (civitas Dei).
Lector de Cicerón y conocedor de los avatares políticos de Roma, Agustín señala que allí donde no hay justicia –¿Cómo puede haber justicia fuera del verdadero Dios?– no puede haber correcto gobierno de los asuntos comunes, res publica. En Roma no hubo justicia, no pudo haberla, por eso cayó aquella civilización, y con ella la posibilidad de que el cristianismo, convertido en religión del Estado desde el edicto de Milán en el año 313, se extendiera, porque en las reflexiones de Agustín también se puede hallar un reproche al imperio romano, al que tan acerbamente critica, por ese papel que pudo haber cumplido -y no cumplió- en la expansión de la doctrina cristiana. El saqueo de Roma por el visigodo Alarico, en el año 410, es para Agustín el signo más evidente de la impotencia de una Roma moribunda y el origen de su reflexión sobre las dos ciudades[4].
La teoría de las dos ciudades, de las dos sociedades o comunidades, la de Dios y la terrena, señala las dos tendencias -Dios y Satán-, las dos apetencias entre las que se debaten los humanos, y la actuación de la Iglesia, que representa a la ciudad de Dios en la ciudad de los hombres. Así, pues, todo gobierno humano es impío –civitas impiorum-, pero la intervención de la Iglesia, como instrumento de la Ciudad de Dios, puede atemperar los excesos o carencias de la humana res publica. Por tanto, la Iglesia se convierte en un componente esencial del orden político para lograr un gobierno más justo; no justo del todo, porque todo lo humano es imperfecto, pero sí más justo que si faltase la acción de la Iglesia. De acuerdo con ello, para la Iglesia, el mejor ciudadano es el creyente, el mejor gobierno es el católico y el mejor Estado es el confesional, y todos sus pasos van encaminados a lograr esos objetivos.
Ni que decir tiene, que la Conferencia Episcopal española persigue sin desmayo dichas metas y que uno de los mejores caminos para conseguirlo es conservar, y si esposible aumentar, como es el caso, su influencia sobre la sociedad, especialmente sobre quienes disponen de menos criterios para rechazarla: los niños y los jóvenes. Lo curioso del asunto es que se vea apoyada en tales propósitos por decisiones gubernamentales de un partido que se dice de “centro” y que se permite impartir lecciones de democracia y fe constitucional.
Si el repentino “patriotismo constitucional” del Partido Popular no fuera mera retórica o un arma arrojadiza contra los partidos nacionalistas sino un sentimiento sincero, la defensa y propagación de los valores constitucionales sería una de las preocupaciones de un gobierno que sabe -o debería saber- que la legitimidad del sistema reside en la multiplicación y profundización de la figura del ciudadano, el cual debe comenzar su educación cívica en la cuna, en la escuela, para ir acompañándole a lo largo de toda su vida. Pero no hay tal, porque el Partido Popular ha salido del dilema antes planteado -ciudadanos o creyentes- con una fórmula original -ciudadanos pero muy creyentes- y actua conforme a ese híbrido modelo.
Las iniciales resistencias de Alianza Popular a aceptar la Constitución (la mitad de sus diputados votó en contra en el Congreso y el mismo José María Aznar se manifestó públicamente en el mismo sentido al poco tiempo) y la interpretación, sesgada y cerrada a cualquier cambio, que después el Partido Popular ha hecho de ella dejan traslucir la postura conservadora de la derecha española y su antigua afición a apoyarse en poderes extraconstitucionales -poderes fácticos-, de los cuales el ejército está, por fortuna, bastante desmotivado en cuanto a su papel interior, pero la Iglesia católica sigue siendo un poderoso valladar contra la modernidad, contra la democracia, contra el Estado laico, contra la participación popular; contra la autonomía de los ciudadanos, contra la libertad personal, contra la investigación y el desarrollo de la ciencia y el conocimiento, contra los movimientos de inspiración socialista y, muy especialmente, contra la igualdad de derechos de las mujeres y de las minorías sexuales. En los dos últimos siglos, la Iglesia católica ha sido el apoyo más firme y duradero -más que el ejército y que el capital, que en ocasiones se han dividido- que ha tenido la derecha española. De ahí que el gobierno que la representa pretenda seguir alimentando con fondos públicos semejante sostén, bien directamente o promoviendo a personas de su confianza[5].
