Todo avance científico plantea más preguntas que respuestas, y la síntesis del primer cromosoma de un organismo superior no es una excepción. ¿Puede enviarse un genoma a otro planeta para que surja allí la vida? ¿Es la vida un texto (agcattgcaa…) como lo es una novela? Si lo es, ¿sabemos escribirlo, y cuando sepamos querremos hacerlo? ¿Es la solución de la naturaleza la mejor posible, o la fuerza de la razón puede superarla? ¿Y en qué sentido que no resulte inaceptable? ¿Podremos reconstruir a partir de su genoma especies extintas como el mamut y el hombre de neandertal? ¿Y qué podremos entonces hacer con nuestra propia especie, el Homo sapiens?
No teman: ningún científico en activo —o al menos ninguno que esté solicitando financiación a un organismo público— responderá a esas preguntas. Ni siquiera admitirá que tengan sentido. Pero el lector ya sabrá que lo que dice la gente no tiene gran cosa que ver con lo que piensa. Y créanme: no hay un solo genetista o biólogo molecular en el planeta que no haya pensado en esas cosas. ¿El doctor Victor Frankenstein ataca de nuevo? No. Intentemos ver un poco más allá de los tópicos.
La cuestión de si se puede sintetizar vida en el laboratorio no solo tiene sentido, sino que puede considerarse un objetivo central de la biología. Tras una tradición milenaria de pensamiento vitalista, la doctrina —o más bien la inercia intelectual— que ve la vida insuflada de alguna sustancia virtual o incognoscible que la hace fundamentalmente distinta de la materia inanimada, la biología solo ha podido madurar como ciencia a base de refutar esa idea.
Y en gran parte, los biólogos siguen en ello, como consideran su obligación. Tal vez el gran pionero de esta línea de investigación fronteriza con la biología sea Craig Venter, más conocido como artífice de la mitad privada del proyecto genoma. Venter fue el primer científico en abordar, ya en los años noventa, la cuestión fundamental del genoma mínimo: partiendo de un organismo unicelular llamado micoplasma —que tiene uno de los genomas más pequeños conocidos— le fue inactivando los genes uno a uno para averiguar cuál es la mínima información posible capaz de sostener la vida, el texto básico que nos diferencia de la materia inerte.
También fue Venter quien consiguió en 2010 sintetizar el genoma completo de una bacteria, Mycoplasma mycoides JCVI-syn1.0, y con ello el primer organismo autónomo creado en el laboratorio “a partir de productos químicos de bote”, como se ocupó el mismo de glosar con locuacidad característica. Hasta entonces se habían fabricado genomas de virus, que no son seres vivos autónomos, pues necesitan infectar a una célula (humana o bacteriana) para reproducirse.
Pero el avance de la biología sintética no obedece a motores filosóficos ni ideológicos, sino tan pegados al suelo como lo pueda estar un proyecto científico de élite. Como explica en la entrevista adjunta, Srinivasan Chandrasegaran, el principal objetivo de su disciplina es rediseñar, o “remodelar”, las vías de síntesis biológica para producir fármacos, biocombustibles y otros productos de interés industrial. Y, por el otro lado de la cadena causal, también ha sido el vertiginoso avance y abaratamiento de las técnicas de secuenciación (lectura) y síntesis de ADN la que está permitiendo el florecimiento de esta disciplina.
Si Venter y Chandrasegaran son los cerebros norteamericanos de la biología sintética y de su disciplina hermana, la biología de sistemas, su homólogo europeo es probablemente el director del Centro de Regulación Genómica (CRG) de Barcelona, Luis Serrano. “Las técnicas de secuenciación han avanzado hasta el punto de que es posible secuenciar un genoma humano por menos de 1.000 euros en una tarde”, dice. “Junto al avance en otras áreas como la biología celular, la proteómica y la biocomputación nos ha permitido obtener un conocimiento impresionante de cómo funcionan los seres vivos, y pensar en la posibilidad de poder simular procesos biológicos o enfermedades en el ordenador”.
Los ordenadores son el otro ángulo de la biología sintética: construir vida no a partir de “componentes químicos de bote”, como decía Venter, sino de ceros y unos, de su lógica matemática más profunda. “Se abre la posibilidad en un futuro no lejano de combinar el genoma de una persona, su estilo de vida y programas de ordenador para poder hacer terapia personalizada”. Sabe de lo que habla, porque su laboratorio está justo intentando hacer todo eso.
“Como referencia”, prosigue Serrano, “el genoma de una bacteria como la Escherichia coli tiene 4 millones de bases (las letras del ADN a, g, t, c): hace 20 años sintetizar más de 40 bases era difícil, pero en los últimos cinco años hemos visto la síntesis completa de un cromosoma bacteriano y, ahora, de un cromosoma de una célula eucariota como la levadura. La capacidad de sintetizar estos grandes fragmentos de ADN junto con el conocimiento que tenemos de los procesos biológicos, abre las puertas a la posibilidad de modificar o diseñar seres vivos para propósitos específicos”.
El científico español destaca objetivos como los biofueles, la limpieza de aguas, la biorremediación de entornos dañados por vertidos químicos o de petróleo, una química más limpia, la mejora animal y el diseño de virus y bacterias con objetivos terapéuticos, como la píldora viva que se desarrolla en su laboratorio. “Tenemos las herramientas para fabricar el material genético de un ser vivo, y por tanto la posibilidad de convertirnos en ingenieros de la vida”, concluye. “Es un momento apasionante donde se abren numerosas puertas y posibilidades para mejorar la vida humana y el medio ambiente; en los próximos años nos sorprenderemos de lo que veremos”. Así sea.
El avance de la biología sintética obedece a motores tan pegados al suelo como un proyecto científico de élite. / Steve McAlister (Getty)
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