En el orden económico, el Partido Popular postula el darwinismo social, pues defiende el individualismo, la competencia (sobre todo entre pobres y trabajadores), la lucha atroz por el éxito en la vida expresado como fama, poder y dinero, la obtención del beneficio por encima de cualquier otra consideración económica, el despotismo del mercado (pero sobre todo el del monopolio), el apoyo del Estado a los más fuertes, al empresario, al financiero (cuando no al corrupto), a los mejor dotados y a los mejor colocados y, como colofón, la administración del mundo así concebido realizada por una exigua minoría de privilegiados.
Al mismo tiempo, achaca los pavorosos resultados de estas insolidarias medidas a los propios afectados por ellas, culpando a los trabajadores, a los débiles, a los parados, a los marginados y a los excluidos, que cada día son más, de su planificado desamparo.
En una sociedad concebida con semejante diseño -un capitalismo salvaje pero católico-, la función atemperadora de la Iglesia (aunque no sólo de ella) se vuelve más necesaria cada día que pasa para evitar expresiones de rebeldía, estallidos de violencia, respuestas colectivas de los perjudicados o la subversión del (des)orden establecido[6]. Para impedir, en definitiva, que se vaya abriendo paso la idea de que no sólo es posible sino necesario cambiar radical y urgentemente el sistema económico y, en consecuencia, el político.
En esta situación, la labor que se espera de la Iglesia es ingente, pues debe justificar la rapiña del poderoso, tranquilizar la conciencia del rico y fomentar la caridad para paliar el asimétrico reparto del excedente social, pero, sobre todo, evitar la rebelión del pobre predicando la mansedumbre, combatiendo la ira o la impaciencia del oprimido o del excluido con la paciencia de Job, haciendo compatibles la miseria y la resignación, el paraíso fiscal y el paraíso celestial, la igualdad en la fe y la desigualdad en la renta, la voluntad de Dios y la voluntad del empresario, el poder del mercado y la voz de la conciencia. En medio de un egoísmo atroz, debe difundir valores comunes y solidarios, y ante una riqueza insultante, acumulada cada vez en menos manos (entre ellas las de la propia Iglesia[7]), debe defender la suerte de ser pobre y, por lo tanto, bienaventurado, predicar la piedad, pedir la oración y hacer creíble que una vida en este mundo indigna de tal nombre tiene asegurada como recompensa una vida mejor en el otro.
Esta es la labor que el Gobierno, cuya gestión económica es de las más insolidarias y duras de Europa, espera de la Iglesia, que aporta un credo, pero debe fabricar creyentes y desacreditar, de paso, los valores laicos y el pensamiento crítico.
El éxito de este proyecto adoctrinante está en aumentar de modo considerable el número de personas que crean en el mensaje político de la Iglesia, que es el siguiente: que este orden (in)humano es la consecuencia de una falta remota -el pecado original cometido por los primeros seres humanos (Adán y Eva)- que alteró el orden perfecto de la divina Creación. A nadie cabe, entonces, culpar de nuestra desventura -mucho menos a Dios (todo justicia, todo bondad)- más que a nosotros mismos. Somos los humanos quienes somos crueles, inconstantes, ignorantes y falibles en lo que pretendemos. No puede haber, por tanto, sociedad perfecta: todas son imperfectas, injustas y crueles en algún grado; sólo la moderadora acción de la Iglesia puede contribuir a mejorar el conflictivo orden humano mejorando a los individuos. No hay liberación política colectiva, ni sociedad igualitaria, ni emancipación humana de la crueldad, del despotismo y de la ignorancia, y la libertad es sólo un sueño. Nada queda, salvo la esperanza de obtener, como una gracia, la redención individual conseguida con el personal esfuerzo y la asistencia del magisterio de la Iglesia. No puede haber rebelión eficaz ni armonía duradera, porque no podemos rebelarnos contra lo que está determinado por nuestro pecado de origen; no queda, pues, más remedio que aceptar nuestra pequeñez y dejarnos guiar por quien es depositaria de la Verdad del único y todopoderoso Dios: la Iglesia católica.
Frente a esta terrorífica y estática visión podemos ofrecer otra, que parte también de que seguimos siendo humanos, profundamente humanos y limitados, y que nos hallamos todavía lejos de la realización de los sueños que han alimentado la imaginación de todos aquellos que han concebido la Edad Moderna como una nueva era, en la cual los seres humanos podrían llegar a desplegar sus potencialidades, desprenderse de la ignorancia y la superstición y alejarse de su naturaleza animal. Sin embargo sigue latiendo el impulso renovador que alienta en la modernidad, pues, ante el sofocante mensaje de la tradición, el discurso fundamental de los pensadores modernos asevera que las sociedades humanas no están hechas para siempre; no están creadas y definitivamente configuradas por una voluntad superior -divina- o anterior -tradición-, sino que se pueden configurar en buena medida por los deseos humanos, que además se perciben como históricos y cambiantes. Por ello, el ciudadano moderno es potencialmente un coloso, un ser de talla excepcional que puede elevarse de lo natural a lo cultural, de la servidumbre a la soberanía, de la pasividad ante el mundo a la actividad transformadora de éste, de su condición de criatura a su propósito de ser creador de un orden social distinto[8].
En nuestro país, a pesar de las muchas y persistentes resistencias encontradas, hemos avanzado algunos pasos para que los súbditos se puedan convertir en ciudadanos, en miembros de la comunidad política, pero las fuerzas más activas de la reacción -la Iglesia y el Partido Popular- pretenden que desandemos el camino recorrido.
Catecismo o Constitución
Como hemos dicho, para la Iglesia católica, que se considera portadora de la Verdad Suprema, eterna e indiscutible, todo lo humano es imperfecto, perecedero y discutible, y todo aquello que ha configurado el orden temporal -el saber, la ley, el derecho, la ciencia, la técnica, la cultura, el arte…- y expresado las reales dimensiones de las sociedades humanas lo ha considerado de escaso valor -cuando no un error- si no estaba respaldado por su doctrina. Hasta fechas relativamente recientes ha sido la Iglesia la que ha conferido legitimidad al poder político, la que ha concedido valor a la cultura y al arte, la que ha avalado a la ciencia, la que ha otorgado función al saber, la que ha sancionado la ley…
En Europa y América, la modernidad ha consistido en gran parte en ir reduciendo los ámbitos de influencia de la Iglesia católica, en ir arrebatándole territorios -incluso físicos o geográficos- bajo su custodia, en ir rebajando sus muchos poderes para transferirlos al poder político, a las instituciones civiles, a la sociedad, y en hacer de la creencia religiosa un asunto privado, de conciencia, no un asunto de Estado. Y hoy, aunque la influencia de la Iglesia sea escasa o nula en algunos campos -la cultura, el arte, la filosofía-, en otros -la moral, el derecho o la política- no renuncia a seguir ejerciendo su magisterio, por muy alejados que estén los problemas planteados de su real capacidad de comprenderlos, como ocurre en el caso, paradigmático, de la ciencia.
En España, por razones históricas conocidas, hemos tardado mucho tiempo en librarnos de la férula de la Iglesia y aún así lo hemos conseguido de forma bastante incompleta[9], por ello resulta muy alarmante que el partido gobernante establezca nuevos lazos y fortalezca los ya existentes entre la Iglesia y el Estado, aunque José María Aznar, en un encuentro con obispos y cardenales[10], lo llamase “separación con cooperación”. En ese mismo lugar, el cardenal Rouco señaló que desde hacía más de diez años la Conferencia Episcopal había venido reclamando una reforma en la enseñanza de la religión católica y que el proyecto del ministerio de Educación le parecía muy satisfactorio.
En el que parece un inacabable proceso de separación de la Iglesia y el Estado, el paso atrás dado por el Gobierno es importante –rendición del Estado, lo llama Peces Barba-, pues no sólo no se ha sacado la enseñanza de la religión católica de la escuela pública para confinarla en las parroquias, sino que se ha reforzado su enseñanza y, por ende, la enseñanza de otras religiones, con lo cual se carga en la cuenta del erario público el coste de unos intereses particulares que es de esperar que aumenten, pues el mismo derecho a recibir enseñanza religiosa en el colegio público tienen los niños católicos, que los protestantes, los mahometanos o los judíos, por poner sólo esos casos. Y esto sin contar con que ese aparente ecumenismo puede convertirse en una nueva fuente de conflictos, de xenofobia o de fundamentalismo[11].
Por otra parte, no parece razonable que para elevar la categoría de la religión en el currículo escolar al hacer de ella una materia evaluable y computable, haya que hacer lo propio con otra materia. Carece de sentido pensar que porque haya padres que quieran cargar a sus vástagos con una materia computable más, se obligue a otr@s niñ@s a aceptar otra materia en las mismas condiciones. En este aspecto, el Tribunal Supremo ya señaló en su momento que el derecho de un@s alumn@s a recibir clases de religión no podía suponer en otr@s alumn@s la obligación de recibir clases de otra materia en las mismas condiciones, lo cual nos hace pensar en épocas donde imperaba una Iglesia vengativa, pues, antes que una medida equilibradora en el currículo, parece más bien un castigo eclesiástico a aquellos que rechazan la catequesis con examen y nota.
El que la asignatura alternativa y obligatoria a la religión sea la de valores cívicos es añadir un disparate a otro, porque, si dichos valores se consideran importantes, no se perciben razones de peso para privar de ellos a l@s alumn@s de religión. Es más, dado que la enseñanza religiosa que van a recibir por parte de profesores seleccionados por la Conferencia Episcopal está más orientada a propagar los dogmas y la moral del credo católico y a ganar adeptos que a exponer una visión del cristianismo como fenómeno histórico o sociológico, la asignatura de valores civiles debería estar particularmente recomendada a estos escolares.
Sobre este asunto, Fernando Savater en un artículo reciente[12] opinaba lo siguiente: Si el mantenimiento de la asignatura confesional de religión es bochornoso y grotesco, en nada mejora proponerle como alternativa obligatoria una asignatura de valores cívicos. ¿Acaso no la necesitan también los que opten por el catecismo?¿Equivale el adoctrinamiento eclesial a la formación ciudadana? Porque ahí está realmente lo más grave del asunto.
Efectivamente, ahí está el quid de esta cuestión. ¿Cómo puede pensar la ministra, y en definitiva, el Gobierno, que en un sistema democrático pueden ser equiparables los valores civiles y la moral católica? ¿Cómo puede creer que son equiparables la Constitución y el catecismo? ¿Cómo puede esperar que una institución como la Iglesia católica española, que ha sido de las más resistentes del mundo a aceptar los valores modernos y que ha apoyado hasta el último momento (y más allá) a un régimen político que la convertía en pieza esencial de una dictadura, imparta valores cívicos y derechos democráticos? ¿Cómo puede esperar que una institución cuyo patriotismo constitucional está por demostrar difunda los valores constitucionales? ¿Cómo puede esperar que la Iglesia explique valores y virtudes cíviles con los que casi cada día se muestra en desacuerdo? ¿Cómo puede confiarse -se pregunta Savater (ibíd)- en las aptitudes educativas para formar ciudadanos demócratas de un clero empeñado en que el Estado financie e imponga su particular catecismo, invocando para ello un concordato que se remonta a los acuerdos entre la teocracia vaticana y la dictadura franquista?
Estas preguntas no obtendrán respuesta, pero son útiles como recursos retóricos para señalar las muchas y muy profundas contradicciones del Gobierno en esta materia. Evidentemente, la ministra, el Gobierno y el Partido Popular no son tontos, ni sordos ni ciegos, sino ricos (algunos muy ricos) y, sobre todo, católicos a la vieja usanza y saben perfectamente lo que representa en España la Iglesia católica; por eso pretenden confiarle la (imposible) tarea de educar en valores cívicos y democráticos a l@s ciudadan@s de mañana. ¿Quiere eso decir que son incongruentes y que han escogido una mala maestra? No; quiere decir que el Partido Popular tiene su origen en restos políticos del franquismo, que durante la transición frenó las reformas siempre que pudo, que la mitad de sus diputados votó contra la Constitución cuando se aprobó en el Congreso y que su actual presidente poco después escribía contra ella, y que no hace tanto tiempo (como recordaba hace poco un programa de televisión) se mostraba orgulloso de ser de derechas; en definitiva, que a un partido tejido con esos mimbres le importan poco la democracia -son demócratas a rastras-, los valores cívicos y aun los ciudadanos, porque lo que quiere son disciplinadas gentes de fe.
De llevarse adelante el proyecto, y todo hace temer que será así, tendremos que en las mismas escuelas una minoría de escolares[13] recibirá una educación que les hable de la democracia como de un sistema humano y perfectible, del respeto a las mayorías, de la igualdad ante las leyes, de la evolución de las costumbres, de la importancia de la razón y del derecho, del valor de la tolerancia con los que son distintos y de las ventajas de la convivencia por encima de diferencias de sexo, de raza o de religión, mientras que la mayoría de sus compañeros habrá recibido la visión de un mundo maniqueo dividido entre católicos y no católicos, en justos y pecadores; habrán sido adoctrinados en la intolerancia de la Iglesia hacia quienes se apartan de su estrecha moral y verán como nocivas cosas tan habituales como el divorcio, las parejas de hecho, el derecho al aborto o a la libre sexualidad, verán como natural el papel subordinado de la mujer y recibirán con prevención normas jurídicas que no estén al servicio de Dios, es decir de la Iglesia.
Unos alumnos habrán sido instruidos para ser (sólo) ciudadanos y otros habrán sido educados para ser santos, o para vivir con la culpa de no serlo. Las escuelas públicas y los institutos realizarán una labor contradictoria, pues lo que se imparta en un aula se rebatirá en la de al lado. ¿Puede denominarse proyecto de Estado éste que planifica una suerte de esquizofrenia social a largo plazo? ¿Puede llamarse moderno un proyecto de formación pública que va a reproducir artificialmente una vieja división ideológica, que podría y debería ser evitada? ¿Puede llamarse sensata una ley educativa que condena a la escuela pública a realizar una extenuante labor -tejer y destejer simultáneamente-, semejante a la que ocupó durante veinte años a la legendaria Penélope?
Madrid, junio, 2002.
[1] “Por encima de las leyes”, El País, 1 de junio, 2002, p. 13.
[2] Quizá habría que decir que es maniqueísta, pues todavía conserva esa tajante oposición entre el bien y el mal tan propia del maniqueísmo, a pesar de que Agustín había renunciado a tal doctrina a los 21 años.
[3] La Ciudad de Dios (antología filosófica), Barcelona, Orbis, 1985, p. 22.
[4] Agustín escribe La Ciudad de Dios en respuesta a los paganos, quienes acusaban a los cristianos de que su dios -el verdadero- no había sido capaz de proteger a Roma del saqueo de Alarico.
[5] En este sentido, y dentro de la reestructuración prevista por la LOU, va la decisión del Gobierno de nombrar secretario general del Consejo de Coordinación Universitaria, máximo órgano de coordinación de las universidades, a José Raga, ex rector de la universidad privada San Pablo-CEU, asesor de la Conferencia Episcopal y miembro de la Asociación Católica de Propagandistas.
[6] La fórmula parece válida para otros continentes. Como una de las medidas destinadas a neutralizar a los movimientos de resistencia popular y la influencia de la católica teología de la liberación, el Gobierno de EE.UU. ha estado impulsando la penetración de iglesias conservadoras en América Latina. Véase, por ejemplo, la obra de Ana María Ezcurra (1982): La ofensiva neoconservadora. Las iglesias de USA y la lucha ideológica hacia América Latina, Madrid, IEPALA.
[7]Además de los 15 millones de euros perdidos en Gescartera (2.495 millones de pts), la Iglesia española ha perdido otros 2,5 millones de euros (416 millones de pts) en diversas operaciones de bolsa (El País, 20 de mayo, 2002, p. 17).
[8] Este último parágrafo esta tomado del capítulo “Muerte de la pasión política”, que se detiene más largamente en la figura del ciudadano moderno, publicado en la obra colectiva Imaginación democrática y globalización, Madrid, Libros de la catarata, 2001.
[9] En Italia, Portugal e Irlanda la influencia de la iglesia católica es muy grande, en Grecia la de la iglesia ortodoxa y, en menor medida, en Inglaterra es influyente la iglesia anglicana, así como en el Ulster.
[10] Congreso “América Latina y la Unión Europea: juntos por el bien común universal. Contribución de la Iglesia”, que ha congregado en El Escorial a más de un centenar de cardenales, obispos, arzobispos, pensadores y políticos católicos. (El País, 14 de mayo, 2002, p. 23).
[11] Recordemos el conflicto planteado por el deseo de las niñas musulmanas (o de sus padres, que tanto da) de asistir a clase cubiertas con un pañuelo (hiyab). Y con la misma razón con que demasiados profesores y directores mantienen, contra viento y marea, símbolos católicos (a veces junto a símbolos franquistas) en las aulas de los colegios públicos, los padres de otros niños pueden exigir que se exhiban símbolos de otras religiones. Lo cual no sería una muestra de ecumenismo, sino del creciente peso que adquieren las religiones en nuestra sociedad y del retroceso que experimenta el cultivo del laicismo, de la razón, el agnosticismo y el pensamiento crítico, que no cuentan con una asignatura específica ni con símbolos representativos en las aulas. Véase, por ejemplo, “Las cruces de la escuela pública”, El País, 11 de marzo, 2002, p. 38.
[12] “Amén”, El País, 23 de mayo, 2002, p. 13.
[13] Según El País, 22 enero, 2002, p. 3 de Madrid, y aunque decrece lentamente, más del 80% de los alumnos de primaria de la región cursa religión católica en vez de las materias alternativas. Véase también “Las cruces de la escuela pública” ya citado. Con otras proporciones, la enseñanza de la religión cristiana también es dominante en las escuelas públicas de la Unión Europea (El País, 5 de noviembre, 2001, pp. 48-49).